Los escombros de la salud-negocio

“Doctor, si no se va, matamos a su esposa e hijas”. Esquela terrorífica escrita en la fachada de un apartamento en Bogotá, tal vez trazada por émulo de la guerra sucia que se ensañó en Colombia; de una ética capaz de calificar al defenestrado como “buen muerto”. De la misma que hace 28 años, con la Ley 100, convirtió en negocio vergonzoso la salud; causa, según dicen, de más muertos que el conflicto armado. Matar a un médico, al que expone su vida todos los días por salvar la ajena, es una monstruosidad. Se le mata por disparo de vecino o por negarle protectores biomédicos en su duelo con el coronavirus. 35 organizaciones médicas le escriben al presidente: “el Gobierno está vulnerando el derecho a la vida de los trabajadores de la salud… al país no le servirá una larga lista de (ese) personal muerto y sin poder detener la pandemia”. Se le acorrala con sueldos de hambre y cero garantías laborales. Ruindad que corre parejas con la destrucción de la red de hospitales públicos —por no ser rentable— y la agonía financiera del sistema de salud exprimido por piratas que se dicen aseguradoras del sector.

La pandemia descorrió el último velo de un sistema abandonado al vértigo del lucro privado, que enterró la estrategia de atención primaria en salud, fue incapaz de habérselas con enfermedades como el dengue y ahora se muestra impreparado para lo que viene: la cresta del coronavirus. A la cabeza del sistema, el Gobierno que, en premio a la inmoralidad de EPS como Medimás y Coomeva, destina todos los recursos a las aseguradoras y nada gira a los hospitales, que desfallecen en la inopia y no pueden siquiera pagar a su personal. Galenos hay que llevan 14 meses sin sueldo. Por falta de medios de protección en la pandemia, 30 funcionarios renunciaron en el Centro Médico San Rafael de Leticia. Las carencias se replican en 851 municipios.

Las EPS retienen los $6 billones que les deben, mientras Fabio Aristizábal, Superintendente de Salud, funge como su dilecto protector. Dizque confía en su buena voluntad para girarles lo adeudado. Y anuncia: todos los recursos irán a las EPS y éstas se encargarán de irrigarlas al sistema. Vaya, vaya. Recibirán $5 billones en pago de deuda del Gobierno; $700 mil millones por compra de cartera; giro de casi $2 billones mensuales por Unidades de Capitación, y $783 mil millones como anticipo de servicios no-pos, según cálculo de las propias EPS.

Cuadro desapacible de los escombros que ha dejado el modelo Ley 100 de salud, en cuya virtud renunció el Estado a garantizar este derecho ciudadano para entregar el servicio a negociantes sin escrúpulos. En sus bolsillos puso todos los fondos del sector y, en sus manos inmaculadas, su manejo, a la mano de Dios, sin vigilancia ni control: el poder público cedió también su sistema de información y los instrumentos de regulación para modular deudas, frenar el robo continuado de recursos y evitar desfalcos catedralicios como el de Saludcoop.

Van décadas pidiendo un modelo que reinserte la salud como componente esencial del Estado social. La Ley Estatutaria de Salud, promulgada en 2015, reabrió el camino, pero los gobiernos han tenido el cuidado de impedir su reglamentación. Eleva esta norma la salud a derecho fundamental universal e irrenunciable, bajo la dirección, regulación y control del Estado. Sin intermediación financiera ni aseguramiento de terceros. El entonces ministro Alejandro Gaviria puso todos los palos que pudo en la rueda de la implementación de la Ley, mediante decretos y resoluciones que están demandados ante el Consejo de Estado. Pero la Estatutaria obliga y su reglamentación sigue pidiendo pista.

Y no será para volver a la normalidad después de la pandemia. La tal  normalidad estribaría en perpetuar la hegemonía de las EPS que se robaron la plata de la salud y desfinanciaron al sector: seguirían los médicos ganando una miseria en hospitales de miseria. Acaso el coronavirus se nos vuelva endémico, como invencibles  nos resulten aun el dengue, la tuberculosis y la desnutrición. Manes de la salud convertida en negocio.

 

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De la pandemia a la industrialización

Entre el miedo a la pandemia, la amenaza del hambre y la quiebra de pequeñas empresas, pujan los viejos poderes por malograr la promisoria oportunidad del cambio. Cambio del modelo que en cuarenta años enriqueció a importadores y banqueros acaballados en la precariedad laboral de millones de trabajadores que hoy son pasto predilecto de la crisis. Mares de empresarios cerraron fábricas para dedicarse a la especulación financiera. Jimmy Mayer, promotor de industrias, aboga por revitalizar el sector, fuente segura de desarrollo y bienestar (Semana 4-12). La producción en Colombia de respiradores para pacientes de coronavirus, que hoy despega, es muestra a la mano de innovación tecnológica y capacidad de reconversión industrial en coordinación con el poder público. Creados en universidades y producidos por la empresa privada a precio veinte veces menor que el internacional, abastecerán la demanda nacional y se exportarán. Aplauso a la alianza Estado-academia-empresa privada.

