“Da más la política que el narcotráfico”

La frase, de un congresista en prisión, alude a una realidad abrumadora: se ha pasado en Colombia de la cruda incursión del narcotráfico en elecciones a la corrupción política como profesión. Se asimila el reino de la ilegalidad al negocio de la política, mientras hombres de negocios proceden como mafias. Los comicios son cada vez más una feria en mercado libre de inversión y de lucro, de lavado de activos y asalto de piratas que pasan por políticos a los recursos del Estado. Ideas, pocas o ninguna; es el poder por el poder, por el erario. A dentelladas. Lo que alarma ahora es que el fenómeno pueda penetrar en su antípoda moral: en la fuerza contestataria representada por el hombre que encaró la parapolítica, con riesgo de su propia vida, y que hoy encarna los anhelos de cambio. 

Artífice de este azar, su propio hijo. Deslumbrado por los fuegos de artificio que rodean el ascenso de sectores que reclaman su parte en el poder -a menudo desde el delito y el crimen- resulta Nicolás Petro sindicado de lavado de activos y enriquecimiento ilícito. Revela, además, financiación ilegal en la campaña del presidente. Sin pruebas para querella judicial, el daño es político: estocada directa a la yugular, desestabiliza al Gobierno y compromete su proyecto reformista. El presidente Petro está obligado a pasar de la presunción de inocencia a demostrarla. Tendrá que demostrarla por honor, y apuntando a menguar la marcha de la fronda que menea cada día nuevos pretextos para tumbarlo.

Agranda ella errores del reformador -por serlo- mientras sigue echando tierra a las vergüenzas de sus antecesores. No defenestró a Uribe por encontrarse su bancada incursa en parapolítica (narcotraficantes, políticos y empresarios en llave); ni porque corriera la ruidosa bola del enriquecimiento de sus hijos por favores del poder. Tampoco movió un dedo para emplazar a Duque cuando se sindicó a su campaña de recibir dineros del narcotraficante Ñeñe Hernández; ni cuando, suvenir de despedida, enterró la Fiscalía la investigación.

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde el proceso 8.000, afirma Gustavo Duncan; no es el mismo río, pues ha cambiado la relación entre narcotráfico y política. El cartel de Cali aportó directamente a la campaña de Samper. Pero con la desmovilización de las AUC y las Farc, reyes del narcotráfico, los armados se desplazaron hacia la periferia y se fortaleció en su lugar el poder político de un sector económico enriquecido en el negocio: lavadores, contratistas del Estado, contrabandistas, políticos corruptos colonizaron franjas enteras del poder público y minaron la democracia. Conforme perdían poder los armados y las mafias,  agencias del Estado y sus recursos se volvieron fuente privilegiada de riqueza. Ahora son empresarios especializados en contratación pública, en lavado de dinero y contrabando quienes financian las campañas, explica Duncan. Mil indicios y sospechas de tratativas con la corrupta Odebrecht salpican a los expresidentes Uribe, Santos y Duque.

Parte de la nueva capa social se integra a las elites desde su ilegalidad de origen, así como el narcotráfico movió su mercancía por la red de vías que los viejos contrabandistas habían trazado desde hace casi un siglo. Aventureros que en Antioquia, verbigracia, alcanzaron prestancia parecida a la de los paladines de la industria. ¿Ninguna distancia crítica? ¿Rige para todos la misma identidad ética edificada en la exaltación del enriquecimiento personal a toda costa?

Si equidad y democracia han de ser parales del acuerdo nacional, tendrán ellos que afirmarse en la profilaxis de la política. Y esta debería empezar por aplicar  sanción jurídica o social a los hijos del Ejecutivo que hayan abusado de su condición de privilegio.

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Hambre y sangre

Como en los países menesterosos del Tercer Mundo, sucede en éste, el segundo más desigual del continente. Al tiempo, tuvieron que cantarlo 8 oficiales del Ejército a instancias de la JEP en Dabeiba para derrotar el negacionismo de los responsables políticos del genocidio encarnado en 6.402 asesinatos de civiles presentados como bajas de las Farc en la guerra contra ellas. La mayoría en el Gobierno Uribe, supuestamente a instancias del general Montoya, excomandante del Ejército que, según los comparecientes a la audiencia, exigía litros, carrotanques, ríos de sangre. Muertos, como fuera.

