Por fin, un plan para el desarrollo

No se cansa Petro de sorprender. Logra la reforma tributaria más progresiva en la historia de Colombia, avanza hacia una paz total, inicia la que parecía imposible reforma agraria cooptando a su archienemigo, Fedegán; en la convicción de que la paz se transa entre antagonistas, no entre amigos, integra a José Félix Lafaurie al equipo negociador con el Eln. Y ahora presenta las bases del Plan Nacional de Desarrollo, una mirada estratégica del país anhelado, convertida en grosero agregado de partidas sin jerarquía ni concierto. Presupuesto con pretensiones de plan donde pescaron políticos, funcionarios, contratistas y empresarios a menudo de dudosa ortografía. Este plan, en cambio, sentaría bases para proteger la vida desde un nuevo contrato social enderezado a superar injusticias y exclusiones históricas, a clausurar la guerra, a cambiar la relación con el ambiente, a lograr una transformación productiva sustentada en la ciencia y en armonía con la naturaleza.

Pese a sus alcances, el condensado del Plan no transige con la grandilocuencia. Bajo la batuta de Jorge Iván González, objetivos y proyectos parecen acompasarse para escalar hacia metas tan ambiciosas como ordenamiento del territorio alrededor del agua, seguridad humana y justicia social, transformación productiva y derecho a la alimentación. La sostenibilidad del modelo irá de la mano con la equidad y la inclusión, y con la interacción entre campo y ciudad. Pero dependerá dramáticamente de la capacidad del DNP para coordinar todas las instituciones públicas en función de las transformaciones propuestas, donde el catastro multipropósito cumple papel medular. Para recuperar esta visión de largo plazo, deberá convertirse en centro de pensamiento del país -dice González- y gran articulador de los ministerios: pasar de una visión sectorial a otra de programas estratégicos. Por otra parte, se vuelve a la planeación concertada, privilegiando esta vez el sentir de la comunidad en las regiones.

Un efecto pernicioso del apocamiento del Estado que el neoliberalismo y su Consenso de Washington nos impusieron fue la decadencia de los planes de desarrollo: cercenada la función económica del poder público, trocada en negocio la seguridad social que vela por el bienestar general, privatizadas las empresas del Estado, todo fue jolgorio en el mercado. Se sacrificó el desarrollo  (que reparte la prosperidad) al crecimiento para unos pocos, en la vana promesa de que su riqueza se derramaría un día por gotas de dorado metálico sobre la pobrecía. Nunca llegó ese día.

De ejecutarse este Plan, si al menos despegara en firme, se produciría un sacudón. Volvería el Estado por sus fueros como agente de cambio: en el ordenamiento del territorio, en la transformación productiva del país, en la creación de riqueza y en su mejor distribución. Lo cual supondrá aumento de la inversión pública apoyada en una mayor tributación de los sectores boyantes de la sociedad. 

Mas el Plan no marcharía en contravía del sector privado, sino al paso con él.  Como estuvo al uso durante décadas en la región, con altibajos y vacíos, sí, de no repetir. Pero la fórmula renace en circunstancias nuevas, ahora como contrapartida al modelo diseñado no para catapultar el desarrollo y redistribuir sus beneficios, sino para solaz de banqueros, importadores y mercaderes de ocasión. Ahora se le devuelven al Estado la dirección general de la economía y funciones de intervención bajo los parámetros del capitalismo social. Dice el presidente Petro que sin cambio productivo y sin inversión pública en capital social no habrá desarrollo. Reto colosal que podrá sortearse con los dispositivos del director de Planeación pero, sobre todo, con el empuje de las mayorías que desesperan del cambio. Ha surgido, por fin, un plan para el desarrollo. Enhorabuena.

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La nueva izquierda jubila anacronismos

Hace 20 años llegó Lula a la presidencia de Brasil como candidato del Partido de los Trabajadores; hoy gana en cabeza de una coalición que abarca desde la izquierda socialista hasta la derecha republicana. Su vicepresidente será un hombre de centro-derecha. También triunfaron Petro en Colombia y Boric en Chile mediante alianza gestada en el apremio de salvar la democracia, en sociedades descuartizadas por la dinámica “libertaria” del sálvese-quien-pueda, tierra abonada para mesías sedientos de poder. Nirvana de los Bolsonaro que añoran la dictadura militar, de los neonazis discípulos de Pinochet, de los Rodolfo Hernández que se reclaman prosélitos de Hitler. En su insubordinación ultraconservadora, cooptan ellos el descontento con el establecimiento para terminar por afianzar su arbitrariedad y sus violencias.

