“Una cosa es que un miembro de un grupo criminal haga disparos al aire o que un bandido haga una acción de sicariato, y otra, que haya control territorial de un grupo criminal”, declaró Daniel Palacio, ministro del Interior, en alusión a la tragedia de Buenaventura. “¿Dónde vive usted, señor ministro, en Bogotá?”, le replicó Leonard Rentería, líder comunitario en el puerto; “qué diablos sabe usted de la realidad que vivimos nosotros… ¿serán meros disparos al aire para crear zozobra cuando llevamos 30 muertos en un mes?”

A poco, se alargaría en el puerto una cadena de 80.000 personas al grito de paz y soluciones integrales a una crisis que es  social; más allá del repetido y fugaz refuerzo de uniformados, tan ineficaz como engañoso: al joven artista Deiner Castillo lo acribillaron a metros de policías que nada vieron, nada oyeron ni se mosquearon. Vana estrategia de seguridad anclada en una grosera simplificación de la realidad, que conduce a dos falsos supuestos: uno, que todo se reduce a narcotráfico; dos, que las víctimas (cientos de líderes sociales asesinados y de ciudadanos masacrados) son narcos o aliados suyos. Siniestra caricatura que coopta Diego Molano, ungido de los hados como jefe de las armas por haber nacido en hospital militar. Ni miseria, ni desempleo, ni falta de escuela o de hospital, disparadores de violencia en campos y ciudades. Para Molano todo se finca en el narcotráfico, el combustible de la violencia. A fumigar, pues, a meter en un mismo saco al pequeño cultivador de coca y al jefe del Clan del Golfo; a eliminar, en la paz de los sepulcros, obstáculos humanos a los negocios que en la guerra medran.

Buenaventura es hoy tal vez el caso más alarmante de la violencia que se replica, con diferencias de matiz y de grado, en cientos de municipios. Azorado debió de quedar el Presidente con el demoledor informe de Human Rights Watch: el aumento de estos crímenes, dice, “representa un fracaso para el Estado colombiano (incapaz de prevenirlos), investigarlos a fondo, desmantelar las mafias  y los grupos irregulares armados que están detrás de los asesinos, y reducirlos”. Juzga lenta y deficiente la respuesta del Gobierno a la masacre de líderes sociales. Éste condena los hechos y anuncia medidas que no toma. Despliega militares pero no protege a la población ni aborda sus problemas. No da con los autores intelectuales de la matanza ni desmantela los grupos armados que la ejecutan. No implementa esquemas de protección colectiva, ni atiende a derechas el sistema de alertas tempranas. Reduce a su décima parte los recursos de los cuerpos especializados para neutralizar los crímenes.

Sostiene Camilo González, director de Indepaz, que soluciones contundentes no habrá sin identificar los patrones de esta macrocriminalidad hoy reavivada. No es el narcotráfico su motor exclusivo, juegan también intereses en  explotación de oro y maderas, conflictos por la tierra y por la preservación de territorios étnicos. El postconflicto no respondió a tiempo a la violencia que venía de atrás y en ella se reacomodan ahora muchos grupos armados, a los que guardias indígenas y juntas comunales que protegen sus tierras les estorban. Entonces matan a los líderes. Para González, el Gobierno se equivoca: en lugar de una estrategia de guerra al narcotráfico como elemento articulador de la seguridad del Estado, debería propiciar una presencia integral del Estado social e implementar los acuerdos de paz.

Acaso rendido al capricho del gatillo (héroe de la “seguridad democrática”) pierde este Gobierno el foco del problema. Al abandono social, caldo de cultivo de la violencia, responde con militarismo rampante. Y uno se pregunta: ¿serán niños jugando a soldaditos de plomo o tiranos en ciernes obedeciendo al grito de “¡plomo es lo que hay!”?

 

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