Con Duque, corrupción de cara al sol

Hasta no hace mucho, en tiempos del disimulo, se guardaba la mugre bajo la alfombra. Pero en este Gobierno la corrupción es orgía de cara al sol, con pública bendición del presidente de la república. Lo mismo ordeña Duque el avión presidencial para pasear por el mundo con su hermano que defiende a ministros incursos en negocios o en actos de gobierno que al erario le cuestan un Potosí. O transforma en conspiración chavista el más sofisticado entramado de corrupción electoral, ahora financiado en directo con dineros públicos y cargado de pruebas contra Alejandro Char, precandidato a la presidencia aliado de su Gobierno. Linda esta liviandad con complicidad en el mismo orden del ”ñeñegate”, de presunta financiación mafiosa a la campaña de Duque en la Costa Atlántica, cuya investigación saboteó la Fiscalía de Barbosa con la detención de los propios agentes del CTI que acopiaban las pruebas. Antiquísimo recurso éste de matar al mensajero.

No contentos con acaparar –como sea– la contratación pública, cobrar coimas desde puestos oficiales y dominar –como sea– la economía de la región, sorprendidos con las manos en la masa intentan los clanes de La Arenosa depositar toda la culpa en hombros de la víbora bíblica que todo lo pervirtió: la política y el tálamo nupcial de los inocentes. Siempre sutil, original, cree Enrique Peñalosa despachar el elefante del crimen organizado que se coló en la Coalición de la Experiencia enlazando atajos para escamotear el corazón de los hechos: todo deriva, dijo, de una mujer con la cual tuvo Char relación sentimental y está ahora “ardida y con deseos de venganza… Es una prófuga de la justicia colombiana, protegida por Maduro, quien probablemente estaría muy contento de debilitar a Char en la Costa para ayudarle así a Petro”. Y el presidente Duque advierte sobre “una actitud tendenciosa de la dictadura de Venezuela de tratar de utilizar la presencia (de Merlano) para chantajear”.

Pero más de 200 documentos reposan en manos de la justicia. El clan Char enfrenta además denuncias penales por secuestro, violación e intento de asesinato en la persona de Merlano. Informa El Tiempo que ella acusó a dirigentes políticos, a Santos y Uribe y al presidente Duque de haber recibido dinero de esos clanes por debajo de la mesa para financiar sus campañas. Dijo también conocer la relación de 167 cheques en poder de la Fiscalía por valor de $8.643 millones en este escándalo. Tal vez ningún atajo pueda ya esquivar la prueba ácida de la democracia: la renuncia de Alex Char a su candidatura, a pedido de los Ficos y las Dilian, cuyo mutismo termina por alinearlos con Peñalosa.

Debutó Duque en su Gobierno con una apasionada defensa del ministro que habría estrangulado con bonos de agua las finanzas de 117 municipios para embolsillarse $70.000 millones. Otro tanto perdió después Mintic en contrato que la ministra Abudinen, consentida de los Char, autorizó con empresarios venales  para llevar internet a zonas apartadas, y se robaron la plata. El dedo en alto, Duque la amparó. Sin servicio domiciliario de agua quedaron esos municipios, y sin internet millones de niños en el campo. Las pruebas Saber y un estudio de la Universidad Javeriana registran un retroceso dramático en la calidad de la educación, agudizado por desigualdades geográficas y de clase: es más acusado entre los pobres y en lejanías donde el internet sigue siendo un lujo de niños bien. 

Se enseñorea la desvergüenza del presidente al proteger a funcionarios y políticos venales sobre su deber de respetar la dignidad del cargo. Aunque 93% de los colombianos denueste la corrupción, el mismísimo presidente alcahuetea a la tropilla de uñones que lo rodean y marchan sobre seguro con una convicción: mientras la justicia no los apañe, valen huevo la sanción política y la sanción social.

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En Colombia, un capitalismo hirsuto

Motivo “reestructuración”, El Colombiano prescindió del columnista Francisco Cortés Rodas en el día del periodista. Al parecer, no tolera ese periódico la opinión libre sobre verdades que violan su intimidad con los grupos de poder en Antioquia. Piedra de escándalo habría sido la columna que el catedrático tituló “El capitalismo paraco y los empresarios honorables”.

Nuestros grupos capitalistas –escribió él– no son moralmente virtuosos. Aquí se desarrolló también la fórmula extrema de un capitalismo sin ley ni orden que podrá llamarse “Capitalismo paraco”; con apoyo de los Gobiernos de turno y gracias a una alianza entre paramilitares, narcotraficantes, políticos y “honorables empresarios”. Uno de ellos –dice– es José Félix Lafaurie, denunciado de tales vínculos por el dirigente ganadero Benito Osorio, cuya revelación reafirma Mancuso: para él, la de Fedegán y AUC  fue una “alianza gremial, política y militar de alcances que la sociedad colombiana aún no ha llegado a imaginar”. Entre otros, un sangriento proceso de apropiación de tierras.

