Renta básica e impuesto progresivo

Partidas de salario mínimo por varios meses para nueve millones de hogares acorralados por la pandemia, financiadas a la larga por mayores tributos a los millonarios, aliviarían las penurias de pobres y empobrecidos, y de la economía toda. Se sabe: una mayor capacidad de compra despabila la producción. Pero además, de adoptarse la renta básica y el impuesto progresivo como políticas de Estado, éstos saltarían de reactivadores de la economía en la crisis a abrebocas del nuevo pacto social que resulta inescapable. 68 congresistas de nueve partidos radicaron proyecto de ley que crea renta básica de $877.000 durante tres meses y $438.000 en los dos siguientes, para alivio de 30 millones de colombianos. Su costo, $31 billones, 3% del PIB. Enhorabuena.

Por su parte un selecto grupo de especialistas encabezado por Vivian Newman, directora de Dejusticia, presentó acción de inconstitucionalidad contra el Estatuto Tributario y sus reformas, por violar los principios constitucionales de progresividad, eficiencia y equidad. El criterio, más justicia en la redistribución del ingreso nacional y en el esfuerzo fiscal extraordinario de la pandemia. Si el Estatuto Tributario irrespeta ese principio, más lo hiere la reforma tributaria de Duque, que termina regalándoles $9,5 billones adicionales a los ricos. Espitia y Garay, entre otros, prueban que los superricos de este país tienen tasa nominal de impuesto de renta del 27%, pero pagan efectivamente sólo el 2,5%. Conforme sube el ingreso de la persona, baja su tasa tributaria efectiva. Lo mismo sucede con las empresas: las más piponchas pagan apenas el 4,5%. Y la tasa de evasión de personas jurídicas alcanza el 39%: en 2012 se birlaron $15 billones.

Consentidas del sistema tributario son las grandes empresas, pese a su pírrico o nulo impacto en inversión, productividad y creación de empleo. La elevada concentración de capital, utilidades y control de mercado ha creado un sistema oligopólico que reduce la competencia y les da a los gremios económicos una enorme capacidad de negociación frente al poder público. Sorprenden las loas del periodista José Manuel Acevedo al empresariado (El Tiempo 21,7), por asegurar sus negocios mediante aportes a campañas electorales, “reuniones a puerta cerrada y vocerías delegadas a líderes gremiales” con ascendiente en gobiernos y congresos amigos de sus intereses. Prácticas que comportan, a menudo, corrupción de alto vuelo. Según el procurador, cada peso invertido en una campaña electoral le retribuye al empresario $900 en contratos.

Mientras nuestro Gobierno acaricia una reforma tributaria que preserve las gabelas a los poderosos y grave a más ciudadanos del montón,  Europa vigoriza la tributación progresiva: ésta y la política social del Estado armonizaron durante casi un siglo con crecimiento sin precedentes y bienestar generalizado de la población. En Estados Unidos, el promedio de impuesto de renta y patrimonio para los más ricos fue 80% entre 1.930 y 1980. Desde Reagan, se redujo al 35% y, el crecimiento, a la mitad.

Renta básica e impuesto progresivo, rutas hacia el Estado social de derecho que la constitución consagra, mejorarían sustancialmente la distribución del ingreso, de la riqueza, del poder y las oportunidades. Darían marco al acuerdo programático del centro-izquierda que Humberto de la Calle propone, con gobierno colectivo de los coligados, para disputarle la presidencia a la derecha y contraponer a su hegemonía las reformas que las mayorías reclaman. Y no se las descalifique poniéndoles como inri diabólico la “lucha de clases”. Si ella existe y pide pista será porque el propio Gobierno reaccionario ha escogido privilegiar a los menos y castigar a los más.

 

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El ELN y la crítica de las armas

Plausible la propuesta de tregua temporal del ELN, porque aplacaría la violencia que embiste a la población inerme y podría reabrir puertas al diálogo con  esa guerrilla. Pero su argumento decisivo por la paz tendría que impugnar la entraña misma de su quehacer histórico: atreverse a la crítica de las armas; de la guerra inútil, inmoral, con su reguero de muertos inocentes, magnificada en la superstición del fusil. Acaso emularan hoy los jefes de esa agrupación armada el pundonor que a sus disidentes les costó hace tiempo la vida o el ostracismo, por “claudicar” en pos de la política legal. A Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando del ELN, lo asesinó en 1985 un comando de viejos compañeros. Alonso Ojeda Awad, fundador del Replanteamiento que ambientó en varios grupos guerrilleros el cambio de las armas por la búsqueda de las masas, sufrió persecución de los elenos y hasta sentencia de muerte.