En disputa por el favor popular (más turbamulta que fuerzas organizadas) la nueva izquierda ha jubilado sus anacronismos. Ni insurrección armada; ni lucha de clases en cabeza de vanguardias obreras inexistentes o menguadas por la desindustrialización que expande la anárquica informalidad; ni dictadura del proletariado, ni dictadura alguna. En lugar de revolución, democracia y reforma para un cambio sin retorno. Alternativas al alzamiento reaccionario contra el Estado liberal y el capitalismo social-solidario, ornado de patria, dios, familia propiedad y riqueza labrada en el hambre de los más. Viraje medular de esta nueva izquierda, reconfigura la política en la región. Y desafía lo mismo la deriva autocrática de Bolsonaro que las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Esta victoria no es mía -proclamó en su parte de victoria Lula- ni del PT, ni de los partidos que me apoyaron; es victoria de un inmenso movimiento democrático que se formó por encima de los partidos, de los intereses personales y los ideológicos, para que triunfara la democracia. Y su prioridad será, de nuevo, hambre cero: que todos los brasileños puedan desayunar, almorzar y comer. Mas no fue un choque del pueblo con la elite del poder, pues aquel se repartió por mitades entre opciones opuestas: la del cambio, y la de manipulación de la rabia contra el estatus quo, pero no para golpearlo sino para reforzarlo. 

Manes del populismo de derecha, que es antiliberal en política y ultraliberal en economía: de vuelta al individualismo radical y a la libertad económica sin control que deriva en monopolio, destruye a un tiempo el principio solidario que cimenta el tejido social y toda garantía de equidad. En la otra orilla, se pone el énfasis en la igualdad, en el Estado de derecho, en la justicia social. El enfrentamiento será, a la postre, entre autoritarismo y democracia. 

Atomizada la sociedad, debilitados los partidos, hoy se transita en América Latina de la lucha de clases a la lucha entre bloques policlasistas. La izquierda parece haber asimilado por fin el golpe de la caída del muro de Berlín, el desplome de la ortodoxia que irradiaron los partidos comunistas del bloque chinosoviético. La desindustrialización provocada por la apertura neoliberal en estas décadas sumó nuevas barreras a la formación de un proletariado en nuestros países y frustró en el huevo el modelo de partido revolucionario que campeó en la Europa industrializada.

Y sin embargo, el regreso de Lula, el ascenso de Petro y de Boric, entre otros, bebe en la fuente de la socialdemocracia europea. Su versión criolla, depurada por la Cepal, fue fórmula del Estado promotor del desarrollo pero sucumbió a los garrotazos del Consenso de Washington. Antípoda del añoso populismo caudillista que Uribe y Fujimori resucitaron en formato neoliberal, fue calibrada ya cuando Lula sacó de la pobreza a 35 millones de brasileños y convirtió a su país en séptima potencia del mundo. Se sacude la izquierda sus anacronismos.

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Hambre y violencia

He aquí los brazos de la tenaza que este Gobierno apretó hasta desencadenar una crisis social sin precedentes en décadas. Mientras el crimen organizado controla a sangre y fuego territorio y población en la tercera parte del país –como lo probó el paro armado del Clan del Golfo–, en Medellín, segunda ciudad de Colombia, parece cogobernar con las autoridades, y el gran capital hace la vista gorda. En grosera concentración de la riqueza que se traduce en una o dos comidas diarias para el 30% de los paisas, la cúpula del empresariado antioqueño alardea del “milagro” de Medellín. No oye la balacera de combos y organizaciones armadas que así someten a las comunidades desde su propio seno. Ni registra el viraje en boga de grandes corporaciones que en el mundo amansan el orgiástico principio de la ganancia a toda costa y se proyectan hacia un capitalismo social. Es en la desigualdad y en la penuria donde fructifica la violencia. Se sabe. Los investigadores Alcides Gómez, Hylton y Tauss describen el paradójico sistema que genera, por un lado, pobreza a escala industrial y, por otro, capitalismo desenfrenado. Gestión institucional moderna y dominio del crimen organizado. Coexistencia de dos formas del capital: una lícita, otra ilícita.

Mas no se contrae el caso a Medellín. El paro del Clan del Golfo, escribe Gustavo Duncan, fue demostración de fuerza de quienes gobiernan de facto en más de una región, y de la incapacidad del Gobierno para apersonarse de la seguridad. Abundan los armados que controlan territorios enteros y a su gente mediante milicias que vigilan e imponen su ley con puño de hierro. Para revertir la situación, no sirve ya el modelo de derrota militar de un ejército insurgente. Ahora se trata de desmantelar estructuras armadas vinculadas al crimen que viven en el seno mismo de la comunidad y guardan el orden interno. Se impone, dice Duncan, un trabajo de inteligencia para judicializar a los facciosos y un despliegue de fuerza pública por el territorio entero que ofrezca protección y garantías a la población.

