En Colombia, un capitalismo hirsuto

Motivo “reestructuración”, El Colombiano prescindió del columnista Francisco Cortés Rodas en el día del periodista. Al parecer, no tolera ese periódico la opinión libre sobre verdades que violan su intimidad con los grupos de poder en Antioquia. Piedra de escándalo habría sido la columna que el catedrático tituló “El capitalismo paraco y los empresarios honorables”.

Nuestros grupos capitalistas –escribió él– no son moralmente virtuosos. Aquí se desarrolló también la fórmula extrema de un capitalismo sin ley ni orden que podrá llamarse “Capitalismo paraco”; con apoyo de los Gobiernos de turno y gracias a una alianza entre paramilitares, narcotraficantes, políticos y “honorables empresarios”. Uno de ellos –dice– es José Félix Lafaurie, denunciado de tales vínculos por el dirigente ganadero Benito Osorio, cuya revelación reafirma Mancuso: para él, la de Fedegán y AUC  fue una “alianza gremial, política y militar de alcances que la sociedad colombiana aún no ha llegado a imaginar”. Entre otros, un sangriento proceso de apropiación de tierras.

Hay capitalismos de capitalismos, argumenta Cortés. En Antioquia floreció uno “virtuoso” construido mediante estructura empresarial de propiedad cruzada llamado GEA. Virtuoso sería porque ha generado empleo y mejorado la calidad de vida. Un capitalismo benévolo, inscrito en la línea de la filantropía moderna, pese al pecadillo de Argos que compró con ventaja tierras de campesinos en situación de desplazamiento. Pero filantropía es caridad, no justicia social. Se pregunta el columnista si benévola será la fórmula corporativa que al GEA le permitió usar una empresa pública como EPM para sus propios intereses. Para mantenerse y expandirse, este capitalismo se habría valido de la razón y de la ley, pero también de la fuerza, la violencia y la apropiación de bienes ajenos. Excesos propios de su natural voracidad, que demandan una transformación del orden político y económico capaz de regular el capitalismo y redistribuir la riqueza.

Para Juan Manuel Ospina (El Espectador enero 28), el discurso liberal del dejar-hacer mueve a grandes empresas que terminan por destruir las instituciones del capitalismo de libre mercado. En la base del fenómeno, el desplazamiento del poder de los accionistas –los dueños de la empresa– a sus administradores  que, empoderados, cambian las prioridades: reparten una pizca de utilidades entre los accionistas e invierten el grueso, no en creación de nuevas empresas sino en la compra de otras ya existentes. “Es –señala Ospina– un capitalismo más de concentración que de creación de capacidad productiva, donde el capital financiero es actor central”. El GEA es una variante de este modelo, con una particularidad: un grupo de empresas de propiedad cruzada, florecientes, y con acciones en la bolsa (las de sus accionistas) subvaluadas.

Marcadas ya por el crimen, ya por el despotismo empresarial, armonizan estas dinámicas del capitalismo en Colombia con las políticas de los Gobiernos, y mucho desemboca en violencia, exclusión y hambre. Dígalo, si no, la más reciente revelación sobre inseguridad alimentaria que en el país alcanza al 54,2% de los hogares, 64,1% en el campo. Debido, en parte, a la franciscana asignación de recursos al agro que, cuando la hay, va a parar a la gran agricultura empresarial de materias primas, no al campesino que pone más de dos tercios de los alimentos en la mesa de los colombianos. Debido, también, a la importación masiva de alimentos que el país puede producir.

Boyantes en el dejar-hacer de los Gobiernos, al lado del patrón que asocia a gremios (de ganaderos, de palmeros) con paramilitares y políticos, el modelo GEA marcha vertiginoso hacia el monopolio, la privatización de lo público y el abuso de poder. He aquí las dos patas del capitalismo hirsuto que nos asiste.

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Duque: pistola a la reforma rural

Este presidente recibe un país con el mejor acuerdo posible de paz e índices de violencia política reducidos, y lo devuelve en guerra. Las crueles imágenes de comunidades asediadas por grupos armados y de desplazados por decenas de miles han vuelto a copar pantallas y páginas de prensa. Para no mencionar los cientos de masacres, de líderes sociales y reinsertados asesinados que la costosísima Fuerza Pública no impide, pese a la patética locuacidad de sus comandantes. Ni seguridad para los reinsertados ni solución al conflicto por la tierra que alimenta la guerra. En fallo sin antecedentes, la Corte Constitucional emplaza al Gobierno por “violación masiva del Acuerdo de Paz” y le ordena cumplirlo integralmente. Naciones Unidas y la CIDH se unen al clamor, mientras la FAO advierte que Colombia se halla en riesgo inminente de inseguridad alimentaria: poblaciones enteras no podrían acceder a alimentos, entre otras razones, por eludir la Reforma Rural pactada con el Estado en el Acuerdo de Paz: distribución, formalización y restitución de tierras andan en pañales. Denuncia el exministro Juan Camilo Restrepo “un déficit presupuestal gigantesco para atender los cometidos del posconflicto”.