Hay capitalismos de capitalismos, argumenta Cortés. En Antioquia floreció uno “virtuoso” construido mediante estructura empresarial de propiedad cruzada llamado GEA. Virtuoso sería porque ha generado empleo y mejorado la calidad de vida. Un capitalismo benévolo, inscrito en la línea de la filantropía moderna, pese al pecadillo de Argos que compró con ventaja tierras de campesinos en situación de desplazamiento. Pero filantropía es caridad, no justicia social. Se pregunta el columnista si benévola será la fórmula corporativa que al GEA le permitió usar una empresa pública como EPM para sus propios intereses. Para mantenerse y expandirse, este capitalismo se habría valido de la razón y de la ley, pero también de la fuerza, la violencia y la apropiación de bienes ajenos. Excesos propios de su natural voracidad, que demandan una transformación del orden político y económico capaz de regular el capitalismo y redistribuir la riqueza.

Para Juan Manuel Ospina (El Espectador enero 28), el discurso liberal del dejar-hacer mueve a grandes empresas que terminan por destruir las instituciones del capitalismo de libre mercado. En la base del fenómeno, el desplazamiento del poder de los accionistas –los dueños de la empresa– a sus administradores  que, empoderados, cambian las prioridades: reparten una pizca de utilidades entre los accionistas e invierten el grueso, no en creación de nuevas empresas sino en la compra de otras ya existentes. “Es –señala Ospina– un capitalismo más de concentración que de creación de capacidad productiva, donde el capital financiero es actor central”. El GEA es una variante de este modelo, con una particularidad: un grupo de empresas de propiedad cruzada, florecientes, y con acciones en la bolsa (las de sus accionistas) subvaluadas.

Marcadas ya por el crimen, ya por el despotismo empresarial, armonizan estas dinámicas del capitalismo en Colombia con las políticas de los Gobiernos, y mucho desemboca en violencia, exclusión y hambre. Dígalo, si no, la más reciente revelación sobre inseguridad alimentaria que en el país alcanza al 54,2% de los hogares, 64,1% en el campo. Debido, en parte, a la franciscana asignación de recursos al agro que, cuando la hay, va a parar a la gran agricultura empresarial de materias primas, no al campesino que pone más de dos tercios de los alimentos en la mesa de los colombianos. Debido, también, a la importación masiva de alimentos que el país puede producir.

Boyantes en el dejar-hacer de los Gobiernos, al lado del patrón que asocia a gremios (de ganaderos, de palmeros) con paramilitares y políticos, el modelo GEA marcha vertiginoso hacia el monopolio, la privatización de lo público y el abuso de poder. He aquí las dos patas del capitalismo hirsuto que nos asiste.

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Íngrid, antipolítica y politiquería

El ataque de Íngrid a las maquinarias respira el aire de la antipolítica que rodeó a los constituyentes de 1991. A la crisis de los partidos que amalgamados por el Frente Nacional habían perdido relevancia, respondieron ellos con la receta que el ultraliberalismo en boga proponía para la política: golpear a los partidos, máquinas de clientelismo y corrupción, y erigir en su lugar al ciudadano ilustrado, sin ataduras, dueño por fin de su destino. Danzaba la idea de suplantar la democracia representativa por la “participativa”. De trocar la expresión organizada de la sociedad, aun con sus vicios y defectos, por un agregado mecánico de individuos dispersos que terminarían arrastrados por la democracia plebiscitaria, inorgánica, manipulativa, al servicio de un caudillo. Como sucedió con Álvaro Uribe, olímpico beneficiario de la democracia directa ideada para mejores fines.

Las democracias que sucedieron a las dictaduras del Cono Sur recogieron su discurso contra el Congreso, contra a clase política, contra la partidocracia, contra a política misma. Presentarse ahora como outsider antipolítico fue expediente de jugosos réditos electorales. No demoró Uribe en confesar que en un modelo de “fortaleza partidista” habría fracasado su carrera política (Del Escritorio de Uribe, 2002). Álvaro Gómez anhelaba que los partidos “sucumbieran a su propia atomización personalista”. Rudolf Hommes, animador del Consenso de Washington y flamante líder de la nueva élite de tecnopolíticos en el gobierno de Gaviria, se congratulaba de que la nueva Carta  hubiera debilitado a los partidos “porque tenían demasiado poder”. A él se sumó la beligerante Íngrid, que debutaba en política dispuesta a “reventar las maquinarias” para salvar la patria.

Treinta años después, insistirá en asimilar maquinaria, aparato de partido, a corrupción.  Embistió a la ya debilitada  coalición de Centro. Y repitió el golpe que en 2018 le asestara César Gaviria a Humberto de la Calle, estadista que descuella solitario entre la descorazonadora medianía de la turbamulta que se siente ya presidente. Queda en vilo su curul, gracias al acomodaticio rigor de una dirigente capaz de encarar a sus secuestradores en nombre de las víctimas pero reducida al subsuelo de la politiquería al imponer a su sobrina como cabeza de lista.

