¿Guerrillas contra el poder popular?

Se diría que la vieja guerrilla ha vuelto a la política. Pero no ya inspirada en la toma del Estado capitalista para instaurar el socialismo, sino en la suplantación del poder popular para prevalecer como dictadura armada en los territorios y para mejor usufructuar las economías ilegales. Divisa que desnaturaliza su formal disposición al cambio y a la paz. Está por establecerse en qué medida emulan estos grupos al Clan del Golfo en atentados a líderes sociales, 33% de los cuales son dirigentes de Acción Comunal, la organización de mayor arraigo en las comunidades: así eliminan su poder social y amedrentan a la población.

Pero el asedio de grupos armados al poder popular no sólo cobra líderes en organizaciones de base; los negociadores del ELN en particular proceden a su vez contra los diálogos regionales en ciernes y cuya matriz es, precisamente, la participación de las comunidades, directa y libre de coacción. Apuntarían ellos a destruir la autonomía de las organizaciones sociales para monopolizar la agenda en estos espacios colectivos, pese a la legitimidad de la palabra y del quehacer de los pobladores que ninguna mesa puede alienar. De paso, al descalificar los diálogos regionales, desvela el Comando Central del ELN (Coce) su crisis ideológica, de representación y de autoridad.

Juliette de Rivero, vocera de la ONU, sostiene que la violenta incursión de grupos armados en los territorios compromete la gobernabilidad en 206 municipios, destruye su tejido social y la supervivencia física y cultural de la población. Se hace eco del viraje hacia negociaciones regionales, pide al Gobierno formalizar diálogo directo y permanente con las organizaciones de base, fortalecer la gobernabilidad del Estado y su política de seguridad.

Insistiendo en dialogar por su cuenta y riesgo, el Frente Comunero del ELN aplaude la decisión del Gobernador de Nariño, Luis Alfonso Escobar, de convertir la paz en eje de su gobierno, y pide instalar mesa en ese departamento. Para el mandatario, los diálogos no pueden ser sólo con los armados sino con todos los actores del territorio. En la misma dirección van los gobernadores de Arauca, Meta y Chocó, destinatarios de la regionalización del diálogo que el presidente Petro ofreció en su correría por el Pacífico, y que en Nariño suscitó multitudinaria manifestación de apoyo. El EMC se sumaría al modelo de negociación por bloques.

La idea no podía sino precipitar la crisis en el ELN, pues pone en riesgo el control que el Coce aspira a ejercer sobre los mandos regionales de esa guerrilla, cuando salta a la vista la falta de representatividad de la vieja dirigencia y de sus delegados en la mesa nacional. Carlos Arturo Velandia, antiguo comandante del grupo armado, ha dicho que el 70 por ciento de la organización no está representado en ella.

Otty Patiño, comisionado de paz, señala que no son ya los viejos del ELN quienes dirigen la guerra. Ignoran que la guerrillerada es petrista, que proyecta sus ideales en las propuestas de cambio del presidente y se aviene a trocar las armas por la política. En entrevista concedida a Cambio, afirma Patiño que las comunidades están hartas de la guerra y de los abusos de los armados. Hace votos porque los negociadores de paz sean quienes están librando la guerra. Antonio García ejercería un liderazgo “muy negativo”, basado en la vieja idea de que es el arma lo que le da identidad al revolucionario. Pues no es el arma, responde Patiño, es su disposición a transformar la realidad.

Remata el Comisionado con una advertencia perentoria: el Gobierno no dialogará con grupo armado que amenace o mate a firmantes de paz o a líderes sociales. Será línea roja de la negociación.

Coda. Sentido pésame por la muerte de Roberto Hinestroza Rey.

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Cambio de foco en la paz

Tras un año largo de altibajos y desatinos de Danilo Rueda, Otty Patiño, el nuevo comisionado, reencuentra por fin el propósito estratégico que da sentido a una negociación de paz: erradicar toda gobernanza de ilegales armados en el territorio y lograr su reincorporación a la vida civil, sin fusiles y ateniéndose a la ley. Se trata de devolverle al Estado el monopolio de la fuerza y de la justicia en todos los rincones del país y volcarlo al cambio social, que es prenda de paz.