Corolario de esta eficientísima abulia hacia la paz en el campo, el silencio del presidente Duque, de su Gobierno y su partido, ante el escándalo que toca a uno de sus dirigentes, José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, por presunta complicidad con paramilitares que en los 90 despojaron 4.000 hectáreas en Urabá y Córdoba, y decapitaron con motosierra a quienes presentaron resistencia. En confesión de la verdad ante la JEP, el exgerente del Fondo Ganadero de Córdoba, Benito Osorio, comprometió a Lafaurie con paramilitares como Mancuso y con generales condenados por asesinato como Rito Alejo del Río. Osorio fue sentenciado a prisión por expropiación de tierras en asocio de paramilitares.

Pero el caso pertenece apenas al último capítulo de una saga centenaria escrita con sangre: es el capítulo de la contrarreforma agraria agenciada por la troica de paramilitares, gamonales y políticos que, tras sus revelaciones en Justicia y Paz, debuta ahora en la JEP. Se comprenderá por qué ha querido el uribismo destruir el tribunal de justicia transicional. En la entraña de nuestra historia medra una minoría que acapara la tierra, paga impuestos irrisorios o ninguno, usufructúa la inversión pública que besa sus predios y engorda en el modelo predominante de tierra sin hombres y hombres sin tierra. Bloqueada la modernización en estos lares, sin Estado, sin tierra, sin trabajo, desfallece la vida del campesino y hierve el conflicto social. 

Salomón Kalmanovitz presenta ejemplo al canto: la hacienda El Ubérrimo es  tierra potencialmente agrícola dedicada a ganadería extensiva. Son 1.500 hectáreas urbanizables, valorizadas con riego y drenaje a cargo del Estado, su dueño la declara por 17 veces menos de su valor comercial. No valdría, según nuestro analista, $8.600 millones sino $165.000 millones. En consecuencia, tampoco debería pagar $178 millones de impuestos.

La derecha dio siempre en la flor de calificar como sovietizante cualquier intento de expropiación con indemnización por su valor comercial de tierras inexplotadas. Política típicamente liberal que en toda Europa y en Japón se aplicó sin anestesia, coco de las élites que mandan en éste nuestro país, el más conservador del continente, el de mayor concentración de la propiedad agraria.  Sovietizante les pareció la Ley 200 de López Pumarejo, y desataron la Violencia; la de Lleras Restrepo, y la sepultaron en Chicoral. Sovietizante les parece cualquier alusión al recurso legal ratificado aun por la Ley 60 de 1994. ¿Cómo prevalecen ellas, pues, por encima del sentido común y de la historia? Haciéndole pistola a la reforma rural.

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Duque rural: bombos, platillos y humo

Propaganda. Ruido en el vacío.  Con amplio titular registra un diario otra de las que parecen ser argucias del presidente para presentar como gran transformación rural algún salvavidas de opinión enderezado a resarcir su imagen, récord de deshonra en la historia de Colombia. Es un plan de política social e infraestructura básica, dice,  inspirado en el Acuerdo de Paz (que él ha devastado), pero sin previsión financiera ni instrumentos de ejecución. Y, sobre todo, riguroso en eludir, precisamente, los problemas estructurales del campo: el patrón de tenencia de la tierra, el uso irracional del suelo, la violencia que se descarga sobre la población campesina, la cosecha de horrores que el conflicto le heredó. Salva Duque el modelo que bloquea la modernización del agro y eterniza el despotismo de la fuerza más reaccionaria del campo. Ufana en su victoria sangrienta sobre ocho millones de víctimas y siete millones de hectáreas usurpadas a fusil o en notaría, preserva ella a dentelladas sus dominios en el poder.

Ni revolucionarias, ni confiscatorias, iniciativas hay; pero la élite no las ve porque, juntas, cambiarían la fisonomía del campo: una de Naciones Unidas (PNUD), otra de la Misión Agraria y la del Acuerdo de Paz. Coincide esta triada en recuperar la noción de desarrollo modulado desde el Estado, que los antojos del mercado sepultaron desde 1990. Y en reconocer que la paz pasa por resolver el conflicto agrario. En su último libro, Una Ruralidad Posible, las recoge Absalón Machado como política integral para el campo que recupere el tiempo perdido y reconstruya lo que el conflicto destruyó.