En el libro La Huella del Tigre, reconstruye Ojeda su paso por el ELN, su ruptura con la lucha armada y el tránsito hacia la causa de la paz y los derechos humanos. Interpretó Ojeda a la insurgencia que viraba hacia la democracia constitucional, a partir de la crítica del foco guerrillero: desligado de las masas, su proeza se contrajo a sobrevivir en la selva. Mas, teniéndose por vanguardia del pueblo, cimentó en las armas el militarismo despótico que se enseñoreó de la organización. Al primer amago de libre discusión se respondía con el fusilamiento. Moral y físico. Y horrores como el del secuestro acabaron de destruir todo referente ético: para luchar contra la injusticia, escribe, no se puede glorificar la injusticia; ni contra el crimen se lucha secuestrando, fusilando, asesinando. “Aquí estoy, desarmado, solo, con la idea de que las armas no conducen a ninguna parte […] de ellas hay que salir a como dé lugar”, le dijo al ELN que lo acosaba.

También Ricardo Lara criticó el foco guerrillero, un fracaso en Colombia y en toda la América Latina, discrepó del militarismo que aislaba a la guerrilla de las masas y abandonó las armas para reencontrarse en la política legal. Lo mataron en la puerta de su casa, a la vista de la hija de seis años, que hoy invita a luchar desde la no-violencia. “No hay victimario bueno, dice Mónica, ni victimario malo. Hay victimario”. Hay que responder por todos esos muertos y apostarle a la paz, agregó ella en entrevista en El Espectador (mayo 9-18).

Punto de vista contrario al de Ramón Jimeno que, en contraste con el espíritu del libro de Ojeda, apunta en el prólogo: “el establecimiento es corresponsable del surgimiento de las guerrillas…” Argumento acomodaticio de la prehistoria guerrillera que cree liberar a la insurgencia de toda responsabilidad ética y política y ha quedado derrotado por los hechos. Desdeña el postulado del mismísimo Che Guevara, que negó la opción de la lucha armada allí donde hubiera un gobierno mínimamente democrático (si bien luego lo olvidó). Y el viraje inesperado de Fidel Castro, que hace ya 27 años desconceptuó la lucha armada e instó a dialogar por la paz.

¿Hasta cuándo burlará el ELN la responsabilidad que le cabe en esta guerra, no menor que la del Estado y sus ejércitos asociados de paramilitares? ¿Habrán muerto en vano, luchado en vano, los disidentes que trasladaron su compromiso con la historia a la arena de la legalidad?

Coda. Por su parte, el establecimiento seguirá usando (entre otros recursos) el levantamiento de la mesa de diálogo con el ELN para desestimar la masacre de líderes populares y desmovilizados. Para reducir la implementación de la paz a su más precaria expresión. Para azuzar violencia contra los comisionados de la verdad, por boca del sórdido exministro Pinzón.

 

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Campesinado: ¿ostracismo sin fin?

Claro que el mandato de Duque sí tiene norte. Bajo sus puerilidades como presentador del programa Aló Presidente, los Álvaro Uribe, los Sarmiento Angulo toman todos los días decisiones de gobierno: un batido de precariedades para apagar el incendio de la pandemia y preparativos para volver a la normalidad económica que es, precisamente, el combustible de la conflagración. Ni plan de choque para crear empleo de emergencia, ni previsiones para revisar el modelo que al primer papirotazo de un virus exhibe sus vergüenzas, el hambre y la pobreza sobre los cuales se edificó. Ni salarios y protección para los médicos en la crisis, ni en el horizonte cambio del régimen de salud-negocio. Ni apoyo valedero al campesino, que ha respondido a las exigencias de la hora, ni la reforma rural que asegura la paz.

Antes bien, como en diabólica celebración del cincuentenario de la Anuc (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), debuta un ministro del sector repitiendo el programa de subsidios que mandó a la cárcel a un antecesor suyo: créditos con destino a pequeños y medianos campesinos desviados a los aviones de siempre; a grandes negociantes en todo, menos en agricultura. Sinvergüenzas. Que corrijan sobre la marcha, no mata el síntoma. Ni oculta la venganza de la caverna contra el campesinado que en los años 70 y 80 se movilizó como nunca en nuestra historia. Tampoco reconoce el hecho comprobado de que la economía campesina es más productiva y crea más empleo que la gran explotación. Realidad que da fundamento a la Reforma Rural del Acuerdo de Paz, minuciosamente saboteado por este Gobierno.

Violencia, despojo, desplazamiento condensan la guerra librada contra los indefensos del campo en estos años —que son también los años de la Anuc— tras la derrota a sangre y fuego de ese movimiento y el entierro de la reforma agraria en Chicoral. Si durante la violencia liberal-conservadora se enfrentaron los labriegos en partidos, en los 70 lucharon por lo suyo: la tierra. Creada por Carlos Lleras para suministrarles servicios del Estado y titulación de tierras sin mediación del clientelismo, fue Anuc protagonista de esas luchas,  acompañadas a menudo de invasión de baldíos y latifundios. Respondieron los terratenientes con expulsión masiva de arrendatarios y aparceros y, el gobierno de Misael Pastrana, con la división del movimiento y con la decapitación del ala más beligerante de la organización. A la división ayudó la impaciencia de la izquierda que lo penetró.

