El manifiesto cavernario de Milei

Una inmensa marea de argentinos protestó este 24 de enero contra el desmantelamiento del Estado y la libertad de mercado a todo trance que el presidente Milei se propone. Movilización proporcional a su plan de revivir, extremándolo, el capitalismo en bruto que ofreció ríos de leche y miel, pero disparó la desigualdad, la pobreza y la exclusión en la región. Anacrónico mentor del neoliberalismo que despuntó en el Chile de Pinochet, Milei se postró de hinojos en Davos ante la “revolución conservadora” que hasta sectores del gran capital resienten ya. Pero amigos tiene: por él deliran figuras de la caverna como María Fernanda Cabal, enemiga del “buenismo”, pues la gente, dice, quiere autoridad, libertad y orden. No igualdad.

El mundo está en peligro, advirtió apocalíptico, sus valores se encuentran cooptados por una visión que inexorablemente conduce al socialismo. Sin la versatilidad de Hayek, el doctrinero mayor, repite la trampa de meter totalitarismo soviético y socialdemocracia en el mismo saco. Así, toda versión de capitalismo social, redistributivo, le resulta marxista-leninista. Reivindica sin atenuantes la propiedad privada, el mercado libre y el gobierno limitado. La justicia social, dice, es injusta porque es violenta: se financia con impuestos que el Estado cobra mediante coacción. El Estado no es la solución, es el problema. Lo dirá también César Gaviria, paladín del neoliberalismo en Colombia, en su batalla contra la “estatización” de la salud, derecho ciudadano privatizado en su Gobierno, que quisiera perpetuar como negocio particular.

Al lado de la privatización de funciones y de empresas del Estado, se le dio preeminencia al sector financiero. Gracias a nuestra Carta del 91, terminó la economía del país en manos de dos grupos financieros gigantes: el GEA y el Grupo Aval. Tal su poder, que en los primeros 20 años del modelo la participación del sector financiero en el PIB pasó de 8,8% al 22%. Caso único en el mundo.

La apertura económica, otro puntal del modelo de mercado, desindustrializó. Golpeó dramáticamente la agricultura colombiana, por la radical reducción de aranceles a las importaciones agropecuarias. Se empezó aquí por eliminar las instituciones del sector: Incora, Idema, Caja Agraria. El senador Jorge Robledo verificó que, en los siete primeros años de apertura, las importaciones del sector pasaron de 700 mil toneladas a siete millones. Hasta las hojas de plátano para envolver tamales se compraron en el extranjero. En 30 años, la participación del agro en el PIB cayó del 27% al 7%; y en la industria, del l9% al 11%.

Con apertura económica indiscriminada y veloz en países que hacían sus primeras armas en industria o avanzaban en su sofisticación se frenó el sector y retrocedió a la producción de bienes primarios: minerales, petróleo, materias primas. Ya proponía Smith condenar los países pobres a producir esos bienes y, a los ricos, especializarlos en bienes acabados. Mientras en aquellos crece la pobreza, en éstos aumenta la riqueza.

Señala el teórico Hernán Fair que, como teoría y proyecto político, el neoliberalismo condensa las ideas-fuerza de la nueva derecha que privilegia el mercado y la iniciativa privada sobre el Estado y lo público. Su odiada antípoda, los proyectos democráticos, igualitarios y distributivos. En doctrina y en práctica, se afirma en los privilegios del capital concentrado, y naturaliza niveles inaceptables de pobreza, desempleo, precarización laboral, desigualdad y marginalidad.

Oscuro iluminado, profeta de lo fracasado, rescata Milei del fango el modelo que vende como “moralmente superior” para imponerlo a mazazos. Y se permite, en su fanfarronería, llamar “comunista asesino” al presidente de Colombia.

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Cambié de opinión sobre el clientelismo

Conforme cambiaba el país y creía vencer mi ignorancia sobre él, mudaba yo de tercio sobre el clientelismo. Primero, contra el dogma políticamente correcto de mi generación, que lo tuvo por dominación atrabiliaria de amos contra vasallos. Me maravilló su acción integradora de la sociedad, que daba sentido de pertenencia política y promovía el ascenso de clases emergentes y de nuevas élites del poder. Y ahora, a la ligereza de leyes que inducen la desintegración de los partidos se suma la tormenta de una ética que ha convertido el proverbial sálvese quien pueda en panacea del haga plata como sea. En la relación de políticos mediadores de servicios del Estado con la población que en contraprestación les brindaba apoyo electoral, despuntaron nidos de corrupción, sí. Pero ésta, huevo de codorniz, evolucionó a ahuevo de águila negra empollado en la crisis de los partidos, en el narcotráfico y en la involución al individualismo utilitarista del capitalismo en bruto que la Carta del 91 apadrinó.