Empieza Patiño por encarar a la contraparte que viola, una y otra vez, el cese el fuego. Paro armado del ELN en el Chocó, ataque del EMC a una ruta escolar con saldo de dos muertos y a una patrulla del Ejército en Cauca son actos de deslealtad con los acuerdos pues el cese no es permiso para delinquir, les dice, y advierte que la Fuerza Pública podrá actuar en forma “pronta y eficaz” para prevenir y neutralizar hechos de esa laya. Violaciones que confirman el doble rasero de estos grupos: mientras ensanchan su guerra y sus dominios, hablan de paz en la mesa y pontifican y exigen y se indignan y ultrajan la dignidad del presidente. ¿Cuántos de los 27.000 confinados por el último paro armado del ELN acudirán al llamado? ¿Cuántos entre los dolientes de sus decenas de miles de secuestrados? Pero sueñan los elenos con copar el paisaje entero de la política liderando ellos, emisarios del pueblo, la participación de la sociedad toda en la construcción del país añorado. Y querrán colonizar proyectos de laboriosa factura como los Planes de Desarrollo Territorial (PDET), primeros en resultados de la implementación del Acuerdo de Paz.

El cese el fuego ha traído raudales de oxígeno a los armados que lo suscriben, y poco o ningún alivio a las comunidades en los territorios. Para ellas la cosecha no es siquiera franciscana (como lo aventura mi pasada columna); y para aquellos es ventaja de libre acción, ahora sin acometida de la Fuerza Pública, hasta prevalecer por bala y acorralamiento de la población. Sostiene Maria Victoria Llorente, directora de la FIP, que la reducción de índices de violencia en algunas zonas no responde al cese el fuego sino al asentamiento del grupo armado que venció a sus contendores en disputa por el control de economías ilegales, del territorio y de sus gentes. Pero no cesa allí la crueldad del amo contra los pobladores: éste atempera el espectáculo de sus excesos refinando métodos.

Los PDTE son parte del punto uno del Acuerdo de Paz, que busca cambiar la estructura del campo, asegurar los derechos de la población y revertir la miseria y el conflicto. Los PDTE priorizan las zonas más pobres y martirizadas por la guerra, 170 municipios, para acelerar su desarrollo mediante trabajo de comunidades y autoridades a la par. A octubre de 2023, se habían registrado 33.007 iniciativas en educación, salud, reactivación económica, producción agropecuaria, seguridad alimentaria y construcción de paz; producto de 16 encuentros comunitarios en las 16 subregiones que ejecutan ya sus planes de desarrollo.

Acaso el avance hacia aquellos objetivos en los diálogos derive, por su propia dinámica, en supeditación del cese el fuego a dos ceses previos que las comunidades piden a gritos: cese de hostilidades contra ellas, íntimamente atado al cese multilateral del fuego entre armados. Y extensión de los PDTE a un número creciente de municipios. Garantía de su carácter genuinamente democrático será que el Estado preserve con celo la iniciativa sobre ellos.  Con su cambio de foco en la negociación, reaviva Patiño la esperanza de paz. Y el presidente Petro cierra con broche de fierro al notificarle al Clan del Golfo: “si no son capaces de desmantelar sus grupos, serán destruidos por el Estado”.

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La paz: rosas y espinas

Sí, Colombia es país de paradojas. Único donde porfía el anacronismo de guerrillas “revolucionarias” que desaparecieron por irrelevantes hace décadas en toda la región; pero también florecen aquí procesos de paz como el sellado en 2016 con las Farc, un referente inescapable para experiencias de su orden en el mundo. Por vez primera en 30 años renuncian al secuestro el Eln, el Emc de Mordisco y Nueva Marquetalia, la otra disidencia de las Farc que acaba de abrir conversaciones con el Gobierno. Por vez primera en 40 años de diálogos que naufragan en la testarudez de los elenos, se pacta cese el fuego bilateral de 6 meses adicionales con ellos, para completar un año. 

Si con ello cabe soñar que amaine la violencia, más le servirá a esta guerrilla alienarle un enemigo, la Fuerza Pública, cuando enfrenta el garrote de sus rivales -el Clan del Golfo verbigracia- todos a una en guerra por el territorio y por el sojuzgamiento de sus gentes; por el control del narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando. Mas la que sufre es la población inerme. Que lo ideal hubiera sido un cese multilateral entre armados o, mínimo, de hostilidades contra las comunidades, no invalida lo logrado a la fecha. Ni lo descalifica la insolencia del Eln cuando de contemplar la finalización del conflicto o el abandono de las armas se trata. Pero salta la pregunta de rigor ante la sistemática violación de su palabra: ¿qué sentido tendrá negociar con el Eln si a cuatro días de acordada la tregua anuncia paro armado en el Chocó? 