Sabe ella que los partidos son maquinaria, aparato organizado para disputarse el poder del Estado como vehículo de intereses de la sociedad. Que sin ellos no hay democracia. Que no siempre son corruptos, o no en toda la línea. Como no lo son todas las bancadas del Congreso. La solución no está en extirpar los partidos sino en activar los dispositivos políticos necesarios para devolverles entidad histórica y preservar su estatuto ético. Ni en alarde de profilaxis clausurar el Congreso, como lo hicieron los constituyentes de 91. No se protegen la democracia y la moral pública destruyendo sus instituciones.

Pero de la necesidad de preservar los partidos no se siguen alianzas sin condiciones ni principios ni programa compartido suscrito formalmente. Más cuando proliferan políticos en busca de otras toldas, desprendidos de partidos deshonrados por muchos de sus miembros entregados al pillaje del erario y al crimen. Tocan los Luis Pérez a las puertas de Petro y éste los recibe sin preguntar, sin objetar. Tocan los Varón a las puertas de Alejandro Gaviria y éste, que dice rechazar el continuismo, no pregunta, nada objeta. En ambos casos, ni puntadas para tejer una alianza sobre ideas y programas. Politiquería.

Ni la antipolítica que permeó el espíritu del 91 ni el fundamentalismo han podido sepultar a los partidos. Mas, parece llegada la hora de responder al llamado más dramático de la sociedad en muchos años. Si no por convicción, por instinto de supervivencia. Antes de que las propias urnas los descontinúen.

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Duque: pistola a la reforma rural

Este presidente recibe un país con el mejor acuerdo posible de paz e índices de violencia política reducidos, y lo devuelve en guerra. Las crueles imágenes de comunidades asediadas por grupos armados y de desplazados por decenas de miles han vuelto a copar pantallas y páginas de prensa. Para no mencionar los cientos de masacres, de líderes sociales y reinsertados asesinados que la costosísima Fuerza Pública no impide, pese a la patética locuacidad de sus comandantes. Ni seguridad para los reinsertados ni solución al conflicto por la tierra que alimenta la guerra. En fallo sin antecedentes, la Corte Constitucional emplaza al Gobierno por “violación masiva del Acuerdo de Paz” y le ordena cumplirlo integralmente. Naciones Unidas y la CIDH se unen al clamor, mientras la FAO advierte que Colombia se halla en riesgo inminente de inseguridad alimentaria: poblaciones enteras no podrían acceder a alimentos, entre otras razones, por eludir la Reforma Rural pactada con el Estado en el Acuerdo de Paz: distribución, formalización y restitución de tierras andan en pañales. Denuncia el exministro Juan Camilo Restrepo “un déficit presupuestal gigantesco para atender los cometidos del posconflicto”.

Corolario de esta eficientísima abulia hacia la paz en el campo, el silencio del presidente Duque, de su Gobierno y su partido, ante el escándalo que toca a uno de sus dirigentes, José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, por presunta complicidad con paramilitares que en los 90 despojaron 4.000 hectáreas en Urabá y Córdoba, y decapitaron con motosierra a quienes presentaron resistencia. En confesión de la verdad ante la JEP, el exgerente del Fondo Ganadero de Córdoba, Benito Osorio, comprometió a Lafaurie con paramilitares como Mancuso y con generales condenados por asesinato como Rito Alejo del Río. Osorio fue sentenciado a prisión por expropiación de tierras en asocio de paramilitares.

Pero el caso pertenece apenas al último capítulo de una saga centenaria escrita con sangre: es el capítulo de la contrarreforma agraria agenciada por la troica de paramilitares, gamonales y políticos que, tras sus revelaciones en Justicia y Paz, debuta ahora en la JEP. Se comprenderá por qué ha querido el uribismo destruir el tribunal de justicia transicional. En la entraña de nuestra historia medra una minoría que acapara la tierra, paga impuestos irrisorios o ninguno, usufructúa la inversión pública que besa sus predios y engorda en el modelo predominante de tierra sin hombres y hombres sin tierra. Bloqueada la modernización en estos lares, sin Estado, sin tierra, sin trabajo, desfallece la vida del campesino y hierve el conflicto social. 

Salomón Kalmanovitz presenta ejemplo al canto: la hacienda El Ubérrimo es  tierra potencialmente agrícola dedicada a ganadería extensiva. Son 1.500 hectáreas urbanizables, valorizadas con riego y drenaje a cargo del Estado, su dueño la declara por 17 veces menos de su valor comercial. No valdría, según nuestro analista, $8.600 millones sino $165.000 millones. En consecuencia, tampoco debería pagar $178 millones de impuestos.

La derecha dio siempre en la flor de calificar como sovietizante cualquier intento de expropiación con indemnización por su valor comercial de tierras inexplotadas. Política típicamente liberal que en toda Europa y en Japón se aplicó sin anestesia, coco de las élites que mandan en éste nuestro país, el más conservador del continente, el de mayor concentración de la propiedad agraria.  Sovietizante les pareció la Ley 200 de López Pumarejo, y desataron la Violencia; la de Lleras Restrepo, y la sepultaron en Chicoral. Sovietizante les parece cualquier alusión al recurso legal ratificado aun por la Ley 60 de 1994. ¿Cómo prevalecen ellas, pues, por encima del sentido común y de la historia? Haciéndole pistola a la reforma rural.

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