El modelo de tenencia y uso de la tierra es obstáculo formidable para el desarrollo del campo, signado por una concentración de la propiedad casi única en el mundo, por proliferación del minifundio y miseria. Problema histórico agudizado en las últimas décadas por el despojo y el desplazamiento violento a manos de narcos y paramilitares, frecuentes aliados del notablato político y empresarial. A ello se suma el uso irracional del suelo, donde el latifundio improductivo y la ganadería extensiva reducen la explotación agrícola a un mínimo de las tierras aptas para cultivar. El 81% de las fincas tiene menos de 10 hectáreas y sólo ocupa el 5% del área en producción. Y el privilegio fiscal de los señores de la tierra, que pagan impuestos irrisorios, o ninguno, gracias a que catastro no hay o renguea. Ilegalidad en la adquisición de la gran propiedad e informalidad en la pequeña son los pilares del régimen de propiedad en el campo.

Declara el exparamilitar Pitirri que la contrarreforma agraria mediante desplazamiento y despojo fue un plan premeditado: unos iban matando, otros iban comprando, y los últimos iban legalizando. A la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras contrapone la precandidata del CD, María Fernanda Cabal, otra que neutraliza su efecto devolutivo, mientras los llamados ejércitos antirrestitución muestran sus fauces y muchos de los líderes sociales asesinados son voceros de reclamantes de tierra. También ayudó Cabal a hundir la ley que creaba la especialidad agraria, enderezada a validar jurídicamente procesos de restitución, asignación y formalización de tierras. Lucha de la clase en el poder contra la clase abatida del sistema.

Distribuir la tierra en función del desarrollo, la productividad y la equidad; reconocerle al campesino derecho a la vida, a la dignidad y al ejercicio de la política; sustituir cultivos ilícitos por proyectos productivos. En fin, cambiar el orden edificado sobre el despojo y la violencia, prerrogativa de los de siempre, por un plan de desarrollo rural de largo aliento. Modesto reformismo liberal que, en país avasallado por la caverna, resulta desafiante. Por eso buscan aturdirlo con fanfarrias de grosera altisonancia.

 

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Seguridad: ¿militarismo o Estado social?

“Una cosa es que un miembro de un grupo criminal haga disparos al aire o que un bandido haga una acción de sicariato, y otra, que haya control territorial de un grupo criminal”, declaró Daniel Palacio, ministro del Interior, en alusión a la tragedia de Buenaventura. “¿Dónde vive usted, señor ministro, en Bogotá?”, le replicó Leonard Rentería, líder comunitario en el puerto; “qué diablos sabe usted de la realidad que vivimos nosotros… ¿serán meros disparos al aire para crear zozobra cuando llevamos 30 muertos en un mes?”

A poco, se alargaría en el puerto una cadena de 80.000 personas al grito de paz y soluciones integrales a una crisis que es  social; más allá del repetido y fugaz refuerzo de uniformados, tan ineficaz como engañoso: al joven artista Deiner Castillo lo acribillaron a metros de policías que nada vieron, nada oyeron ni se mosquearon. Vana estrategia de seguridad anclada en una grosera simplificación de la realidad, que conduce a dos falsos supuestos: uno, que todo se reduce a narcotráfico; dos, que las víctimas (cientos de líderes sociales asesinados y de ciudadanos masacrados) son narcos o aliados suyos. Siniestra caricatura que coopta Diego Molano, ungido de los hados como jefe de las armas por haber nacido en hospital militar. Ni miseria, ni desempleo, ni falta de escuela o de hospital, disparadores de violencia en campos y ciudades. Para Molano todo se finca en el narcotráfico, el combustible de la violencia. A fumigar, pues, a meter en un mismo saco al pequeño cultivador de coca y al jefe del Clan del Golfo; a eliminar, en la paz de los sepulcros, obstáculos humanos a los negocios que en la guerra medran.

Buenaventura es hoy tal vez el caso más alarmante de la violencia que se replica, con diferencias de matiz y de grado, en cientos de municipios. Azorado debió de quedar el Presidente con el demoledor informe de Human Rights Watch: el aumento de estos crímenes, dice, “representa un fracaso para el Estado colombiano (incapaz de prevenirlos), investigarlos a fondo, desmantelar las mafias  y los grupos irregulares armados que están detrás de los asesinos, y reducirlos”. Juzga lenta y deficiente la respuesta del Gobierno a la masacre de líderes sociales. Éste condena los hechos y anuncia medidas que no toma. Despliega militares pero no protege a la población ni aborda sus problemas. No da con los autores intelectuales de la matanza ni desmantela los grupos armados que la ejecutan. No implementa esquemas de protección colectiva, ni atiende a derechas el sistema de alertas tempranas. Reduce a su décima parte los recursos de los cuerpos especializados para neutralizar los crímenes.

