Haciendo patria con sangre

Guerra que se respete se reputará justa, patriótica, santa; mientras más muertos, más campanillas: la de Hamas, con sus 1.200 israelitas asesinados este 7 de octubre; el genocidio que en respuesta protagoniza Netanyahu sobre Gaza, la mayor cárcel a cielo abierto del mundo, y sus 4.500 caídos a la fecha;  las agresiones del inmaculado Occidente contra Afganistán, Pakistán, Irak y Siria, que cobraron 350.000 vidas en ataque armado y por efecto colateral, según el Instituto Watson; la de Ucrania, presa en disputa de dos imperios; la eliminación de la décima parte de la humanidad en dos conflagraciones mundiales, antesala también de nuestra guerra contrainsurgente infestada de narco, con derivaciones escabrosas en Bojayá y Machuca a manos de FARC y ELN, o en los 6.402 falsos positivos de la Seguridad Democrática. Guerras todas beatificadas sobre la tumba de sus víctimas.

Contra Palestina, única nacionalidad sin territorio, se bate la marca de la crueldad: sitiada por hambre, frío y sed, presa de pánico por bombardeos que no perdonan hospitales, se opera allí con el último bisturí y sin anestesia. Los niños que sobreviven tiemblan. Y Biden, mentor de la democracia, retrasa el ingreso de auxilios y veta en la ONU propuesta de cese el fuego. 

En la añosa tradición de Napoleón que impone a bala y a puñal en el mundo los principios de libertad, igualdad y fraternidad, savia de la Revolución Francesa, EE.UU. y la OTAN presentan sus carnicerías como “intervención humanitaria” y “legítima defensa preventiva”. Entre tales mohines de hipocresía y patriotismo de cuatro pesos, medra la paradoja de Raskolnikov: ¿por qué a Napoleón que carga sobre sus hombros con medio millón de muertos se le tiene por héroe y a mí, por matar a una vieja usurera, me condenan por asesino?

Hoy se ve el conflicto convencional desplazado por la confrontación terrorista de adversarios que burlan las reglas de la guerra trazadas en Ginebra en 1949. La primera, el respeto a la población civil. Si ilusorio suprimir las razones del poder que dan vida al conflicto, cabe al menos restablecer parámetros que lo someten al derecho internacional humanitario. Según ellos, por loable que parezca el motivo de beligerancia, debe siempre protegerse a la población no combatiente y evitar el uso desproporcionado de la fuerza. Su lema: nadie puede, a título de legítima defensa, fungir de bárbaro para responder a la barbarie. 

Sería preciso adaptar controles a modelos de confrontación como el afgano, replicado en Siria e Irak tras el atentado de horror a las Torres Gemelas. Aquí la intervención militar reemplaza a la tropa propia por aliados locales armados y entrenados por Estados Unidos, con apoyo de su aviación y de sus Fuerzas de Operaciones Especiales; el aliado se convierte en ejército sustituto, de mejor recibo en la opinión doméstica, y más barato.

Verdad de a puño que Netanyahu y sus potencias aliadas desoyen: la única salida al conflicto entre Israel y Palestina es la creación (años ha pactada) de dos Estados independientes y con territorio propio. La negociación tendría que ser política. Mas, para acometerla, sus personeros habrán de reconocer antes el desafío formidable de la sociedad movilizada en el encono. Han debutado ya ríos de manifestantes en las capitales del mundo. En Nueva York, miles de judíos protestan contra su Gobierno, como protestan multitudes de israelitas en su propia tierra. Y la esperanza hecha maravilla: un torrente de mujeres hebreas, musulmanas y cristianas desfila durante horas, las manos enlazadas, cantando a la alegría, a la paz, a la vida de los niños. ¡No más hacer patria contando muertos!

Comparte esta información:
Share

De purpurados, mujeres y poder

Pocos escenarios tan reacios a conceder a las mujeres el sacerdocio, la prefectura y posiciones de alto poder en el Vaticano, como el sínodo de obispos que sesiona en Roma. Acaso porque 54 mujeres participen en él con voz y voto por primera vez, para escándalo del oscurantismo purpurado que se hace cruces ante la dosificada rebelión del género al que la Biblia llamó víbora. Y, peor aún, concurren ellas a instancias de Francisco, que va en pos del nuevo aliento -ya naufragado, ya rescatado- de Juan XXIII. La reforma sofocada muestra de nuevo sus orejas. No todos le reconocen la razón filosófica, pero sí la razón práctica: se hunde la Iglesia entre los muros de una monarquía atemporal que revienta en crisis de vocaciones sacerdotales y amenaza diáspora en el rebaño. A falta de curas que oficien misa y hagan apostolado, por encima del fierro de la norma canónica, 200 mujeres se han consagrado ya sacerdotes y ejercen en el respeto de su feligresía.