Huevos incubados en el mismo nido -falsos positivos y hambre por marginalidad, corrupción y despojo de tierras- parecen retocar un lienzo común: el formato de la violencia como sistema, tan caro al añoso poder hacendario que, cuando no vistió de paternalismo sus crueldades, las desnudó sin pudor. Que, a fuer de guerra contrainsurgente, contrajo a bala su política de seguridad, ejecutó una contrarreforma agraria a muerte y, allí donde más se ensañó, disparó el hambre. El hambre, hija del desempleo, de la informalidad, de la precariedad del ingreso o de su falta absoluta. Hija del asalto a bienes públicos y fundos campesinos por las gavillas más avezadas de la gente de bien.

Tras la muelle indolencia de los apoltronados en el sistema de abuso y privilegio que se asume como sino natural, escurren el bulto los responsables últimos de falsos positivos. Por cobardía, por miedo a la verdad y al castigo. A la verdad develada en Dabeiba ante sus víctimas: los falsos positivos no fueron hecho fortuito de algún díscolo uniformado; fueron estrategia oficial, sistemática de  Seguridad, política institucional de un Gobierno que encarnaba a un tiempo la jefatura suprema del Estado y de las Fuerzas Armadas. Si no penal, ¿le cabe responsabilidad política, aunque se diga ahora “traicionado” por sus subalternos? “No éramos ruedas sueltas, había una jerarquía de mando”, declaró el sargento Ochoa. Con idéntico criterio de cadena de mando acaba de imputar la JEP a 10 miembros de las Farc como “máximos responsables (del secuestro de 144 personas) por su liderazgo y ostentación de mando”.

Agudización de la pobreza, con sus secuelas de hambre y exclusión, resultó de la masiva expropiación de la pequeña propiedad rural en la Costa Caribe. En particular en los departamentos de Córdoba, Sucre y Bolívar que hoy acusan los peores índices de la FAO, y la incontenible expansión de la hacienda ganadera. Fueron ellos epicentro del sangriento proyecto político, militar y económico del paramilitarismo y de su brazo desarmado, la parapolítica. Formidable fuerza de apoyo de la ultraderecha que se pavoneaba en el poder del caudillo, parte sustantiva de cuyo ejército hacía la vista gorda ante el despojo y sumaba cifras de “bajas guerrilleras”: de falsos positivos.

El programa Hambre Cero sólo alivia si se ejecuta al punto, con subsidios y creación inmediata de empleo juvenil. Atacar sus causas será estrategia de mediano y largo plazo.  Sobre falsos positivos, la comentarista Shirley de este diario señala que estamos ante la monstruosidad de un genocidio. Para esclarecerlo pide identificar a sus determinadores: ”No queremos venganza ni odio -remata- sólo justicia, ya, para mañana es tarde”.

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De caudillos y partidos

Prevaleciendo sobre los partidos, las masas se toman las calles; unas en  defensa de las reformas, otras en contra. En legítimo derecho de expresión colectiva, evocan ellas no obstante una deriva inesperada de 1991: la democracia refrendaria –vecina de la autocracia– que Uribe llevó a su apogeo y que parece tentar a Petro. El presidente busca avivar la iniciativa del Gobierno y dibujar mejor la personalidad de su Colombia Humana, en sintonía con la explosión social que desnudó desigualdades inauditas nunca resueltas. Esta le dio a la polarización política categoría de polarización social, y no faltó en la derecha quien denunciara consternado “el nacimiento de la lucha de clases”. Mientras propone Petro “reforma laboral para más estabilidad en el trabajo, pensional para que ningún viejo muera en la calle, de salud para volverla derecho real”, se estampa la oposición en la frente el inri de enemiga del cambio que el pueblo pide.

Pero advierte el editorialista de El Espectador contra la peligrosa tesis de que el triunfo de Petro en las urnas significa la refrendación de sus reformas. No. La democracia, dice, no es una carta blanca. El Gobierno cumple con presentar las reformas prometidas y el Congreso las aprueba, o no. Petro es presidente de todos los colombianos, no sólo de los que votaron por él. Y así ha procedido hasta ahora: formó Gobierno de coalición y empezó a negociar con las EPS la reforma a la salud, como negoció la tributaria.

Cruda paradoja arroja la Carta del 91, pues a veces provoca efectos contrarios a su prospecto original. Quiso la democracia directa y ésta se deformó en el ardid del Estado de opinión; en democracia plebiscitaria afincada en un caudillo, azarosa receta que en más de un país dio lugar a la dictadura. Quiso abrir el compás a nuevas opciones políticas y logró la Onic; mas el efecto de bulto fue la atomización de los partidos en una riada de microempresas electorales construidas alrededor de figurines sin ideas. Hoy son federaciones de poderes locales sin cohesión programática, a menudo salpicados de corrupción. De los partidos como factor de cohesión en la sociedad colombiana casi nada queda. Y en ese vacío floreció el caudillismo. 