Mas la idea de reindustrializar no tendrá eco en este Gobierno. Así lo indica su manejo financiero de la crisis, más complaciente con  gremios apoltronados en sus privilegios que generosa con los atribulados. Para ayudar a estos últimos en la coyuntura, destina el equivalente al 0,5% del PIB, mientras Perú gasta en ello el 12%. Recibe impasible la recomendación del FMI de no tomar préstamos del Banco de la República, interesado como estará aquel en preservar la regla fiscal que le asegura el pago de la deuda. Impensable ahora el gesto del entonces presidente Carlos Lleras cuando en 1966 expulsó a la misión del FMI por querer imponerle una devaluación repentina y brutal. Sin crédito del Banrepública no podrá Duque acoger la propuesta de Acopi –aplicada en casi todo el mundo– de subsidiar salarios a los 8 millones de trabajadores más vulnerables, en vez de ofrecer préstamos de la banca privada a microempresas que no podrán pagarlos después.

Acaso pescando en el río de la crisis para perpetuar una medida temporal, el presidente de Fenalco propone, angelical, reducir salarios al 40%. Por su parte, los $6 billones girados al sector Salud aterrizaron en alforjas de las EPS, no en los hospitales. Y sí, claro, el Gobierno hace lo que puede. Que no es mucho, porque el Gobierno es el Consejo Gremial. Y el Presidente, entusiasta servidor del modelo gamonal-extorsionista que éste representa.

Hace años cuestiona Mayer la dependencia de nuestra economía de materias primas como el petróleo. Los países que dependen de ellas, dice, nunca ascienden al desarrollo: llevamos 50 años arrastrando un modelo equivocado, de no-crecimiento, de desindustrialización. En 1957, el ingreso per cápita de Corea era el mismo de Colombia. Hoy lo triplica. Sólo la firma Samsung vende en un año el equivalente al 60% del PIB colombiano. Convoca el empresario a todos los gremios, sindicatos comprendidos, a marchar en pos de un modelo que dispare el crecimiento de la economía, que cree empleos abundantes y bien remunerados. Y no lo vamos a lograr sembrando aguacates, dirá.

El modelo está inventado y toreado en mil plazas desde hace casi un siglo: es el capitalismo social presidido por el Estado mediante planificación concertada con el sector privado. Defiende lo mismo la libre iniciativa del capital que los derechos sociales y económicos de toda la población. Resulta de transacción entre dos sistemas que crearon más desventura que felicidad: el comunismo  y el capitalismo salvaje. Para Alicia Bárcena, directora de la Cepal, es el Estado el que podrá rescatarnos de la crisis evidenciada por la pandemia del coronavirus. No podemos volver a transitar los caminos que nos arrojaron en ella, expresa: “estamos ante un cambio de época, de paradigma. Tenemos que cambiar nuestro modelo de desarrollo”.

 

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Los condenados de la tierra

Tienen el 19% de la tierra, pero producen el 78% de los alimentos que llegan a la mesa de los colombianos. Trabajan de sol a sol y, en esta crisis que desafía los límites de la supervivencia, trabajan de sol a luna: son los labriegos de la economía campesina. Tras la exuberancia de las cosechas anida el sarcasmo de su propia hambre, causada por piratas que devoran tierras a sangre, fuego y fraude contra el pequeño fundo. Más productivo, sin embargo, que la gran explotación agrícola. Colombia es uno de los tres países con mayor concentración de la propiedad rural en el mundo y la reforma agraria ha sido el hazmerreír de sus élites. Único de Occidente que por ese motivo principal padeció una guerra de 60 años, expulsó del campo a la mitad de su gente y elevó hasta 70% el porcentaje de pequeños campesinos sin tierra.

Suplica la Acción Comunal de Usme  reducir precios a los insumos agrícolas, fortalecer la distribución de alimentos de los campesinos y controlar sus precios en el mercado; pero esta es letanía centenaria que los dioses siguen ignorando: no conceden ellos siquiera modestas gracias de pancoger. Tal vez presientan, daga en mano, el estallido campesino que exija ejecutar el mandato constitucional de redistribuir tierra y modernizar el campo. Reforma rural afirmada en razones de justicia y de eficiencia económica. En palabras del investigador Alejandro Reyes, la distribución de activos productivos como la tierra acelera el crecimiento y desata el potencial productivo, hoy limitado por el monopolio rentístico de la tierra.

Explica Reyes que el acaparamiento de las mejores tierras por las élites de las regiones forzó la colonización campesina de tierras inhóspitas. A ello se sumó después el desplazamiento por la guerra: entre 2005 y 2014, 2.996.000 campesinos huyeron de sus fundos, la mayoría pequeños propietarios; se despojaron 8 millones de hectáreas, en proceso que alcanzó su clímax entre 2005 y 2008. Mientras las guerrillas buscaban la toma del poder, los paramilitares y sus aliados en la sombra –políticos, empresarios, ganaderos, se recordará–, apuntaron a reconfigurar el poder regional a partir del despojo y el desplazamiento. Miles de inversionistas compraron a huevo fincas despojadas, y grandes hacendados corrieron cercas hacia los minifundios. El intento más reciente por honrar la legislación agraria es la Ley de Restitución de Tierras, perseguida con saña por la caverna en pleno, en cabeza de la senadora María Fernanda Cabal.