Hijas de las sediciosas que dieron nuevo lustre al siglo de oro español, de Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz, entre otras que desafiaron al Santo Oficio con el delito-pecado mayor en una mujer: escribir. De Teresa se ha dicho que, de no haber sido mujer, hubiera ocupado el sitial de Cervantes. Pero la Inquisición encontró su obra “más cerca del demonio que de Dios”. La persiguió, la acorraló, mutiló sus textos o los escondió y la puso a las puertas del presidio. Las de hoy son también hijas de la Madre Laura de Jericó, que enfrentó de pensamiento, de palabra y obra y bella prosa al azote ensotanado de la comarca: monseñor Builes. La hostilizó el prelado por haber ella migrado a cuidar indios y negros en las selvas de Urabá; por evangelizarlos con respeto de sus culturas; pero sobre todo por desobedecer, díscola arrogante, a la varonil autoridad que le obligaba. En 2013 la elevó Francisco a los altares.

Salvo chispazos como los señalados, apunta la teóloga Isabel Corpas de Posada, la teología fue siempre patrimonio de los hombres; sólo desde el Vaticano II incursiona la mujer en esos dominios. Invisibilizada, silenciada, dice, descubre no obstante su mirada propia. Y si llega a protagonizar la controversia en el sínodo de hoy, será también porque la consulta sinodal de 2017 escuchó la voz de 23.000 personas que clamaban por reformar los ministerios de la Iglesia, en reconocimiento de las responsabilidades que de hecho asumían las mujeres. Señala el papa Francisco que ellas han ejercido un ministerio de facto, sin el encargo formal reservado a los hombres por la ordenación y les abre espacios de poder en la Curia Romana. Resalta en María Magdalena el título de apóstola con el que Jesús la distinguió. Pero no les concede a las mujeres el sacerdocio. 

Se hace eco de Pablo VI -y del misógino San Pablo- para quienes el sacerdocio femenino no figura en los planes de Dios. El código canónico y la liturgia como ritual exclusivo de hombres, señala nuestra teóloga, simboliza la radical exclusión de la mujer por una iglesia edificada sobre el patriarcalismo. La invisibilidad de las mujeres representa aquí su marginalidad en la organización de la Iglesia. Si defienden ellos con tanto ardor aquella discriminación, es porque en el fondo se juega el poder.

En una comuna popular de la ultraconservadora Medellín oficia como sacerdote Olga Lucía Álvarez, considerada primera presbítera de América Latina. Sostiene ella que al primer intento de reconvención de obispo le cerrará la boca recordándole el pesado fardo de la pedofilia tolerada por la jerarquía en nombre de la patriarcal unidad de la Iglesia. Y la rodearán sus feligreses.

Comparte esta información:
Share

¿Otro pacto de silencio, o la verdad?

Como si no bastara con la ruda oposición al cambio que las urnas pidieron, un dilema enreda el acuerdo nacional: repetir el pacto de silencio del Frente Nacional entre élites responsables de la Violencia que en un baño de sangre había cobrado 200.000 muertos; o bien, acometer un proyecto de nación desde la verdad sobre quienes movieron los hilos de la guerra que le siguió y cobró, con saña redoblada, otro medio millón de muertos. Eco de los anhelos de paz, reivindica el presidente Petro la verdad toda, porque sólo desde ella podremos construir la reconciliación. 

Esto dijo al pedir perdón en nombre del Estado por la comisión de 6.402 falsos positivos bajo la égida de la Seguridad Democrática. Una matanza que ni las peores dictaduras del continente registraron jamás, en la Colombia que elegía  al que más mataba, señaló, al que trocaba muertos por votos. En línea con la exigencia generalizada de identificar a sus determinadores últimos, escribió el respetado jurista Rodrigo Uprimny que al expresidente Uribe le cabe, cuando menos, responsabilidad moral y política por los falsos positivos.

Aquí los autores del genocidio no son hombres de charreteras como en Chile o en Argentina, indicó el primer mandatario, son hombres de corbata que armaron una red desde el poder para encubrirse, con senadores, ministros, jueces, generales. A su amparo floreció el paramilitarismo y, jugada por la guerra en la que cosechó su poderío económico, volvió trizas la paz que se abría camino desde 2016. Y ocultó la verdad para asegurar su impunidad. La Fiscalía, reveló el presidente, recibió 17.000 procesos compulsados por la JEP y por Justicia y Paz que incluirían a los terceros civiles incursos en crímenes de lesa humanidad, pero sólo les asignó tres investigadores. 

También la Violencia vino de arriba. Se volvió conflagración cuando perdió el Ejército su neutralidad en el gobierno de Ospina, y cuando los gremios, la alta sociedad y la jerarquía de la Iglesia pidieron mano dura contra la mitad de los colombianos. Desplegando la táctica fascista de la acción intrépida y el atentado personal, adoptó la barbarie, entre otras, formas inéditas de degollamiento como el corte de franela: una mirria comparado con el descuartizamiento de personas vivas a motosierra batiente, verdadera innovación en expedientes de la crueldad que reinó en el conflicto armado de estas décadas. ¿Quién habló de la historia que, por taparla, vuelve en círculo sobre sí misma, como se clava su aguijón el alacrán?

