EL PUEBLO, REY DE BURLAS

Se oyó la voz del pueblo, que es la voz de Dios, por boca del Procurador, para crear un hecho político rotundo: notificarles al país y a la Corte Constitucional que el Jefe del Ministerio Público y el Presidente de la República son una y misma cosa. Ordóñez declaró exequible la ley que convoca un referendo para que Uribe pueda quedarse en el cargo por tercera vez consecutiva. Su argumento, mil veces meneado por la plana mayor del uribato, la voluntad popular prevalece sobre el cúmulo de vicios e irregularidades de trámite que invalidarían la ley. En cristiano: frente al arrastre de mayorías configuradas a golpes de encuesta, propaganda y caridad, la Constitución y la Ley valen un higo. Ya no cabe duda. Colombia se ha encaramado en la ola de retorno a los gobiernos arbitrarios que parecían cosa de un pasado aciago.

Una visión rudimentaria de la democracia estima que la mayoría es la voluntad popular. Supone que, derrotadas en su inferioridad numérica, las minorías han de enmudecer o desaparecer, como si ellas no tuvieran velas en la voluntad general. Tal simplismo condujo al cesarismo del siglo XIX en Europa, que proscribió los partidos y transformó al líder en encarnación mística del pueblo. Todas las autocracias del siglo XX, desde el nazi-fascismo, hasta el estalinismo y las dictaduras latinoamericanas, fueron desarrollos del modelo que se erigía –con fraude o sin él- sobre el pronunciamiento de una mayoría.

Hoy se regresa en el subcontinente al autoritarismo por la vía de la democracia refrendaria. Vale decir, apelando al argumento de la mayoría, acorralando a las minorías discrepantes, violentando las constituciones sin que se note mucho, para atornillar al mandatario en el poder. Así se honra a la dictadura, que comienza por negar la rotación del mando. A Fujimori, el maestro, le han seguido Chávez y Uribe y Correa y Evo y aquel proyecto de hombre que en Nicaragua funge de Presidente. Una nota singulariza el fenómeno: el uso intensivo de la propaganda, abono a la formación de una sociedad homogénea, asustadiza, siempre a la búsqueda de un líder “de pantalones”.

Las veleidades de héroe providencial y eterno de Napoleón III confirmaron los temores de los pensadores liberales que advirtieron sobre la deformación de una democracia sujeta a una fuerza mayoritaria decidida a imponerse a la brava. Stuart Mill avistó en Estados Unidos una mayoría numérica “en plena posesión del despotismo colectivo”. Y Tocqueville, deslumbrado por la democracia en América, presintió, sin embargo, una perversión del sistema que podría conducirlo al totalitarismo: la tiranía de las mayorías.

Entrado el siglo XX, Kelsen defendería la democracia proporcional como expresión de la voluntad general pues, en lugar del poder absoluto de una mayoría, también las minorías tendrían un lugar. Deliberación y compromiso entre mayorías y minorías sobre asuntos cruciales pero respetando el ideario de cada uno, asegurarían  paz y convivencia entre todas las fuerzas de la sociedad. El principio de mayoría supone la existencia de una minoría; y el derecho de la una no puede negar el derecho de la otra. La alternativa sería la guerra civil. La democracia parece ser algo más que el gobierno del pueblo y el reino de la mayoría.

Pero el Presidente Uribe ignora olímpicamente a las democracias maduras. En estos ocho años ha exhibido habilidades sin par para traficar, siempre en provecho personal, con mayorías populares –reales o ficticias- que lo mantengan en el cargo. En su concupiscencia del poder, convocará al pueblo para reelegirse, pero lo mantendrá sojuzgado en la pobreza y el desempleo. Del pueblo, rey de burlas, sólo le sirven los votos. Él gobierna para otros.

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EL PODER DIVINO CONTRAATACA

La legalización del aborto y del matrimonio entre homosexuales ha despertado ira atronadora en la Iglesia y una contraofensiva legislativa que amenaza con derribar el Estado laico. En su avanzada, tonsurados y gobernantes de derecha repolitizan la Biblia, y la religión corre su cerca sin cesar sobre territorio del poder civil. En Colombia, el mismísimo Procurador de la Nación sabotea, misal en mano, la norma que autoriza el aborto; y el Presidente, teócrata en ciernes, invoca la benevolencia de Dios para quedarse en el poder por los siglos de los siglos, amén. En Madrid, a diez días de la legalización del aborto, una multitud de católicos acicateada por mensaje del Papa en español se congrega el 27 de diciembre en defensa de la familia tradicional y contra las políticas liberales de Rodríguez Zapatero. Y en México, protagonista de una revolución que en 1910 elevó la última valla entre el poder temporal y el divino tras la cruenta guerra de los Cristeros, una riada insospechada de conservadurismo habla hoy por boca del partido de gobierno, del PRI (¡) y de la jerarquía eclesiástica.

Respuesta a la despenalización del aborto en la capital, la mitad de los Estados en México ha dictado leyes que asimilan aborto a infanticidio e imponen penas hasta de 50 años de prisión, las más elevadas del Orbe. Gana terreno allí una feroz embestida contra el Estado laico y las libertades que la democracia consagra, desde un fundamentalismo que pretende suplantarlos con el categórico e irrecusable orden divino que prevaleció siglos ha, cuando los derechos personales eran anatema.

La controversia, de alto vuelo, alcanzó su clímax el 22 de diciembre, cuando la Asamblea Legislativa del Distrito Federal autorizó el matrimonio entre homosexuales y les reconoció el derecho a adoptar hijos, en decisión que ensancha el horizonte de libertades y responsabilidades individuales, cualesquiera que sean las opciones de vida de la persona. El arzobispo primado de México consideró “aberrante y perversa” la medida, pues ella “(ofuscaba) valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad”.

Pedro Miguel escribe, sin embargo, en el diario La Jornada que “el verdadero peligro para la sociedad es el ayuntamiento entre el poder religioso y el secular porque bajo ese maridaje han florecido métodos de lucha contra lo que el Santo Oficio llamaba el pecado nefando de sodomía, tales como la hoguera, la castración, la confiscación de bienes, el calabozo y los azotes”. No encuentra él agresión ni barbarie en el amor; en cambio –dice- la violencia y el abuso sexual derivan del ejercicio indebido de un poder (del padre, del cónyuge, del maestro, del guía espiritual, del patrón) sobre una persona vulnerable.

Contra esta cruzada para revertir la secularización del sexo se agita la bandera del Estado laico, que es condición imprescindible de la democracia, de la libertad de conciencia, de la privacidad del individuo. A la especie más atildada y vernácula del catolicismo mexicano respondió el poder legislativo de la capital exigiéndole al gobierno local aplicar la ley y sancionar a los purpurados que pisotean desde el púlpito la Constitución. Estima la corporación que es deber del gobierno hacer cumplir la ley, conjurar todo intento de discriminación de minorías y de involución hacia una religión oficial.

Da grima comparar la amplitud que este debate alcanza en México con la languidez del nuestro. Aquí la fugacidad de algún chispazo apenas araña la muelle conformidad de tantos que lo mismo contemporizan con la moral del todo-vale que con una dogmática religiosa impuesta como fórmula de gobierno. Y el Congreso ahí. Quieto. Callado. Sobornado.

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