Cosecha franciscana ésta de cese incierto y veto al secuestro sólo por seis meses, cuando en un suspiro han casi duplicado filas los grupos armados y expandido, a sangre y fuego, sus dominios.  Ya lo dijera el mismísimo presidente Petro: las de hoy no son las guerrillas de antaño, ya no aspiran ellas a tomarse el poder para cambiar la sociedad. Diríase que han suplantado su lucha política por la grosera rebatiña de economías ilícitas. Reveló el director de la Dijín que la mitad de las incautaciones de droga en 2023 pertenecían al Eln y a las disidencias de las Farc. En 10.000 millones de dólares estimó su valor. Pero el Gobierno no acompasa su diagnóstico con objetivos definidos en la negociación ni métodos claros para acometerla.

Pivote del proceso con las Farc, Sergio Jaramillo clama por redoblar esfuerzos en su implementación. Dos problemas aquejan este proceso de paz, según él: el retroceso en seguridad y el abandono del punto uno del Acuerdo. Es un círculo vicioso: sin seguridad no prosperan los programas de cambio en las comunidades; sin inversión, empleo y presencia del Estado se deteriora la seguridad. El Acuerdo quería desatar lógicas de integración territorial y de inclusión social, pero quedaron como asignatura pendiente. De otro lado, considera un error dar a las disidencias reconocimiento político, aún cuando incumplen el Acuerdo de Paz y asesinan a excombatientes. Y, mientras avanzan en la consolidación del control territorial, señala, montan la fachada de una negociación espectáculo. Como en el Caguán. Invita a revisar el proceso, ahora o nunca.

Mientras Jaramillo señala la recuperación de la construcción de paz en los territorios como foco del viraje, Juanita Goebertus, directora de Human Rights Watch para la región escribe: sin una política de seguridad efectiva y una implementación a fondo del Acuerdo de Paz de 2016, tristemente la paz total en Colombia no será exitosa.

Esta paz no es el jardín de rosas que sus propagandistas muestran. Tampoco solo espinas, como quisieran los enamorados secretos de la guerra que se presentan como simples contradictores del presidente. Pero rectificar no da espera. Demasiadas vidas penden de una negociación de paz como para jugarla al azar.

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Cambié de opinión sobre el clientelismo

Conforme cambiaba el país y creía vencer mi ignorancia sobre él, mudaba yo de tercio sobre el clientelismo. Primero, contra el dogma políticamente correcto de mi generación, que lo tuvo por dominación atrabiliaria de amos contra vasallos. Me maravilló su acción integradora de la sociedad, que daba sentido de pertenencia política y promovía el ascenso de clases emergentes y de nuevas élites del poder. Y ahora, a la ligereza de leyes que inducen la desintegración de los partidos se suma la tormenta de una ética que ha convertido el proverbial sálvese quien pueda en panacea del haga plata como sea. En la relación de políticos mediadores de servicios del Estado con la población que en contraprestación les brindaba apoyo electoral, despuntaron nidos de corrupción, sí. Pero ésta, huevo de codorniz, evolucionó a ahuevo de águila negra empollado en la crisis de los partidos, en el narcotráfico y en la involución al individualismo utilitarista del capitalismo en bruto que la Carta del 91 apadrinó.

Más de un cambio de fisonomía ha sufrido el clientelismo, desde su origen en la hacienda decimonónica donde un señor subordina a la peonada a la vez como fuerza de trabajo, ejército privado y cauda electoral. Ya hacia mediados del siglo XX se nutre de profesionales de la política que medran en provincia y en barrios populares, nichos de poder cada vez más independientes del jefe político. Se pasa de la movilidad social por cooptación a la movilidad por creciente autonomía de líderes y grupos emergentes. Así como los partidos, nuestro clientelismo es policlasista: ni mecanismo de dominación de clase ni prerrogativa exclusiva del vulgo. Porque el clientelismo no sólo redistribuye recursos del Estado sino poder político. Cuando aquel transgrede los salones del Gun Club y del directorio político para instalarse como poder en los bajos fondos, lo resiente la vieja clase dirigente como un desafío.

Otra mutación empezó a gestarse con la Carta del 91. Muchos constituyentes desplegaron cruzada moralizante contra él: asimilaron tránsito de la tradición a la modernidad a tránsito del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras antagónicas simbolizaron la dicotomía entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista – recordaba yo en texto que aquí gloso (“Clientelismo, revolcón y poder político”, Universidad Externado)-. El antídoto, suplantar la democracia representativa con la participativa. En nombre de la sociedad civil, mecánico agregado de hombres libres, se invitó a suprimir las deformidades del atraso: partidos, gremios y sindicatos.