Sostiene Camilo González, director de Indepaz, que soluciones contundentes no habrá sin identificar los patrones de esta macrocriminalidad hoy reavivada. No es el narcotráfico su motor exclusivo, juegan también intereses en  explotación de oro y maderas, conflictos por la tierra y por la preservación de territorios étnicos. El postconflicto no respondió a tiempo a la violencia que venía de atrás y en ella se reacomodan ahora muchos grupos armados, a los que guardias indígenas y juntas comunales que protegen sus tierras les estorban. Entonces matan a los líderes. Para González, el Gobierno se equivoca: en lugar de una estrategia de guerra al narcotráfico como elemento articulador de la seguridad del Estado, debería propiciar una presencia integral del Estado social e implementar los acuerdos de paz.

Acaso rendido al capricho del gatillo (héroe de la “seguridad democrática”) pierde este Gobierno el foco del problema. Al abandono social, caldo de cultivo de la violencia, responde con militarismo rampante. Y uno se pregunta: ¿serán niños jugando a soldaditos de plomo o tiranos en ciernes obedeciendo al grito de “¡plomo es lo que hay!”?

 

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¡Peligro, la minga hace política!

Les quitan la vida, les roban la tierra y ahora quiere la caverna hurtarles también el espacio político a los indígenas, arena del poder que las élites consideran patrimonio suyo, exclusivo. Atropellando su derecho a reclamar vida, paz, democracia y territorio –motivos típicamente políticos–, el Gobierno y sus validos invaden a gritos la escena para desconceptuar a la minga y solapar la amenaza de molerla a palos. O a bala.

Dizque por sospechas de que alberga en su entraña guerrilleros. Por la “infamia” de atentar contra la reactivación de la economía, diría Mac Master, aunque ésta no toque a los millones de hambrientos y cesantes. Por desafiar al virus, que el Gobierno dejó desbordarse al depositar en las glotonas EPS semejante reto de salud pública: el sistema privado ha engavetado 70.000 pruebas de covid. Por la impudicia de buscar diálogo directo con el Presidente. Por tener la minga carácter político, no reivindicativo, un pecado mortal para la ministra del Interior. Por la diabólica aspiración de llegar al poder para instaurar el socialismo, como sagazmente se lo pilla Él, perdonavidas favorable a la masacre humanitaria (¿) cuando de terroristas –de no-uribistas-se trate. Por no ser los mingueros egresados de la Sergio Arboleda.

Tras el lucimiento de la minga que dejó a la derecha con los crespos hechos, puso Duque los pies en polvorosa. Quedó su pusilanimidad expuesta a plena luz. Y confirmado que la vieja historia de exclusión de los “otros” (opositores, librepensadores, minorías o mayorías silenciadas) se reedita hoy en charada. Ahí están, para no ir lejos, el pacto bipartidista del Frente Nacional, el exterminio de la UP con sus 6.528 víctimas, los centenares de líderes sociales asesinados en la criminal indiferencia de este Gobierno,  las 17 curules de paz enterradas por su aplanadora parlamentaria. Política sin miramientos a costa del contradictor.

Pero esta charada podrá aumentar el caudal de sangre. Entre la maraña de advertencias, amenazas y conjuros del partido de Gobierno descuella el llamado del senador Fernando Araujo del CD: “en Colombia unos pirómanos buscan generar caos para destruir la democracia y el gobierno no lo puede permitir y debe apelar a la conmoción interior”. La medida autoriza al Gobierno a limitar la movilidad individual y colectiva,  a controlar la prensa, a suspender mandatarios regionales, a decretar impuestos y modificar el presupuesto nacional, a allanar y detener ciudadanos sin orden judicial, por sospechas. Desenterraría el estado de sitio que durante 30 años convirtió al país en la dicta-blanda del continente. Sólo que ahora, con el autoritarismo que avanza a paso marcial, tiraría más a dicta-dura.

Alarma la coincidencia de esta propuesta extremista con el asesinato de tres dirigentes del partido de oposición Colombia Humana –Campo Elías Galindo, Gustavo Herrera y Eduardo Alarcón–, por un lado. Por el otro, con amenaza de masacre de las Autodefensas Gaitanistas contra los militantes de este partido en la Guajira. Así reza el panfleto: “hemos dispuesto como respuesta armada a los diferentes actos proselitistas de las acciones comunistas el exterminio sistemático de todos y cada uno de sus militantes… (los declaramos) objetivo militar”.

El derecho a manifestarse en las calles no es baladí: fue en la calle donde nacieron los partidos políticos; en ella se defiende el establecimiento, se gesta el cambio o se fragua la paz. La calle es  escenario primigenio de la democracia, del ejercicio de la política en libertad, más allá del parlamento y de la urna. Derecho hermano del de tomar partido por el gobierno o por la oposición sin morir en la jornada. Sin tener que denunciar, como denuncian los marchantes del 9 de septiembre, los líderes sociales, los indígenas: ¡Nos están matando!

 

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