Más de un cambio de fisonomía ha sufrido el clientelismo, desde su origen en la hacienda decimonónica donde un señor subordina a la peonada a la vez como fuerza de trabajo, ejército privado y cauda electoral. Ya hacia mediados del siglo XX se nutre de profesionales de la política que medran en provincia y en barrios populares, nichos de poder cada vez más independientes del jefe político. Se pasa de la movilidad social por cooptación a la movilidad por creciente autonomía de líderes y grupos emergentes. Así como los partidos, nuestro clientelismo es policlasista: ni mecanismo de dominación de clase ni prerrogativa exclusiva del vulgo. Porque el clientelismo no sólo redistribuye recursos del Estado sino poder político. Cuando aquel transgrede los salones del Gun Club y del directorio político para instalarse como poder en los bajos fondos, lo resiente la vieja clase dirigente como un desafío.

Otra mutación empezó a gestarse con la Carta del 91. Muchos constituyentes desplegaron cruzada moralizante contra él: asimilaron tránsito de la tradición a la modernidad a tránsito del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras antagónicas simbolizaron la dicotomía entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista – recordaba yo en texto que aquí gloso (“Clientelismo, revolcón y poder político”, Universidad Externado)-. El antídoto, suplantar la democracia representativa con la participativa. En nombre de la sociedad civil, mecánico agregado de hombres libres, se invitó a suprimir las deformidades del atraso: partidos, gremios y sindicatos.

La Constitución del 91 abrió puertas al predominio del modelo de mercado sobre el del capitalismo social y a la supremacía de la democracia liberal sin principio de solidaridad. De la crítica al Estado de partidos se saltó a la sociedad sin partidos, Nirvana de negociantes de todos los pelambres que practican como profesión el asalto al erario y a los recursos del Estado. Se ha degradado la política a actividad instrumental de los negocios, y disuelto la soberanía popular en la libertad del ciudadano-cliente. Territorio donde florece la versión del clientelismo utilitarista que roba votos o los compra en el libre mercado electoral.

A falta de populismo en regla, en Colombia el clientelismo ha sido el sistema. Hemos sugerido aquí aportes suyos a la movilidad y la cohesión sociales. Pero en su deriva actual, ha terminado por acentuar la precariedad ideológica de los partidos y por disparar la corrupción en la política. La alternativa no será restaurar el clientelismo sino repolitizar la política, sobre tres parámetros: modernizarla, democratizarla y vencer la impunidad de la clase política corrupta.

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Choque de ideologías en Salud

Y dele con el sambenito de la ideología. Opositor político, dirigente de EPS, jefe gremial, académico de everfit en regla o caudillo que se respete descalificará desde su propio arsenal de ideas-fuerza la reforma a la salud: proyecto estatizante de inocultable sabor comunista, dirá, se brinca el criterio técnico y financiero que encumbró a este sector en Colombia al podio de los mejores del mundo. Teme Álvaro Uribe el arribo de un “empadronamiento socialista” en afiliación al sistema de salud, la supeditación de las EPS al Estado y augura una explosión de burocracia y politiquería en el sector. Carlos Caballero lo secunda: esta reforma respondería al “prurito ideológico de estatizar”.

Bronco recurso de propaganda que evade los términos reales de la lid: una dura confrontación entre ideas del Estado social que concibe la salud como derecho fundamental inalienable y el refocilado Estado liberal radical que la privatiza y menea la ficción ideológica de neutralidad de la técnica; para no llamarla por su nombre, el lucro, cosechado precisamente por negación del servicio. Se dirime, pues, si las EPS se subordinan al Estado -como sucede en economías mixtas y lo teme el expresidente- o si se sigue subordinando el Estado al bolsillo y a los abusos de las EPS.

