Les quitan la vida, les roban la tierra y ahora quiere la caverna hurtarles también el espacio político a los indígenas, arena del poder que las élites consideran patrimonio suyo, exclusivo. Atropellando su derecho a reclamar vida, paz, democracia y territorio –motivos típicamente políticos–, el Gobierno y sus validos invaden a gritos la escena para desconceptuar a la minga y solapar la amenaza de molerla a palos. O a bala.

Dizque por sospechas de que alberga en su entraña guerrilleros. Por la “infamia” de atentar contra la reactivación de la economía, diría Mac Master, aunque ésta no toque a los millones de hambrientos y cesantes. Por desafiar al virus, que el Gobierno dejó desbordarse al depositar en las glotonas EPS semejante reto de salud pública: el sistema privado ha engavetado 70.000 pruebas de covid. Por la impudicia de buscar diálogo directo con el Presidente. Por tener la minga carácter político, no reivindicativo, un pecado mortal para la ministra del Interior. Por la diabólica aspiración de llegar al poder para instaurar el socialismo, como sagazmente se lo pilla Él, perdonavidas favorable a la masacre humanitaria (¿) cuando de terroristas –de no-uribistas-se trate. Por no ser los mingueros egresados de la Sergio Arboleda.

Tras el lucimiento de la minga que dejó a la derecha con los crespos hechos, puso Duque los pies en polvorosa. Quedó su pusilanimidad expuesta a plena luz. Y confirmado que la vieja historia de exclusión de los “otros” (opositores, librepensadores, minorías o mayorías silenciadas) se reedita hoy en charada. Ahí están, para no ir lejos, el pacto bipartidista del Frente Nacional, el exterminio de la UP con sus 6.528 víctimas, los centenares de líderes sociales asesinados en la criminal indiferencia de este Gobierno,  las 17 curules de paz enterradas por su aplanadora parlamentaria. Política sin miramientos a costa del contradictor.

Pero esta charada podrá aumentar el caudal de sangre. Entre la maraña de advertencias, amenazas y conjuros del partido de Gobierno descuella el llamado del senador Fernando Araujo del CD: “en Colombia unos pirómanos buscan generar caos para destruir la democracia y el gobierno no lo puede permitir y debe apelar a la conmoción interior”. La medida autoriza al Gobierno a limitar la movilidad individual y colectiva,  a controlar la prensa, a suspender mandatarios regionales, a decretar impuestos y modificar el presupuesto nacional, a allanar y detener ciudadanos sin orden judicial, por sospechas. Desenterraría el estado de sitio que durante 30 años convirtió al país en la dicta-blanda del continente. Sólo que ahora, con el autoritarismo que avanza a paso marcial, tiraría más a dicta-dura.

Alarma la coincidencia de esta propuesta extremista con el asesinato de tres dirigentes del partido de oposición Colombia Humana –Campo Elías Galindo, Gustavo Herrera y Eduardo Alarcón–, por un lado. Por el otro, con amenaza de masacre de las Autodefensas Gaitanistas contra los militantes de este partido en la Guajira. Así reza el panfleto: “hemos dispuesto como respuesta armada a los diferentes actos proselitistas de las acciones comunistas el exterminio sistemático de todos y cada uno de sus militantes… (los declaramos) objetivo militar”.

El derecho a manifestarse en las calles no es baladí: fue en la calle donde nacieron los partidos políticos; en ella se defiende el establecimiento, se gesta el cambio o se fragua la paz. La calle es  escenario primigenio de la democracia, del ejercicio de la política en libertad, más allá del parlamento y de la urna. Derecho hermano del de tomar partido por el gobierno o por la oposición sin morir en la jornada. Sin tener que denunciar, como denuncian los marchantes del 9 de septiembre, los líderes sociales, los indígenas: ¡Nos están matando!

 

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