¿Quién le teme a la JEP?

Mientras el presidente vuelve hilachas la paz y se ríe de la democracia, la JEP dignifica la justicia. El primero marca en su hilarante discurso del 20 de julio otro hito en el rosario de asonadas que ha tendido Uribe contra la verdad judicial y la verdad histórica. La segunda emplaza a todos los grandes responsables del holocausto que cobró la vida de 280.000 inocentes, desapareció a 180.000 y arrojó ocho millones de víctimas. Ante ella comparecen lo mismo guerrilleros que paramilitares, empresarios, políticos y militares. En macrocasos de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por sistema, en masa, como política de organización, busca la JEP a los responsables máximos por cadena de mando. Así en el caso de secuestro contra la cúpula de las Farc, de falsos positivos contra comandantes de brigadas militares y ahora imputará a exgobernadores de Sucre asociados con el paramilitarismo que habría signado el ejercicio todo de la administración pública en Sincelejo y en ese departamento. Pero Duque sólo contempla a la JEP para intentar destruirla, o cuando ésta sindica a las Farc; ignora pudibundo los autos que tocan sus afectos.

En bufonada digna de otros frenéticos al mando en la historia de América Latina, corona Duque de laureles a los jefes del Ejército y la Policía, que no responden todavía por los 80 asesinados en las calles durante el paro. Denuesta en su discurso la mentira pero miente sin dolor: dizque “nuestra Fuerza Pública está sujeta a los más altos estándares” de Derechos Humanos. Ovación de una mayoría parlamentaria en cuya imagen se deleitan las cámaras del régimen, que se cuida de blanquear a la oposición en el recinto y su imprecación de “¡asesinos!”. Es primera vez en la historia de Colombia que se niega el ingreso de la prensa al Capitolio. Como si con ello se pudieran ocultar la charada y la equívoca elección de dignatarios rodeados de circunstancias non sanctas.

Para escándalo del mundo, en el primero de seis procesos por falsos positivos documentó la JEP 6.402 casos en el Gobierno de Uribe. El 3 de julio imputó a militares de brigada del Catatumbo por 120 casos, en virtud de una política institucional de conteo de cuerpos e incentivos que implicaba a todos los niveles del mando: en la Brigada Móvil 15 se montó una organización criminal entre miembros del Estado Mayor, de Inteligencia, de Batallones y Compañías.

Una segunda imputación recae sobre el comandante del Batallón La Popa de Valledupar, coronel Mejía, quien implantó allí “una organización criminal jerarquizada” para asesinar a 75 personas. También se le imputan decenas de desapariciones forzadas y asociación con el paramilitarismo, valiéndose de “de sus posiciones de mando [y de] las facultades legales [del Ejército] para idear, planear, organizar, ejecutar y encubrir los crímenes”.

Salvador Arana, exgobernador de Sucre condenado por el asesinato del alcalde de El Roble, ha empezado a involucrar al notablato político y empresarial en pleno de su departamento; y se confiesa cofundador del bloque de las Autodefensas de Montes de María, al lado del “gordo” García, gobernador también que fuera de Sucre y condenado a 40 años por la masacre de Macayepo.

El tribunal imputó a las Farc por secuestro masivo, toma de rehenes, homicidio, tortura, desaparición y violencia sexual, en acatamiento de “una política trazada por el alto mando de la organización guerrillera”.

Si la JEP mide a todos con la misma vara, ¿quién le teme? ¿El que aspira a salvar su pellejo, militar o expresidente? Duque cubre de gloria al mando militar: acaso responde a la tesis del columnista Santiago Villa, para quien “cada transgresión por parte de militares y policías que el uribismo protege es un eslabón más hacia la politización de las Fuerzas Armadas a favor del proyecto de la ultraderecha colombiana”.

 

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El muro de La Habana

Hace 32 años cayó el muro de Berlín y se disolvió el emporio comunista de la Unión Soviética. Mas no su satélite en América Latina, la Cuba que acusa el coletazo tardío de aquella conmoción. Miles de isleños se insubordinan por vez primera en seis décadas contra la dictadura de partido-uno y caudillo-uno para el pueblo-uno, indiviso, unánime, fusionado en la pobreza: se grita patria, vida y libertad. Francis Fukuyama, doctrinero del optimismo capitalista en bruto que en 1989 reverdecía, había decretado el fin de la historia, el imperio inextinguible de la democracia liberal, que se edificaría sobre el cadáver del capitalismo redistributivo que el Estado de Bienestar, artífice del pleno empleo, había instalado en Europa y Norteamérica

Mas, el de Fukuyama fue sólo un sueño. Si a fuer de democracia económica conculcó Cuba toda libertad y llenó de disidentes sus mazmorras, a fuer de individualismo radical y de libertad de mercado se tomó el neoliberalismo por asalto la democracia liberal y la acomodó a la angurria de los menos, hasta sumirla en la aguda crisis que hoy padece. Ataque a la democracia desde ambos flancos. Al lado de la cubana, proyectada a Venezuela y Nicaragua, aparece ahora  la variante neoliberal del totalitarismo: la de Bolsonaro y, en pos de ella, la de Duque.

