El arribo de Gustavo Petro a la presidencia del único país del subcontinente que jamás tuvo gobierno de izquierda marca el fin de una era en la historia de Colombia: declina la hegemonía de las fuerzas más conservadoras que edificaron su poder sobre el sojuzgamiento del pueblo, a menudo por la violencia. Somos sumatoria de resistencias y rebeldías contra la injusticia, la discriminación y la desigualdad, exclamó el elegido ante miles de seguidores que entre vítores y lágrimas lo aclamaban. Pero el ciclo que comienza no amenaza, como muchos temían, el sistema democrático-capitalista. Al contrario, persigue una democracia más amplia, un capitalismo social y, eso sí, llama a cuentas al establecimiento: a las élites y grupos de interés que usurpan los poderes del Estado y de la sociedad en provecho propio, sean politicastros; uniformados dados a la corrupción; especuladores con la tierra; contratistas, negociantes y avivatos que pasan por empresarios o por ministros, tantas veces aliados de delincuentes y paramilitares. Mientras mentores de la derecha delinquen y burlan la ley, Petro, el subversivo de ayer, defiende el Estado de derecho contra los muy prestantes insubordinados de hoy. Y Francia Márquez brilla en la dignidad reconocida de los nadie, que lo son casi todos en este país.

El programa del nuevo presidente respira el élan de las reformas liberales que López Pumarejo formuló en su Revolución en Marcha y cuya punta de lanza, la reforma agraria, ahogó la reacción en sangre. Educación pública y laica, defensa de los trabajadores, Estado intervencionista, reforma tributaria progresiva, función social de la propiedad, industrialización, reforma agraria fueron pautas de cambio frustradas en un todo o mutiladas. Según Hernando Gómez Buendía, este programa bien pudo convertirnos en un país capitalista, pero no llegó lejos por no existir aquí el sujeto histórico que en otras latitudes lideró la revolución burguesa. No tuvimos empresarios –escribe– sino negociantes (los primeros innovan, los segundos se contentan con vender a sobreprecio). Será el reino del rentismo.

Petro ofrece, por enésima vez, desarrollar el capitalismo en Colombia. Lo cual supondría superar las mentalidades atávicas del mundo feudal y esclavista que perdura entre nosotros, construir la democracia asegurando también el pluralismo económico. Transitar de la economía extractivista a una economía productiva que cree empleo: en aras de una mayor igualdad, producir para redistribuir. En sintonía con el liberalismo avanzado, propone devolverle al Estado su función social. Contrapartida del modelo al uso de Estado mínimo regido con lógica de empresa privada que comprime costos para elevar utilidades… que los uñones de siempre se roban. Su propuesta de renegociar el TLC con Estados Unidos para mejor proteger la economía doméstica y lanzar estrategias de industrialización y seguridad alimentaria evoca la política de sustitución de importaciones que Carlos Lleras llevó a su apogeo.

El bloqueo sistemático de las reformas que el liberalismo de avanzada ventiló hace un siglo, y de las que medran hoy, ha fundido en hierro un modelo que se resuelve en hambre para la mitad de los colombianos. Tocarlo le resulta a cierta dirigencia subversivo. Pero el país mutó, augura el fin de una historia de oprobio. Entre todos, dirá Petro, debemos reunir en una las dos Colombias que el sectarismo y el odio crearon. No vamos a usar el poder para destruir al opositor –promete– éste será siempre bienvenido en la Casa de Nariño, para concertar soluciones a los grandes problemas del país. Diálogo con todos, hacia un Gran Acuerdo Nacional para vencer las desigualdades más groseras, garantizar los derechos y asegurar la paz: he aquí la marca del ciclo político que el presidente Petro inaugura. Un viraje histórico.

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