La Constitución del 91 abrió puertas al predominio del modelo de mercado sobre el del capitalismo social y a la supremacía de la democracia liberal sin principio de solidaridad. De la crítica al Estado de partidos se saltó a la sociedad sin partidos, Nirvana de negociantes de todos los pelambres que practican como profesión el asalto al erario y a los recursos del Estado. Se ha degradado la política a actividad instrumental de los negocios, y disuelto la soberanía popular en la libertad del ciudadano-cliente. Territorio donde florece la versión del clientelismo utilitarista que roba votos o los compra en el libre mercado electoral.

A falta de populismo en regla, en Colombia el clientelismo ha sido el sistema. Hemos sugerido aquí aportes suyos a la movilidad y la cohesión sociales. Pero en su deriva actual, ha terminado por acentuar la precariedad ideológica de los partidos y por disparar la corrupción en la política. La alternativa no será restaurar el clientelismo sino repolitizar la política, sobre tres parámetros: modernizarla, democratizarla y vencer la impunidad de la clase política corrupta.

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Haciendo patria con sangre

Guerra que se respete se reputará justa, patriótica, santa; mientras más muertos, más campanillas: la de Hamas, con sus 1.200 israelitas asesinados este 7 de octubre; el genocidio que en respuesta protagoniza Netanyahu sobre Gaza, la mayor cárcel a cielo abierto del mundo, y sus 4.500 caídos a la fecha;  las agresiones del inmaculado Occidente contra Afganistán, Pakistán, Irak y Siria, que cobraron 350.000 vidas en ataque armado y por efecto colateral, según el Instituto Watson; la de Ucrania, presa en disputa de dos imperios; la eliminación de la décima parte de la humanidad en dos conflagraciones mundiales, antesala también de nuestra guerra contrainsurgente infestada de narco, con derivaciones escabrosas en Bojayá y Machuca a manos de FARC y ELN, o en los 6.402 falsos positivos de la Seguridad Democrática. Guerras todas beatificadas sobre la tumba de sus víctimas.

Contra Palestina, única nacionalidad sin territorio, se bate la marca de la crueldad: sitiada por hambre, frío y sed, presa de pánico por bombardeos que no perdonan hospitales, se opera allí con el último bisturí y sin anestesia. Los niños que sobreviven tiemblan. Y Biden, mentor de la democracia, retrasa el ingreso de auxilios y veta en la ONU propuesta de cese el fuego. 

En la añosa tradición de Napoleón que impone a bala y a puñal en el mundo los principios de libertad, igualdad y fraternidad, savia de la Revolución Francesa, EE.UU. y la OTAN presentan sus carnicerías como “intervención humanitaria” y “legítima defensa preventiva”. Entre tales mohines de hipocresía y patriotismo de cuatro pesos, medra la paradoja de Raskolnikov: ¿por qué a Napoleón que carga sobre sus hombros con medio millón de muertos se le tiene por héroe y a mí, por matar a una vieja usurera, me condenan por asesino?

Hoy se ve el conflicto convencional desplazado por la confrontación terrorista de adversarios que burlan las reglas de la guerra trazadas en Ginebra en 1949. La primera, el respeto a la población civil. Si ilusorio suprimir las razones del poder que dan vida al conflicto, cabe al menos restablecer parámetros que lo someten al derecho internacional humanitario. Según ellos, por loable que parezca el motivo de beligerancia, debe siempre protegerse a la población no combatiente y evitar el uso desproporcionado de la fuerza. Su lema: nadie puede, a título de legítima defensa, fungir de bárbaro para responder a la barbarie. 

Sería preciso adaptar controles a modelos de confrontación como el afgano, replicado en Siria e Irak tras el atentado de horror a las Torres Gemelas. Aquí la intervención militar reemplaza a la tropa propia por aliados locales armados y entrenados por Estados Unidos, con apoyo de su aviación y de sus Fuerzas de Operaciones Especiales; el aliado se convierte en ejército sustituto, de mejor recibo en la opinión doméstica, y más barato.