En alarde de hipocresía que unos registran con sorna, con rabia otros, insta nuestro Gobierno al de Cuba a respetar el derecho a la protesta de sus nacionales, cuando allá la represión contabiliza un muerto y aquí 73. Cuando Colombia involuciona a paso marcial hacia el régimen turbayista del Estatuto de Seguridad, no igual pero sí vecino de las dictaduras del Cono Sur. Respira el presidente Duque la alarmante aleación de ese régimen con el de Seguridad Democrática cuyo mentor, jefe del partido en el poder, legitimó en mayo la autodefensa armada de militares contra manifestantes inermes; y en su Gobierno se habrían presentado 6.402 falsos positivos, según la JEP. Aunque con centellas de color opuesto, si por Cuba llueve, por acá no escampa.

Allá y acá mueve el hambre la protesta. Pero en Colombia cundió con motivo de la pandemia y en Cuba se agudizó la que venía. Fruto del bloqueo criminal a la economía, sí, pero, sobre todo, de la ineficiencia del sistema que se dice socialista pero no produce y privilegia sin pudor a la camarilla de gobierno, la nomenklatura, una oligarquía tan odiosa como aquella que dio lugar a la revolución. Y tan abusiva del poder. Con la grave crisis económica y de salud acicateada por la pandemia estalló el hartazgo acumulado de la sociedad que 400 víctimas entre detenidos y desaparecidos profundizan hoy.

Sorprendido en la protesta del pueblo que clama por su supervivencia (por comida y medicamentos en el país que deriva la tercera parte de sus divisas de la exportación de médicos al mundo entero), Díaz-Canel convoca a la defensa cuerpo-a-cuerpo de la revolución contra los “disidentes-delincuentes […]. Por encima de nuestros cadáveres… estamos dispuestos a todo. La orden de combate está dada, ¡a la calle los revolucionarios!”, perora melodramático, insinuando paladinamente la guerra civil.

Con el desplome del muro de Berlín, la Guerra Fría tocó a su fin. Pero la anhelada democracia liberal se escabulló entre los bolsillos de banqueros y grandes corporaciones, para crear desigualdades sociales sin precedentes en mucho tiempo; y bien prohijadas por tiranos de todo pelambre, en cíclica reinvención del personaje: como Castelo Branco disfrazado de Bolsonaro. O en las dictaduras socialistas, Batista disfrazado de Fidel, Somoza disfrazado de Ortega, Pérez Jiménez disfrazado de Maduro. Estos últimos, para aplastar a sus pueblos en la indigencia. ¿Caerá el muro de La Habana, símbolo eminente de la confluencia entre el viejo dictador latinoamericano y el soviético?

 

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Colombia: ¿otra tiranía tropical?

Al parecer, Duque pide pista en el Eje del platanal que Ortega y Maduro presiden. Da un portazo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que ha confirmado en Colombia, como lo registró en Nicaragua y Venezuela, cifras aterradoras de homicidios, desapariciones y vejámenes contra manifestantes a manos de una Policía militarizada. Y paramilitarizada. El CD, partido de gobierno, descubre en el informe “sesgo ideológico de izquierda para mostrar al Estado como opresor [cuando este] propende por la seguridad de los ciudadanos y por garantizar su derecho a vivir en paz”. Nirvana dorado que casi sólo existe en el papel y en las peroratas de este Gobierno a la galería. En Nicaragua, ni en el papel. También Ortega vio sesgo, pero de derecha, en el informe de la CIDH sobre su país: el documento “convertía un intento de golpe de Estado en una supuesta protesta pacífica”. Hubo 322 muertos. Pese a la presión de Duque en 2019 para que Maduro recibiera a la Comisión, este la rechazó. Para sendos países creó ella un mecanismo de monitoreo de derechos humanos, el mismo que anuncia ahora para Colombia.

“No aceptamos mecanismos de verificación, porque nuestro Estado es fuerte, robusto e institucional” y no se excede en uso de la fuerza, declara el Gobierno. Poca cosa le parecerán las 73 víctimas fatales, 41 con cargo directo a la Policía y 32 en verificación de idéntica autoría. O los 84 desaparecidos en protestas que la Fiscalía reconoce, cinco de los cuales ya aparecieron muertos. Mas, acaso para solapar la tragedia, puso Duque todo el énfasis en los matices que la CIDH dibujó sobre el recurso al bloqueo de vías, que acabó por alinear a muchos contra el paro. Y tergiversó el análisis. Ateniéndose al derecho interamericano,  lo justifica la Comisión, como recurso temporal y limitado, nunca si viola derechos de terceros a la vida, la salud o el acceso a alimentos. Entonces espetó el presidente su sentencia heroica: “nadie puede recomendar a un país su tolerancia con actos de criminalidad”.