Se remonta la disyuntiva a la Constitución misma, que consagra a un tiempo el derecho fundamental a la salud y el derecho de libertad económica en su dimensión de libertad de empresa, como lo registra el muy ponderado estudio de Jaime Gañán, Los muertos de la Ley 100, que aquí glosamos. Estos principios jurídicos -sostiene- entran en colisión, termina por prevalecer el principio de libertad económica que opera como negación de servicios y estalla, por fin, en riadas de tutelas. La tensión entre el derecho social y el derecho económico cristaliza en la ineficacia del sistema.

Si, dos ideologías se enfrentan aquí. La del Estado social, cuyos presupuestos de salud, vida, igualdad y dignidad humana consagra nuestra Carta, por un lado, y por el otro, el derecho de libre iniciativa económica para derivar utilidad privada. Pero si el primero se aparta del socialismo al reconocer el derecho de libertad económica, otorga al Estado capacidad de intervención para regular la economía y presidir la política social. El segundo evoluciona desde la economía liberal ultramontana (con su valor absoluto de libertad económica) hacia la libertad regulada, limitada por los fines del Estado social: el interés general y el bien común. Si la protección de los derechos sociales entra en crisis es porque la Carta del 91 coincide con la entronización del modelo neoliberal, que burla la economía social de mercado del Estado de bienestar.

En el modelo Ley 100 la salud parece ser un bien más de tráfico mercantil que un derecho fundamental: el aseguramiento en salud escala a negocio sin par. Su racionalidad económica, que baja costos para maximizar ganancias, opera por negación masiva de servicios por las EPS. Las tutelas se desbordan. El año pasado registró 114.313 por salud, 58.3% más que el año anterior.

La Ley Estatutaria de Salud de 2016 protocolizó el principio de la salud como derecho fundamental y servicio público esencial. Y la función de dirección del Estado en el sector, enderezada a promover la salud, prevenir la enfermedad y suministrar atención primaria a todos los colombianos. El choque de ideologías se traduce en defensa de la salud como negocio administrado por los grupos financieros, o bien, en su afirmación como servicio público. Se impone un acuerdo razonable que controle la mano invisible del mercado con la mano visible del Estado.

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Por fin, un plan para el desarrollo

No se cansa Petro de sorprender. Logra la reforma tributaria más progresiva en la historia de Colombia, avanza hacia una paz total, inicia la que parecía imposible reforma agraria cooptando a su archienemigo, Fedegán; en la convicción de que la paz se transa entre antagonistas, no entre amigos, integra a José Félix Lafaurie al equipo negociador con el Eln. Y ahora presenta las bases del Plan Nacional de Desarrollo, una mirada estratégica del país anhelado, convertida en grosero agregado de partidas sin jerarquía ni concierto. Presupuesto con pretensiones de plan donde pescaron políticos, funcionarios, contratistas y empresarios a menudo de dudosa ortografía. Este plan, en cambio, sentaría bases para proteger la vida desde un nuevo contrato social enderezado a superar injusticias y exclusiones históricas, a clausurar la guerra, a cambiar la relación con el ambiente, a lograr una transformación productiva sustentada en la ciencia y en armonía con la naturaleza.

Pese a sus alcances, el condensado del Plan no transige con la grandilocuencia. Bajo la batuta de Jorge Iván González, objetivos y proyectos parecen acompasarse para escalar hacia metas tan ambiciosas como ordenamiento del territorio alrededor del agua, seguridad humana y justicia social, transformación productiva y derecho a la alimentación. La sostenibilidad del modelo irá de la mano con la equidad y la inclusión, y con la interacción entre campo y ciudad. Pero dependerá dramáticamente de la capacidad del DNP para coordinar todas las instituciones públicas en función de las transformaciones propuestas, donde el catastro multipropósito cumple papel medular. Para recuperar esta visión de largo plazo, deberá convertirse en centro de pensamiento del país -dice González- y gran articulador de los ministerios: pasar de una visión sectorial a otra de programas estratégicos. Por otra parte, se vuelve a la planeación concertada, privilegiando esta vez el sentir de la comunidad en las regiones.

Un efecto pernicioso del apocamiento del Estado que el neoliberalismo y su Consenso de Washington nos impusieron fue la decadencia de los planes de desarrollo: cercenada la función económica del poder público, trocada en negocio la seguridad social que vela por el bienestar general, privatizadas las empresas del Estado, todo fue jolgorio en el mercado. Se sacrificó el desarrollo  (que reparte la prosperidad) al crecimiento para unos pocos, en la vana promesa de que su riqueza se derramaría un día por gotas de dorado metálico sobre la pobrecía. Nunca llegó ese día.