Verdad de a puño que Netanyahu y sus potencias aliadas desoyen: la única salida al conflicto entre Israel y Palestina es la creación (años ha pactada) de dos Estados independientes y con territorio propio. La negociación tendría que ser política. Mas, para acometerla, sus personeros habrán de reconocer antes el desafío formidable de la sociedad movilizada en el encono. Han debutado ya ríos de manifestantes en las capitales del mundo. En Nueva York, miles de judíos protestan contra su Gobierno, como protestan multitudes de israelitas en su propia tierra. Y la esperanza hecha maravilla: un torrente de mujeres hebreas, musulmanas y cristianas desfila durante horas, las manos enlazadas, cantando a la alegría, a la paz, a la vida de los niños. ¡No más hacer patria contando muertos!

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“la Costa Nostra” es Colombia toda

Clarísimo: había que vetar La Costa Nostra, desactivar esta carga de dinamita contra el imperio inexpugnable de los Char, cuya primera grieta asoma en la detención del delfín, Arturo, por concierto para delinquir y corrupción del sufragante agravados. Pero el silencio no era una opción, declaró Laura Ardila, autora de la crónica que desnuda, a todo color y en escenarios donde sus protagonistas fungen menos como héroes que como villanos, las entretelas del poder edificado en la corrupción. Mas no moraliza Ardila, ni oculta méritos en la administración de la ciudad, ni precipita diagnósticos inapelables. Va hilando hechos que terminan por tejer la filigrana completa de una hegemonía cuyas dinámicas se replican en el país entero, y configuran el modelo político que se impuso: la privatización del poder público en favor de agraciados del destino que supieron combinar negocios particulares y contratación pública con corrupción electoral y resbalones en el paramilitarismo. 

Tras la exaltación del llamado milagro de Barranquilla, dice la autora, yace el costo ético, político y democrático de la incautación del erario para enriquecimiento y solaz de unos cuantos. La moral del todo vale desbocada en simbiosis de poder económico y político, meca real del clan que había roto con el cura Hoyos por quebrar a delito limpio la ciudad. Saneó sus finanzas, sí, pero terminó cooptando a los autores del desastre y, en radical falta de escrúpulos, montó un sofisticado entramado de contratación pública, de modo que todo quedara en familia y entre amigos. Cerró filas con adversarios y con la talentosa compravotos Aida Merlano, hoy sentenciada por delitos propios y ajenos.

Tras desapacible paso por el Concejo, Alejandro Char se hizo constructor y contratista del Estado. Se asoció con su cuñado, Guido Nule, y con sus primos, reyes del carrusel de la contratación que desfalcó a Bogotá. En sólo dos años, entre 2004 y 2006, suscribió el cuarteto contratos con Barranquilla por un billón de pesos. Habiendo quebrado a la Arenosa, con Alex Char escalaron los Daes a megacontratistas de la ciudad. Con estos compartieron mieles otros fieles del círculo íntimo del alcalde: Julio Gerlein, Faisal Cure y Samuel Tcherassi. Por su parte, la interventoría de los contratos recaía en miembros de la familia Char que, cosa rara, no detectaron el mecanismo perverso de probable lavado de activos en que incurría la propia ciudad: préstamos de los contratistas mismos para ejecutar las obras y luego pagados con dineros de cualquier laya.

Con la alianza Char-Cambio Radical, se dispararon los contactos nonsanctos. David Char Abdala, en lista de ese partido, reconoció haberse aliado con paramilitares. Su fórmula, Alonso Acosta, enfrentó juicio por parapolítica. Cambio Radical avaló en 2011 a Kiko Gómez, homicida exgobernador de la Guajira. Allí sellaron los Char alianza con Oneida Pinto, ficha de Kiko Gómez. En Cesar, Magdalena, Bolívar, Córdoba y Sucre avalaron a paras o afines.

En la casa Gerlein se consagró Aida Merlano como experta coordinadora del mercado de sufragios. Sentenciada la subalterna a 15 años de prisión, ella mostró pruebas de que tanto Gerlein como Alejandro y Arturo Char habían financiado este delito. Y con fondos oficiales. La plata salía del distrito, declaró, “gracias a que en su segunda administración Char se embolsillaba el 30% de los recursos de aquella contratación…” 

Cifra fatal: pese al “progreso” que publicita Barranquilla, 30% de su gente hace sólo una comida al día. Aunque el promedio nacional de hambre es inferior, vuelva el amable lector los ojos sobre su ciudad o su región, y descubrirá que la Costa Nostra es Colombia toda. Este libro debería ser lectura obligada en colegios y universidades.

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