Este 4 de octubre se inaugura en Roma un sínodo de obispos que podría desembocar en ruptura de la Iglesia de Cristo. De prosperar, el trauma evocaría los cismas de Bizancio y de Lutero. Menos abarcador éste, claro, pero también de raíz política. El agudo desencuentro entre ultraconservadores y liberales -entre seguidores de Juan Pablo II y Benedicto, en una orilla, y de Francisco en la otra- escala a drama con la advertencia del líder de la derecha católica, cardenal Raymond Burke, de que el Papa se propone fracturar la Iglesia. En respuesta, acusa éste “resistencias terribles” a la opción por los pobres del Concilio Vaticano II de Juan XXIII, y denuncia el peligro del atraso y de la reacción contra lo moderno, que se cierne hoy sobre ella. Se propone el sínodo estudiar los procesos, estructuras e instituciones necesarias para volver a una Iglesia misionera. En breve, revisar doctrina y sistema de poder. Ni más ni menos. 

Ya el proceso empezó: entregó Bergoglio la Congregación para la Doctrina de la Fe, baluarte de la reacción convertida en nueva Inquisición, al obispo argentino Víctor Fernández, conmilitón de Francisco. La Iglesia de Dios no necesita nuevos fundamentos o modernización como si estuviera en ruinas y el Papa no puede imponer obediencia a sus opiniones personales sin arriesgar una ruptura, se oye decir a los defenestrados. Además, despojado de los privilegios que Juan Pablo le había otorgado, doblegó al Opus Dei, rival consuetudinario de los jesuitas que Bergoglio representa. Ahora esta multinacional religiosa gestada en el franquismo, de inmenso poder económico y político, tendrá que allanarse a la humilde condición general de asociación pública clerical, sacrificar autonomía y rendir cuentas. 

En moral, aunque aventurando apenas sus primeras armas, no resulta Francisco menos desafiante. No es poco decir a los cuatro vientos que también los homosexuales son hijos de Dios, contemplar la posibilidad del matrimonio gay y también para los curas; ni poco, modular el trato al aborto o proponer el sacerdocio femenino. O, afrenta mayor contra el código de silencio que protegió a sacerdotes pederastas, poner fin al secreto pontificio que elevó a virtud la hipocresía de la jerarquía. Nefando deshonor que, entre otras vergüenzas, comprometió su legitimidad y precipitó la crisis. Juan Pablo protegió a Marcial Maciel, obispo emblema de la pederastia apertrechada en la disciplina del silencio, que practicó contra decenas de niños, sus propios hijos comprendidos. Y Benedicto, ambivalente aquí, terminó demandado ante la Corte Penal Internacional por encubrir miles de estos delitos cometidos por miembros de la Iglesia. Al final, pidió perdón. En cambio Francisco dijo sentir dolor, vergüenza y consternación ante el caso de un cura boliviano abusador de niños mientras lo encubría la jerarquía. Hoy es bandera ondeante de sus luchas.

Pero no siempre logró serlo a cielo abierto. Tenía que faltar Benedicto para que pudiera Francisco batallar sin aquella cortapisa por reformas en doctrina, en instituciones y en moral. Debutó canonizando a un tiempo a Juan XXIII y a Juan Pablo II, agua y aceite en moral, polos encontrados en política; de seguro buscando un punto medio que permitiera a las urgencias de cambio convivir con la pétrea tradición. 

Ires y venires en esta búsqueda de la Iglesia: de la reconquista del Evangelio por Juan XXIII en 1960 a la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968 que reafirma la predilección por los pobres; de allí a la brutal contrarreforma del Celam en Puebla, agenciada por Juan Pablo; y vuelta ahora, con Francisco, a la palabra viva del insurrecto Jesús. Una ominosa aleación de oscurantismo y poder financiero conmina en su extremismo a la ruptura. Y Francisco declara: rezo para que no haya un cisma, pero tampoco le temo.

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