De ejecutarse este Plan, si al menos despegara en firme, se produciría un sacudón. Volvería el Estado por sus fueros como agente de cambio: en el ordenamiento del territorio, en la transformación productiva del país, en la creación de riqueza y en su mejor distribución. Lo cual supondrá aumento de la inversión pública apoyada en una mayor tributación de los sectores boyantes de la sociedad. 

Mas el Plan no marcharía en contravía del sector privado, sino al paso con él.  Como estuvo al uso durante décadas en la región, con altibajos y vacíos, sí, de no repetir. Pero la fórmula renace en circunstancias nuevas, ahora como contrapartida al modelo diseñado no para catapultar el desarrollo y redistribuir sus beneficios, sino para solaz de banqueros, importadores y mercaderes de ocasión. Ahora se le devuelven al Estado la dirección general de la economía y funciones de intervención bajo los parámetros del capitalismo social. Dice el presidente Petro que sin cambio productivo y sin inversión pública en capital social no habrá desarrollo. Reto colosal que podrá sortearse con los dispositivos del director de Planeación pero, sobre todo, con el empuje de las mayorías que desesperan del cambio. Ha surgido, por fin, un plan para el desarrollo. Enhorabuena.

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La nueva izquierda jubila anacronismos

Hace 20 años llegó Lula a la presidencia de Brasil como candidato del Partido de los Trabajadores; hoy gana en cabeza de una coalición que abarca desde la izquierda socialista hasta la derecha republicana. Su vicepresidente será un hombre de centro-derecha. También triunfaron Petro en Colombia y Boric en Chile mediante alianza gestada en el apremio de salvar la democracia, en sociedades descuartizadas por la dinámica “libertaria” del sálvese-quien-pueda, tierra abonada para mesías sedientos de poder. Nirvana de los Bolsonaro que añoran la dictadura militar, de los neonazis discípulos de Pinochet, de los Rodolfo Hernández que se reclaman prosélitos de Hitler. En su insubordinación ultraconservadora, cooptan ellos el descontento con el establecimiento para terminar por afianzar su arbitrariedad y sus violencias.

En disputa por el favor popular (más turbamulta que fuerzas organizadas) la nueva izquierda ha jubilado sus anacronismos. Ni insurrección armada; ni lucha de clases en cabeza de vanguardias obreras inexistentes o menguadas por la desindustrialización que expande la anárquica informalidad; ni dictadura del proletariado, ni dictadura alguna. En lugar de revolución, democracia y reforma para un cambio sin retorno. Alternativas al alzamiento reaccionario contra el Estado liberal y el capitalismo social-solidario, ornado de patria, dios, familia propiedad y riqueza labrada en el hambre de los más. Viraje medular de esta nueva izquierda, reconfigura la política en la región. Y desafía lo mismo la deriva autocrática de Bolsonaro que las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Esta victoria no es mía -proclamó en su parte de victoria Lula- ni del PT, ni de los partidos que me apoyaron; es victoria de un inmenso movimiento democrático que se formó por encima de los partidos, de los intereses personales y los ideológicos, para que triunfara la democracia. Y su prioridad será, de nuevo, hambre cero: que todos los brasileños puedan desayunar, almorzar y comer. Mas no fue un choque del pueblo con la elite del poder, pues aquel se repartió por mitades entre opciones opuestas: la del cambio, y la de manipulación de la rabia contra el estatus quo, pero no para golpearlo sino para reforzarlo. 

Manes del populismo de derecha, que es antiliberal en política y ultraliberal en economía: de vuelta al individualismo radical y a la libertad económica sin control que deriva en monopolio, destruye a un tiempo el principio solidario que cimenta el tejido social y toda garantía de equidad. En la otra orilla, se pone el énfasis en la igualdad, en el Estado de derecho, en la justicia social. El enfrentamiento será, a la postre, entre autoritarismo y democracia. 

Atomizada la sociedad, debilitados los partidos, hoy se transita en América Latina de la lucha de clases a la lucha entre bloques policlasistas. La izquierda parece haber asimilado por fin el golpe de la caída del muro de Berlín, el desplome de la ortodoxia que irradiaron los partidos comunistas del bloque chinosoviético. La desindustrialización provocada por la apertura neoliberal en estas décadas sumó nuevas barreras a la formación de un proletariado en nuestros países y frustró en el huevo el modelo de partido revolucionario que campeó en la Europa industrializada.