Y, sin embargo, estos partidos y movimientos políticos encarnan la democracia representativa. Por remota que parezca la reforma política, su designación en las urnas los unge como representantes del pueblo en el Congreso, escenario por antonomasia de la deliberación política, la decisión legislativa y el control del gobernante. La movilización callejera complementa la acción parlamentaria, no la sustituye.

Aleccionadora la embestida caudillista que cada tanto muestra sus orejas. Álvaro Uribe se montó, como en su mejor potro, en ideólogos del 91 que denostaban cuanto dijera de organización en la sociedad. Mucho le sirvió aquella ofensiva contra el Estado, a fuer de lucha contra la politiquería; contra partidos, sindicatos y órganos de representación política, las instancias mediadoras del constitucionalismo liberal. Minimizado el Estado, desactivada la sociedad, brotaría el caudillo, mentor de la receta falaz: “necesitamos más Estado de opinión, dijo, en el cual la instancia judicial pueda ceder a la instancia de la gente”. (Del Escritorio de Uribe, Icla, 2002).

Quiera Petro empujar la reforma que devuelva su fuerza a los partidos, canales cimeros de expresión organizada de la ciudadanía. Y él mismo, en vez de caer en la tentación del caudillismo, aplicarse a la organización de sus huestes en partido. Sabrá, claro, que no basta con agitar reformas, que es preciso organizar a la gente en torno a ellas. Pasar de la revuelta social a un programa político sustantivo de cambio, como lo propone Daniel Pécaut. Saltar del caudillo al jefe de partido. Si no, la movilización popular será flor de un día.

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Venganza ciega contra un valiente

Elevada la hipocresía a política de Estado, la satrapía de Guatemala la resuelve en asonada judicial, y la caverna uribista, en lenguas de fuego inquisitorial. La víctima, Iván Velásquez. El valiente que destapó en ese país la podredumbre del poder en funciones y, en Colombia, el engendro de la parapolítica. El presidente Pérez Molina, su vicepresidenta, siete ministros, media centena de diputados y prohombres de la sociedad fueron sentenciados a prisión por corrupción, mientras el pueblo manifestaba júbilo en las calles. Aquí, la indagación que lideró el entonces magistrado de la Corte Suprema, Velásquez, involucró a 130 parlamentarios y 50 de ellos terminaron tras las rejas por complicidad con los héroes de la motosierra. Casi la bancada en pleno del presidente Uribe, su primo Mario a la cabeza.

Todo el poder del poderoso líder se vertió contra el hombre que levantaba la tapa de la alcantarilla y había ya descubierto en el parqueadero Padilla de Medellín el entramado de mil hilos que invadía territorios enteros de la política y del empresariado. Después fue Troya: se extendieron hacia el magistrado y hacia la Corte Suprema los dispositivos de persecución a la oposición legal, tenida por terrorista. Entre otros el DAS, órgano dependiente de la presidencia que entregaba pilares de la seguridad del Estado a las mafias del narcotráfico. Para no mencionar el grosero montaje que desde el poder supremo se urdió contra Velásquez, a instancias del tenebroso Tasmania, que frecuentaba la Casa de Nariño.

A voces agrias, acaso en memoria del abuelo, blande Enrique Gómez la espada y convoca la hoguera para este símbolo continental del coraje contra la impunidad: que renuncie, pide, que “deje el descaro”. Hace décadas lo persigue Álvaro Uribe: el 19 de octubre de 2017 escribió que Velásquez, “afiliado a la extrema izquierda, corrompió a la justicia colombiana, debería estar preso”. Venía de escribir que estaba ya “pasado de que lo expulsen de Guatemala, su militancia pro terrorismo guerrillero es contraria a la lucha contra corrupción”. Y ahora lamenta la inconsútil Paloma el ascenso de un “lobo” al gabinete: un “enemigo acérrimo del partido y del jefe del partido de oposición como ministro de Defensa no es sólo un desafío; es una amenaza”

Si la campaña de Iván Velásquez en Colombia concitó el aplauso de sus compatriotas y del mundo, no menos reconocimiento le mereció la ejecutada en Guatemala; y explica el ánimo de venganza que en ambas derechas medra. Como que 35 jueces y fiscales guatemaltecos padecen exilio, y el galardonado periodista Rubén Zamora está preso por falsos cargos. Como jefe de la misión de la ONU que emprendió la investigación, Velásquez pidió juzgar al presidente mismo de la nación, Jimmy Morales; demostró que el excandidato presidencial Manuel Baldizón sobornó a Odebrecht, y recuperó los dineros girados. El fiscal Curruchiche, que hoy acusa al colombiano, anuló esas decisiones y fue incluido por Estados Unidos en la lista Engel de corruptos. Hoy funge como encubridor del presidente Giammattei, quien pagó cárcel por resultar implicado en una masacre de narcos ejecutada para proteger a mafias de la elite.