Para Gómez et al, el cambio en Colombia tendría que empezar por Medellín, asiento de una élite económica poderosa y de mafias que a menudo cogobiernan con la administración municipal. Aquí el capital ofrece niveles extremos de concentración. Han perpetuado sus agentes el poder mediante el control de la política, de autoridades públicas, de regímenes jurídicos, de derechos de propiedad, de la política económica. El GEA (Grupo Empresarial Antioqueño), gobierno de facto no elegido e inamovible, representa hoy el 7,1% del PIB nacional y paga impuestos irrisorios, mientras la precariedad impera en todas las comunas que rubrican con su hambre el “milagro de Medellín”. Contraste violento que es fuente de desigualdad y caldo de cultivo para el reino de la ilegalidad. Por su parte, las mafias organizadas en torno a la Oficina de Envigado –agregan nuestros autores– supervisan la vida cotidiana de la gente en media ciudad; cierran vínculos con la autoridad, con la política y con el mundo de los negocios, financiando alguna campaña y lavando dinero de la droga.

De candidatos para el cambio se espera la solución: depositar en el Estado el monopolio de la fuerza y de la ley. Pero, además, combatir el abandono y la miseria en los que la violencia y el crimen germinan, transformando el modelo de desarrollo. Saltar del rentismo y la especulación –religión del privilegio– a la producción intensiva en el campo y a la industrialización, catapultadas por la aplicación en ellas de ciencia y tecnología. Su efecto probado en 70 años de Estado social: redistribución decorosa del ingreso y tasas crecientes de empleo formal. Empezando por conjurar el hambre y el recrudecimiento de la violencia, vergüenzas sólo dables en regímenes despiadados como éste que Duque impuso.

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Impuesto progresivo: la alternativa

Mientras la derecha en pleno se abraza a Federico Gutiérrez para prolongar –impúdica– las desgracias de este Gobierno y su partido, las fuerzas alternativas ofrecen ya programas para el cambio que urge. Su punto nodal, una reforma tributaria cifrada en el impuesto progresivo, ariete del Estado social que a lo largo del pasado siglo aseguró en el Occidente desarrollado salud, educación, pensión, renta básica y subsidio al desempleo para todos. Una tributación que aprieta más a quienes más tienen porque ataca la extrema concentración del ingreso y la riqueza, en función del bienestar general. Pero en este país el bienestar no es bien público, es particular y de pocos.

Como si no bastara para demostrarlo con el estallido social que desnudó el hambre de 21 millones de colombianos y la indigencia de otros 8 mientras una cofradía de prestantes agalludos acapara los recursos del Estado, o se los roba, la elección del 13 de marzo confirmó la revelación: Colombia no es ya la misma. Petro lo sabe e interpreta el inconformismo general, proponiendo reformas de fondo que ataquen las intolerables carencias de los más, y lanzar el país del capitalismo salvaje al capitalismo social.

En un sistema favorable a los muy ricos que pagan menos del 4% sobre rentas de fábula, donde proliferan favoritismos y evasión, el impuesto a la renta no redistribuye. Propone el candidato impuesto progresivo y equitativo, para limar desigualdades y financiar el desarrollo. Impuesto progresivo a ganancias ocasionales y dividendos a las personas (no a las empresas) tasado  de 10 a 39%. Así, baja la tasa impositiva de la empresa y sube cada vez más la de sus beneficiarios individuales. En vez de expropiar, forzar la producción en tierras inexplotadas, o bien su venta, mediante el impuesto predial. A la Echavarría Olózaga. 

También el proyecto de Fajardo grava más a los ricos y elimina exenciones. Se propone recaudar $33 billones adicionales suprimiendo beneficios, con aumento progresivo de impuestos sobre renta, patrimonio, dividendos a personas, y combatiendo la evasión. Impuesto sobre la tierra con catastro multipropósito y de valorización por grandes proyectos de infraestructura, al sector hotelero y a la economía naranja. Elimina beneficios a las empresas que presentan como gasto corporativo el de sus socios, y exenciones sin efecto social como por falsa creación de empleo.

De llegar a la presidencia, dice Petro, sería su primera ejecutoria un plan de choque contra el hambre. Paso primero de estrategia inscrita en la soberanía alimentaria y en la revitalización de la economía campesina. El otro plan de choque, la creación de empleo de emergencia desde el Estado con un salario que cubra el mínimo vital, en lugar de renta básica para cesantes. Inclinado a la retórica, más con sabor de plataforma ideológica que de programa pormenorizado en alcance y en financiación (que deberá precisar) resultan no obstante plausibles estas iniciativas para paliar sufrimientos redoblados en estos años de Duque: la pobreza y el desempleo. Su propuesta de largo plazo, transitar de una economía primaria a una productiva centrada en la industrialización. También aquí, ¿cómo es la estrategia, con qué sectores de punta, será factible la concertación del plan con el empresariado?