Dos razones explicarían, según León Zamosc, aquella derrota: Primero, sólo el 10% de los beneficiarios potenciales de reforma agraria tuvo acceso a la tierra. Segundo, una paradoja: las luchas campesinas catapultaron la gran explotación, que se extendió a expensas de la pequeña propiedad. El narcoparamilitarismo recrudecería la tragedia del campesinado, que sigue reclamando tierra, paz, vida y participación política.

A este reclamo centenario responde el Acuerdo de Paz, con una reforma rural que neutralice el conflicto por la tierra, causa y motor de la guerra. Propone, por enésima vez, dar tierra a quien la necesita, subsidiarlo, modernizar el agro  y promover el desarrollo rural mediante planificación concertada entre las comunidades y el Estado. ¿Mucho pedir? Sí, para la derecha sedienta de sangre que se congratula en el ostracismo del campesinado. No, para el movimiento que renace siempre de sus cenizas, siempre con fuerza insospechada.

Coda. A la indolencia de Duque frente a la masacre de líderes sociales, Monseñor Darío Monsalve la llamó, en castellano impecable, venganza genocida contra las comunidades y la paz. Blandiendo espada inquisitorial, se le vino encima el Nuncio Apostólico. ¿Qué dirá el Papa?

 

 

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Apologistas y detractores de la lucha armada

 No es la censura de siempre a quienes se alzaron en armas; es cuestionamiento a los intelectuales que movieron las ideas y el imaginario de la revolución violenta: unos, dando la cara y hasta portando el fusil; otros, solapando en el idealismo su bendición a una guerra infame. Avanzada de políticos, curas y académicos que nunca respondieron por su contribución a la violencia ni aventuran todavía una autocrítica. Y ante ellos, los “profetas”, que blandieron su discrepancia aún con sacrificio de la propia vida: Jaime Arenas, decenas de obispos y sacerdotes, a los que sumamos guerrilleros ajusticiados por la enfermiza vanidad de Fabio Vásquez, jefe del ELN; Replanteamiento, la CRS. Y, claro, Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando de esa guerrilla, asesinado  por renunciar a ella. La crítica hecha carne y martirio.

Sin adjetivar ni especular, mediante rigurosa asociación de los hechos con la teoría política que los propulsó, sorprende Iván Garzón Vallejo con un libro que confronta a buena parte de la izquierda en este país: Rebeldes, románticos y profetas. Cuestiona en él la ideología justificatoria de la lucha armada como único camino posible del cambio. Y el toque mágico de la religión en la política, acusado en el ELN y, en otras guerrillas, menos ostentoso. En su apresurada asimilación de nuestra quebradiza democracia a las dictaduras del Cono Sur, se creyeron estos aventureros condenados al heroísmo. Otra vez la guerra santa de la violencia liberal-conservadora acicateada, se diría, por el dogma comunista de Stalin-dios para las Farc, de Mao-dios para el EPL, del Che y Fidel-dioses para el ELN, de sandinistas y tupamaros-dioses para el M-19. Al blasón de la espada y la cruz sumaron el de la hoz y el martillo.

Epopeya enana, diré aquí, fue la infancia de las guerrillas. Mas, con el advenimiento del narcotráfico se enriquecieron ellas, se expandieron y emularon al enemigo en vejámenes de guerra sucia. De héroes infantilizados pasaron a mafiosos disfrazados de insurgentes. La pasión revolucionaria que florecía en esta atmósfera de subversión político-religiosa bebió de la Teología de la Liberación, señala el autor. Terminaron por prevalecer la fe y la lealtad sobre sobre la duda y la crítica. Si les faltara un mártir, Fabio Vásquez se encargaría de crearlo, precipitando la muerte en combate de Camilo, el cura guerrillero.

El marxismo es una religión política, recava nuestro autor, y en su diálogo con el cristianismo convergieron no pocos sacerdotes. Fueron los rebeldes y los románticos. Mientras sacralizaron éstos la violencia y pregonaron la ruptura, los profetas criticaron y predicaron la reforma, viable en la democracia existente, por vacíos que tuviera. Parte de nuestra tragedia –apunta– se explica porque con marcada frecuencia sectores de derecha invocaron el “sagrado derecho a defenderse” y sectores de izquierda, el derecho de rebelión y la guerra justa de Santo Tomás. Ambos encontraron así justificación moral e intelectual para la violencia política. El Concilio Vaticano II y el Celam de Medellín en 1968, en su empeño por modernizar la Iglesia, indujeron la ruptura. Unos se refugiaron en su intransigencia doctrinal, otros abrazaron la utopía armada.

“Por poner (los rebeldes) en primer plano sus ideales, no tuvieron conciencia de las potencias diabólicas que estaban en juego. Honraron la ética de la convicción, pero no la ética de la responsabilidad”, concluye Garzón. Ya  hace años clamara Jorge Orlando Melo porque las Farc reconocieran el error histórico de haberse lanzado a la guerra. De hacerlo guerrillas y Estado,  crearían el hecho político indispensable para alcanzar la paz. Dígalo, si no, la potente obra de Iván Garzón.

 

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