Si descabellada la acusación de Guatemala, ésta entró en barrena con el pronunciamiento de la ONU sobre vigencia de la inmunidad concedida al colombiano cuando lo designó jefe de la Comisión contra la Impunidad en Guatemala. Pese al respaldo adicional de la Unión Europea, de Human Rights Watch y del Departamento de Estado, nuestra temeraria ultraderecha porfiará con febril impaciencia en trocar al héroe en villano. Mas, fiel a su carácter, la víctima replica: “conocemos al monstruo, lo hemos visto muy de cerca y desde diferentes trincheras lo hemos combatido. Sabemos cómo se transforma y los métodos que utiliza, pero no nos atemoriza”.

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Falsos positivos: de pájaros y escopetas

Para salvar la cara cuando su partido abre campaña electoral de mitaca, el expresidente Uribe hace de la historia una caricatura. Caricatura macabra esta vez, para convertir a las víctimas en victimarios. “Los falsos positivos -escribe paladinamente- parecieron una estrategia para deshonrar la Seguridad Democrática y afectar a un Gobierno que había conquistado cariño popular”. Las 6.402 ejecuciones extrajudiciales certificadas por la JEP para el período en que Uribe gobernó (la más pavorosa atrocidad de la guerra que campeaba) habrían sido un simple ardid de sus detractores políticos. Y, por extensión, de la Colombia y del mundo que registraron horrorizados la matanza. A su lado, otras políticas de aquella Seguridad: las de crear una red de un millón de informantes civiles y, a cuatro años, un contingente de cien mil soldados campesinos de apoyo al cuerpo profesional. Medidas que tributaron al despliegue del paramilitarismo, al asesinato de inocentes para presentarlos como bajas en combate; y abrieron puertas a la guerra civil, a la irrupción de la población como protagonista de la guerra.

Confeso responsable de falsos positivos, el coronel (r) del Ejército Gabriel Rincón declaró que la exigencia de mostrar resultados en bajas respondía al imperativo del comandante del Ejército de acopiar “litros de sangre, tanques de sangre”. “Por tener contento a un Gobierno”, adujo el cabo Caro Salazar, cabía todo, aun la alianza con paramilitares. Dos coroneles describieron la acción de “una verdadera banda criminal” en el seno de la Brigada 15 que ellos comandaron. El 25 de julio pasado imputó la JEP a 22 militares más por la comisión de falsos positivos, por los cuales la justicia había ya condenado a otros 1.749 uniformados. Para Jacqueline Castillo, vocera de Madres de Falsos Positivos, las revelaciones de la JEP “prueban que la Seguridad Democrática fue una política criminal (…) sistemática y generalizada, bajo el ala de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios para quienes entregaran resultados macabros”.

Y sí, sólo en el primer año del Gobierno Uribe aumentaron estos crímenes 138%, dice La Pulla, y entre 2004 y 2008 se presentó el mayor número de falsos positivos en el país. A la cifra fatal, que escandalizaría aun a las dictaduras del Cono Sur, llegó la JEP contrastando fuentes oficiales y no oficiales: de la Fiscalía, del Centro Nacional de Memoria Histórica, de la Coordinadora Colombia-Europa-Estados Unidos. La JEP registró confesiones, contrastó fuentes y verificó los hechos. Ninguna autoridad jurisdiccional del país o del mundo ha cuestionado este resultado.

La red de informantes de marras derivó en abusos y detenciones arbitrarias a granel; y el programa de soldados campesinos expuso a las comunidades a nuevos riesgos en el conflicto. Primer efecto, se dispararon los falsos positivos. Integrada por civiles  remunerados y con instrucción militar, pronto la primera dio lugar a las Convivir, matriz del paramilitarismo. Mimetizados en la entraña misma de la comunidad, los soldados campesinos cumplirían de preferencia labor de inteligencia: reportarían movimientos de extraños. La estrategia apuntaba, como en la Rusia de Stalin y en la Italia de Mussolini, al apoyo de la población al régimen. Ya escribía Antonio Caballero que el fascismo está menos en la represión que en el entusiasmo generalizado por la represión.

A los falsos positivos, a la red de informantes y de soldados campesinos se sumó la transformación del DAS en órgano presidencial de espionaje a la oposición y de persecución a la Corte Suprema que juzgaba a la parapolítica. En todas las aristas de la Seguridad Democrática mandaba El Supremo, desde arriba. La queja que Uribe emite hoy evoca la parodia de los pájaros que disparan a las escopetas.

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