Respiran estas propuestas aire de socialdemocracia. De Estado social activo en redistribución del ingreso acrecido por el impuesto progresivo. De un modelo que cuajó también en países como Corea del Sur con protección a la industria naciente, reforma agraria, educación universal, ciencia aplicada al desarrollo concertado con el sector privado y la batuta de la iniciativa en el Estado. No venga ahora la derecha inmóvil a calificarlo de comunista, mientras se mueve, ella sí, en el pantano del privilegio y el abuso de poder.

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Petro: un viraje histórico

El arribo de Gustavo Petro a la presidencia del único país del subcontinente que jamás tuvo gobierno de izquierda marca el fin de una era en la historia de Colombia: declina la hegemonía de las fuerzas más conservadoras que edificaron su poder sobre el sojuzgamiento del pueblo, a menudo por la violencia. Somos sumatoria de resistencias y rebeldías contra la injusticia, la discriminación y la desigualdad, exclamó el elegido ante miles de seguidores que entre vítores y lágrimas lo aclamaban. Pero el ciclo que comienza no amenaza, como muchos temían, el sistema democrático-capitalista. Al contrario, persigue una democracia más amplia, un capitalismo social y, eso sí, llama a cuentas al establecimiento: a las élites y grupos de interés que usurpan los poderes del Estado y de la sociedad en provecho propio, sean politicastros; uniformados dados a la corrupción; especuladores con la tierra; contratistas, negociantes y avivatos que pasan por empresarios o por ministros, tantas veces aliados de delincuentes y paramilitares. Mientras mentores de la derecha delinquen y burlan la ley, Petro, el subversivo de ayer, defiende el Estado de derecho contra los muy prestantes insubordinados de hoy. Y Francia Márquez brilla en la dignidad reconocida de los nadie, que lo son casi todos en este país.

El programa del nuevo presidente respira el élan de las reformas liberales que López Pumarejo formuló en su Revolución en Marcha y cuya punta de lanza, la reforma agraria, ahogó la reacción en sangre. Educación pública y laica, defensa de los trabajadores, Estado intervencionista, reforma tributaria progresiva, función social de la propiedad, industrialización, reforma agraria fueron pautas de cambio frustradas en un todo o mutiladas. Según Hernando Gómez Buendía, este programa bien pudo convertirnos en un país capitalista, pero no llegó lejos por no existir aquí el sujeto histórico que en otras latitudes lideró la revolución burguesa. No tuvimos empresarios –escribe– sino negociantes (los primeros innovan, los segundos se contentan con vender a sobreprecio). Será el reino del rentismo.

Petro ofrece, por enésima vez, desarrollar el capitalismo en Colombia. Lo cual supondría superar las mentalidades atávicas del mundo feudal y esclavista que perdura entre nosotros, construir la democracia asegurando también el pluralismo económico. Transitar de la economía extractivista a una economía productiva que cree empleo: en aras de una mayor igualdad, producir para redistribuir. En sintonía con el liberalismo avanzado, propone devolverle al Estado su función social. Contrapartida del modelo al uso de Estado mínimo regido con lógica de empresa privada que comprime costos para elevar utilidades… que los uñones de siempre se roban. Su propuesta de renegociar el TLC con Estados Unidos para mejor proteger la economía doméstica y lanzar estrategias de industrialización y seguridad alimentaria evoca la política de sustitución de importaciones que Carlos Lleras llevó a su apogeo.

El bloqueo sistemático de las reformas que el liberalismo de avanzada ventiló hace un siglo, y de las que medran hoy, ha fundido en hierro un modelo que se resuelve en hambre para la mitad de los colombianos. Tocarlo le resulta a cierta dirigencia subversivo. Pero el país mutó, augura el fin de una historia de oprobio. Entre todos, dirá Petro, debemos reunir en una las dos Colombias que el sectarismo y el odio crearon. No vamos a usar el poder para destruir al opositor –promete– éste será siempre bienvenido en la Casa de Nariño, para concertar soluciones a los grandes problemas del país. Diálogo con todos, hacia un Gran Acuerdo Nacional para vencer las desigualdades más groseras, garantizar los derechos y asegurar la paz: he aquí la marca del ciclo político que el presidente Petro inaugura. Un viraje histórico.

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