El cambio no dará espera. Recobra ya vigencia la reforma rural suscrita en el Acuerdo de Paz y elevada a norma constitucional para formar un fondo de tierras con destino a campesinos que las necesitan, con predios recuperados de la usurpación y otros expropiados por interés social. Ejecutar programas de desarrollo con enfoque territorial, mediante intervención del Estado asociado a la comunidad. Entregar bienes y servicios públicos en infraestructura, desarrollo social e impulsar la agricultura familiar. Apoyar el ingreso rural y la producción de alimentos. Suministrar crédito, asistencia técnica y medios de comercialización. Aumentar la producción agrícola para garantizar la seguridad alimentaria de los colombianos. Buscar, en suma, la transformación estructural del campo, con miras a la democracia y al desarrollo rural.

Pasado el virus que desnudó la crisis del sistema, se abrirá el muñequeo entre  élites que querrán cosechar en los despojos del trauma para acabar de arrinconar al campesinado, y las organizaciones sociales repotenciadas por vivencias de penuria que no querrán repetir: exigirán el cambio en calles y veredas. No será fácil “resolver” esta vez la crisis por aplastamiento de los condenados de la tierra.

 

 

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Élites: la mano al dril

 ¿Pródiga, rentable o provocadora? La donación de $80 mil millones de Luis Carlos Sarmiento para mercados e instrumental médico en la pandemia podrá ser genuino acto de desprendimiento; eficiente inversión en publicidad, o bien, ofensa para los excluidos que ven caer migajas de la mesa del rico Epulón, cuya fortuna se estima en 12 mil millones de dólares. En bumerán podrá terminar la feria de vanidades que, acaso en dolor de patria, ha montado la élite económica para escamotear su deber de aportar, codo a codo con el Gobierno, a la solución de la crisis. Principiando por allanarse al clamor de una reforma tributaria que elimine las exenciones recibidas y grabe patrimonio e ingresos –dividendos comprendidos– de los privilegiados. Una reforma que honre el principio constitucional de tributación equitativa, eficiente y progresiva.

Rica fuente de recursos cuando se busca hasta el último duro para evitar el contagio, el hambre, el desempleo y la quiebra de las empresas pequeñas y medianas, que generan 17 millones de empleos. Para evitar el derrumbe del aparato productivo. Así lo propone inclusive Eduardo Lora, tras deplorar la ruidosa ausencia de aquella élite en el duro trance. En foro de Eafit, insta el exdirector de Fedesarrollo a prepararse desde ya para una crisis prolongada.

Que no todo es roya en el cafetal lo dicen, primero, la explosión de manos que se tienden hacia el necesitado y la consagración de los campesinos a producir alimentos. Segundo, el prematuro compromiso de firmas como Arturo Calle, Creps & Waffles y Cine Colombia con la preservación de los salarios de sus empleados, pese al cierre temporal de actividades. Muchas empresas, cómo negarlo, se han mostrado solidarias. Pero otras tantas parecen más proclives a exhibir su cristiana caridad: 2 mil milloncitos aquí, 9 mil allá, 15.800 más allá; y una meta heroica de 35 mil mediante vaca de Andi, Cámara de Comercio, Camacol y Asobancaria en Bogotá. Lánguidos óbolos comparados con utilidades como la del sector financiero que en agosto pasado llegaban a $65,2 billones, y sus activos, a $1.888 billones. Tras los $273 billones que los Fondos Privados de Pensiones acaparan, se encuentran Sarmiento Angulo, el Grupo Empresarial Antioqueño y el Grupo Bolívar.

En $50 billones se calcula el valor de subsidios al empleo, protección a empresas medianas y pequeñas y apoyo a la producción nacional durante 3 meses. Salvo el gran empresariado que ha medrado al calor del neoliberalismo, proponen los estudiosos financiar ese monto con emisión monetaria, parte de los 53 mil millones de dólares en reservas internacionales, los $15 billones de regalías y pensiones regionales, crédito con el FMI; y un préstamo directo del Banco de la República al Gobierno, sin la inútil y onerosa intermediación de la banca privada, siempre lista a socializar pérdidas y capitalizar ganancias.

La acción del Estado, indelegable, habrá de concentrarse en reducir el avance del virus, en dar alimento a los necesitados, en proteger el empleo y asegurar la producción de bienes indispensables. En lugar de subsidiar a los muelles dueños de grandes empresas, deberá demandar su concurso para enfrentar la crisis más grave que agobia al país en un siglo. Al menos en reciprocidad por los incontables favores recibidos del Estado y de la ciudadanía. ¿A qué tanta reticencia de los ricos cuando se trata de salvar la vida y el ingreso de millones de colombianos? ¿No alcanzó su largueza sino hasta el impuesto de guerra que pagaron sin chistar ni preguntar cuántos cientos de miles de civiles inocentes morían en ella? Si se trata ahora de un impuesto por la vida y por un futuro mejor, ¿cómo no meterse a tiempo la mano al dril?

 

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