No se sacude Colombia el lastre de la Iglesia en el poder público. Caverna contra la sociedad plural y el Estado laico que desde nuestra frustrada revolución liberal de los años 30 redobla su ofensiva contra el poder civil, una mayoría de senadores hundió el matrimonio gay, más a embates de biblia que de código civil. Rebaño del abominable Ordóñez, se brincó el derecho de igualdad que a todos cobija, minorías incluidas. Así lo prescribe la democracia, para desdicha de mayorías que suelen imponerse a golpe de tumulto, y de devotos siempre prestos al golpe por la fe. Pero nuestra democracia anda en pañales, pues la historia se repite sin cesar.

 Cuandoquiera que los segregados levantaron la cabeza, se atrincheró la reacción en su territorio de privilegio moral, bajo la égida de un dios despótico. Dios hechizo a la medida del integrismo católico de un monseñor Builes para fustigar a la mujer que exigía ciudadanía y voto. Dios hechizo para potenciar el griterío de un Laureano contra el divorcio y el matrimonio civil. Dios hechizo de las Ilva Myriam y políticos-pastores para bloquear el matrimonio igualitario y el aborto terapéutico de ley. Dios hechizo con pasajes que el Ku Klux Klan rebuscaba en la biblia para justificar el asesinato y la esclavitud eterna de los negros en EE UU. Hasta 1964 vivieron ellos segregados en el lema “iguales pero separados”. Como en Colombia quedó para las parejas homosexuales: tendrán ellas los mismos derechos jurídicos y patrimoniales de las heterosexuales; pero, eso sí, no se llamará lo suyo matrimonio sino unión solemne. El rótulo discrimina, pues se le asigna en exclusiva a una minoría repudiada. Es fórmula paternalista de mera tolerancia: reconozco que, a mi pesar, existes; no te mato pero tampoco te incluyo; tu destino es el gueto. Gueto fue el de los negros en EE UU.

 Campeó en el Congreso, en la plaza y en las redes la misma intransigencia religiosa que aquí se resolvió en guerras, en violencia moral sobre la familia, en ataque al postulado liberal formulado hace siete siglos por Marcilio según el cual la vida civil ha de regirse por la ley civil, no por la divina. El canonizado obispo Ezequiel Moreno, contribuyente de las tropas conservadoras en la guerra de los Mil Días, parecía hablar ahora por boca de nuestra jerarquía eclesial y política. Como reavivando la “sana y recta aversión” del santo a las ideas liberales que “son pecado”, monseñor Falla desconceptuó a la Corte Constitucional y, en defensa de la familia patriarcal, condenó el matrimonio igualitario. El senador Gerlein logró síntesis feliz del Estado confesional, premoderno: “política y religión deben ser aliadas; la Iglesia Católica iluminó a quienes han escrito nuestras Cartas políticas para definir el matrimonio entre hombre y mujer”.

 Hoy se reedita el acoso contra el liberalismo y el laicismo. Contra la igualdad de derechos, el respeto a las minorías y a la diversidad creciente en los modelos de pareja y de familia. Diversidad que adquiere legitimidad, visibilidad y voz. E incluye el paradigma de la pareja homosexual, que una nueva ley ha de reconocer y proteger, con igual denominación del vínculo y derecho de adopción. Como en el caso del aborto, este debate no remite a la moral religiosa sino a los derechos civiles. No puede dirimirse entre Dios y el Diablo, sino entre Estado laico y teocracia. Así vocifere todavía la república clerical.

 Mea culpa. Por error que lamento, escribí en mi columna pasada que se habría realizado reunión política en casa del concejal Argote para oponerse a un proyecto del Alcalde. Se trataría –según La Silla Vacía- del apartamento de Julio César Acosta y no del concejal Álvaro Argote Muñoz. Rendidas disculpas.

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