El Frente Nacional conjuró la Violencia entre partidos, y sus promotores han navegado confiados sobre el recíproco silencio de las partes. Por miedo a la revolución cubana y acicateado por la teoría del desarrollo de la Cepal, retomó la reforma agraria de los años 30 (sofocada por la contienda), dio nuevo impulso a la industrialización con apoyo del Estado y avanzó en política social. 1990 arribaría con su ejército de Chicago-boys para arrojar la idea de desarrollo al cuarto de San Alejo. La más recalcitrante gente de bien arremete hoy contra el presidente Petro dizque por encarnar el comunismo comeniños. Reaccionaria de nación, las propuestas de reforma agraria e industrialización tomadas de López Pumarejo y Carlos Lleras, y de seguridad social extendida a todos le resultan “estatizantes”: castrochavistas.

Acaso el sueño de perpetuar el pacto de silencio responda al tic de una cierta dirigencia que se creyó destinada a mandar con perrero, a bala “cuando toca”, o manipulando la ley; a expensas de otra, la de los Lleras Restrepo-Cavelier-Armitage, que asimiló progreso a equidad, modernidad a bienestar general. Y hace patria. Ya escribía Monseñor Guzmán: “si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito pero apelan a sus autores”.

Comparte esta información:
Share

¿Cisma en la Iglesia Católica?

Este 4 de octubre se inaugura en Roma un sínodo de obispos que podría desembocar en ruptura de la Iglesia de Cristo. De prosperar, el trauma evocaría los cismas de Bizancio y de Lutero. Menos abarcador éste, claro, pero también de raíz política. El agudo desencuentro entre ultraconservadores y liberales -entre seguidores de Juan Pablo II y Benedicto, en una orilla, y de Francisco en la otra- escala a drama con la advertencia del líder de la derecha católica, cardenal Raymond Burke, de que el Papa se propone fracturar la Iglesia. En respuesta, acusa éste “resistencias terribles” a la opción por los pobres del Concilio Vaticano II de Juan XXIII, y denuncia el peligro del atraso y de la reacción contra lo moderno, que se cierne hoy sobre ella. Se propone el sínodo estudiar los procesos, estructuras e instituciones necesarias para volver a una Iglesia misionera. En breve, revisar doctrina y sistema de poder. Ni más ni menos. 

Ya el proceso empezó: entregó Bergoglio la Congregación para la Doctrina de la Fe, baluarte de la reacción convertida en nueva Inquisición, al obispo argentino Víctor Fernández, conmilitón de Francisco. La Iglesia de Dios no necesita nuevos fundamentos o modernización como si estuviera en ruinas y el Papa no puede imponer obediencia a sus opiniones personales sin arriesgar una ruptura, se oye decir a los defenestrados. Además, despojado de los privilegios que Juan Pablo le había otorgado, doblegó al Opus Dei, rival consuetudinario de los jesuitas que Bergoglio representa. Ahora esta multinacional religiosa gestada en el franquismo, de inmenso poder económico y político, tendrá que allanarse a la humilde condición general de asociación pública clerical, sacrificar autonomía y rendir cuentas. 

En moral, aunque aventurando apenas sus primeras armas, no resulta Francisco menos desafiante. No es poco decir a los cuatro vientos que también los homosexuales son hijos de Dios, contemplar la posibilidad del matrimonio gay y también para los curas; ni poco, modular el trato al aborto o proponer el sacerdocio femenino. O, afrenta mayor contra el código de silencio que protegió a sacerdotes pederastas, poner fin al secreto pontificio que elevó a virtud la hipocresía de la jerarquía. Nefando deshonor que, entre otras vergüenzas, comprometió su legitimidad y precipitó la crisis. Juan Pablo protegió a Marcial Maciel, obispo emblema de la pederastia apertrechada en la disciplina del silencio, que practicó contra decenas de niños, sus propios hijos comprendidos. Y Benedicto, ambivalente aquí, terminó demandado ante la Corte Penal Internacional por encubrir miles de estos delitos cometidos por miembros de la Iglesia. Al final, pidió perdón. En cambio Francisco dijo sentir dolor, vergüenza y consternación ante el caso de un cura boliviano abusador de niños mientras lo encubría la jerarquía. Hoy es bandera ondeante de sus luchas.

Pero no siempre logró serlo a cielo abierto. Tenía que faltar Benedicto para que pudiera Francisco batallar sin aquella cortapisa por reformas en doctrina, en instituciones y en moral. Debutó canonizando a un tiempo a Juan XXIII y a Juan Pablo II, agua y aceite en moral, polos encontrados en política; de seguro buscando un punto medio que permitiera a las urgencias de cambio convivir con la pétrea tradición. 

Ires y venires en esta búsqueda de la Iglesia: de la reconquista del Evangelio por Juan XXIII en 1960 a la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968 que reafirma la predilección por los pobres; de allí a la brutal contrarreforma del Celam en Puebla, agenciada por Juan Pablo; y vuelta ahora, con Francisco, a la palabra viva del insurrecto Jesús. Una ominosa aleación de oscurantismo y poder financiero conmina en su extremismo a la ruptura. Y Francisco declara: rezo para que no haya un cisma, pero tampoco le temo.

Comparte esta información:
Share
Share