Embriagado en el dulzor de su propia frase, creyó lavar con ella la sangre que corría en calles y centros de detención. Y bendecir la entronización urbana de la estrategia contrainsurgente que durante medio siglo cobró con su vida en los campos a todo el que discrepaba o reclamaba lo suyo. Enemigo de la patria, del Estado fuerte, robusto, institucional será ahora también el estudiante, el desempleado, el desplazado sin horizonte de las periferias urbanas, blanco de las Camisas Blancas que suman sus armas a las de la Policía y el Ejército. Ejército autorizado por decreto de “asistencia militar” para disparar, “si toca”, sobre personas inermes y prevalecer a la fuerza en medio país sobre autoridades civiles elegidas democráticamente. ¿No es este el principio activo del tirano, llámese Franco, Trujillo, Ortega o los napoleoncitos de cartón que florecen como plantas carnívoras en estos trópicos?

De todo ello se duele la CIDH. Del tratamiento de guerra que aquí se da a la protesta social, cuando las penurias y humillaciones acumuladas por generaciones revientan en un grito sostenido de dos meses que este Gobierno ni oye ni entiende, ni calibra su historia y su potencia. Reacio a los hechos, incapaz de medir la hondura del descontento, se alela entre la fantasía de la conspiración comunista y la acción administrativa que sólo acierta cuando se trata de frustrar la paz, enriquecer a los amigos y librarlos de la cárcel. No quiere saber de encuentros y asambleas de vecinos que reverberan acá y allá, a veces a tientas, otras con más luces, en cientos de municipios que se comunican y van depurando anhelos comunes. Se organiza la gente para la protesta, y para las elecciones de 2022. Tal vez sea cierto: no hay tirano en ciernes que dure cien años ni pueblo que lo resista.

 

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Duque rural: bombos, platillos y humo

Propaganda. Ruido en el vacío.  Con amplio titular registra un diario otra de las que parecen ser argucias del presidente para presentar como gran transformación rural algún salvavidas de opinión enderezado a resarcir su imagen, récord de deshonra en la historia de Colombia. Es un plan de política social e infraestructura básica, dice,  inspirado en el Acuerdo de Paz (que él ha devastado), pero sin previsión financiera ni instrumentos de ejecución. Y, sobre todo, riguroso en eludir, precisamente, los problemas estructurales del campo: el patrón de tenencia de la tierra, el uso irracional del suelo, la violencia que se descarga sobre la población campesina, la cosecha de horrores que el conflicto le heredó. Salva Duque el modelo que bloquea la modernización del agro y eterniza el despotismo de la fuerza más reaccionaria del campo. Ufana en su victoria sangrienta sobre ocho millones de víctimas y siete millones de hectáreas usurpadas a fusil o en notaría, preserva ella a dentelladas sus dominios en el poder.

Ni revolucionarias, ni confiscatorias, iniciativas hay; pero la élite no las ve porque, juntas, cambiarían la fisonomía del campo: una de Naciones Unidas (PNUD), otra de la Misión Agraria y la del Acuerdo de Paz. Coincide esta triada en recuperar la noción de desarrollo modulado desde el Estado, que los antojos del mercado sepultaron desde 1990. Y en reconocer que la paz pasa por resolver el conflicto agrario. En su último libro, Una Ruralidad Posible, las recoge Absalón Machado como política integral para el campo que recupere el tiempo perdido y reconstruya lo que el conflicto destruyó.

El modelo de tenencia y uso de la tierra es obstáculo formidable para el desarrollo del campo, signado por una concentración de la propiedad casi única en el mundo, por proliferación del minifundio y miseria. Problema histórico agudizado en las últimas décadas por el despojo y el desplazamiento violento a manos de narcos y paramilitares, frecuentes aliados del notablato político y empresarial. A ello se suma el uso irracional del suelo, donde el latifundio improductivo y la ganadería extensiva reducen la explotación agrícola a un mínimo de las tierras aptas para cultivar. El 81% de las fincas tiene menos de 10 hectáreas y sólo ocupa el 5% del área en producción. Y el privilegio fiscal de los señores de la tierra, que pagan impuestos irrisorios, o ninguno, gracias a que catastro no hay o renguea. Ilegalidad en la adquisición de la gran propiedad e informalidad en la pequeña son los pilares del régimen de propiedad en el campo.

Declara el exparamilitar Pitirri que la contrarreforma agraria mediante desplazamiento y despojo fue un plan premeditado: unos iban matando, otros iban comprando, y los últimos iban legalizando. A la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras contrapone la precandidata del CD, María Fernanda Cabal, otra que neutraliza su efecto devolutivo, mientras los llamados ejércitos antirrestitución muestran sus fauces y muchos de los líderes sociales asesinados son voceros de reclamantes de tierra. También ayudó Cabal a hundir la ley que creaba la especialidad agraria, enderezada a validar jurídicamente procesos de restitución, asignación y formalización de tierras. Lucha de la clase en el poder contra la clase abatida del sistema.

Distribuir la tierra en función del desarrollo, la productividad y la equidad; reconocerle al campesino derecho a la vida, a la dignidad y al ejercicio de la política; sustituir cultivos ilícitos por proyectos productivos. En fin, cambiar el orden edificado sobre el despojo y la violencia, prerrogativa de los de siempre, por un plan de desarrollo rural de largo aliento. Modesto reformismo liberal que, en país avasallado por la caverna, resulta desafiante. Por eso buscan aturdirlo con fanfarrias de grosera altisonancia.

 

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