Y sin embargo, el regreso de Lula, el ascenso de Petro y de Boric, entre otros, bebe en la fuente de la socialdemocracia europea. Su versión criolla, depurada por la Cepal, fue fórmula del Estado promotor del desarrollo pero sucumbió a los garrotazos del Consenso de Washington. Antípoda del añoso populismo caudillista que Uribe y Fujimori resucitaron en formato neoliberal, fue calibrada ya cuando Lula sacó de la pobreza a 35 millones de brasileños y convirtió a su país en séptima potencia del mundo. Se sacude la izquierda sus anacronismos.

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Hambre y violencia

He aquí los brazos de la tenaza que este Gobierno apretó hasta desencadenar una crisis social sin precedentes en décadas. Mientras el crimen organizado controla a sangre y fuego territorio y población en la tercera parte del país –como lo probó el paro armado del Clan del Golfo–, en Medellín, segunda ciudad de Colombia, parece cogobernar con las autoridades, y el gran capital hace la vista gorda. En grosera concentración de la riqueza que se traduce en una o dos comidas diarias para el 30% de los paisas, la cúpula del empresariado antioqueño alardea del “milagro” de Medellín. No oye la balacera de combos y organizaciones armadas que así someten a las comunidades desde su propio seno. Ni registra el viraje en boga de grandes corporaciones que en el mundo amansan el orgiástico principio de la ganancia a toda costa y se proyectan hacia un capitalismo social. Es en la desigualdad y en la penuria donde fructifica la violencia. Se sabe. Los investigadores Alcides Gómez, Hylton y Tauss describen el paradójico sistema que genera, por un lado, pobreza a escala industrial y, por otro, capitalismo desenfrenado. Gestión institucional moderna y dominio del crimen organizado. Coexistencia de dos formas del capital: una lícita, otra ilícita.

Mas no se contrae el caso a Medellín. El paro del Clan del Golfo, escribe Gustavo Duncan, fue demostración de fuerza de quienes gobiernan de facto en más de una región, y de la incapacidad del Gobierno para apersonarse de la seguridad. Abundan los armados que controlan territorios enteros y a su gente mediante milicias que vigilan e imponen su ley con puño de hierro. Para revertir la situación, no sirve ya el modelo de derrota militar de un ejército insurgente. Ahora se trata de desmantelar estructuras armadas vinculadas al crimen que viven en el seno mismo de la comunidad y guardan el orden interno. Se impone, dice Duncan, un trabajo de inteligencia para judicializar a los facciosos y un despliegue de fuerza pública por el territorio entero que ofrezca protección y garantías a la población.

Para Gómez et al, el cambio en Colombia tendría que empezar por Medellín, asiento de una élite económica poderosa y de mafias que a menudo cogobiernan con la administración municipal. Aquí el capital ofrece niveles extremos de concentración. Han perpetuado sus agentes el poder mediante el control de la política, de autoridades públicas, de regímenes jurídicos, de derechos de propiedad, de la política económica. El GEA (Grupo Empresarial Antioqueño), gobierno de facto no elegido e inamovible, representa hoy el 7,1% del PIB nacional y paga impuestos irrisorios, mientras la precariedad impera en todas las comunas que rubrican con su hambre el “milagro de Medellín”. Contraste violento que es fuente de desigualdad y caldo de cultivo para el reino de la ilegalidad. Por su parte, las mafias organizadas en torno a la Oficina de Envigado –agregan nuestros autores– supervisan la vida cotidiana de la gente en media ciudad; cierran vínculos con la autoridad, con la política y con el mundo de los negocios, financiando alguna campaña y lavando dinero de la droga.

De candidatos para el cambio se espera la solución: depositar en el Estado el monopolio de la fuerza y de la ley. Pero, además, combatir el abandono y la miseria en los que la violencia y el crimen germinan, transformando el modelo de desarrollo. Saltar del rentismo y la especulación –religión del privilegio– a la producción intensiva en el campo y a la industrialización, catapultadas por la aplicación en ellas de ciencia y tecnología. Su efecto probado en 70 años de Estado social: redistribución decorosa del ingreso y tasas crecientes de empleo formal. Empezando por conjurar el hambre y el recrudecimiento de la violencia, vergüenzas sólo dables en regímenes despiadados como éste que Duque impuso.

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