Izquierda, derecha y centro

Como si el uribismo no representara la fuerza más caracterizadamente reaccionaria del país, Iván Duque se siente “in” negando la existencia de la dupla izquierda-derecha.  Argucia pueril ésta de negar la cuna, savia y razón de ser del Centro Democrático: su contraparte, la izquierda armada que las Farc encarnaron en su hora. Enemigo providencial, ellas le permitieron librar una guerra menos contra el comunismo que contra el campesinado, para repotenciar la ya injuriosa concentración de la tierra. Y para instaurar un régimen de fuerza. Huyéndole por cálculo electoral a la propia sombra de su partido –forjado en un historial de corrupción, ilegalidad y violencia– intenta Duque su presentación en sociedad. Consiste en impostar candor juvenil cuando calla sobre restitución de tierras o actualización del catastro; cuando propone bajar más impuestos a los ricos, resucitar las mortíferas Convivir y negarles a la Farc el derecho ganado de hacer política, por ver si esta vuelve a la guerra. En otra orilla, Gustavo Petro personifica la alternativa más vigorosa de izquierda legal. Mas, pese a su carisma, parece condenado por contrapropaganda de la derecha a correr en solitario por la Presidencia.

Con moderados que recelan de las extremas, Humberto de la Calle y Sergio Fajardo, la trilogía derecha-izquierda-centro (presupuesto de la democracia) se depura por fin en Colombia, tras la resaca del Frente Nacional. Y son las ideas de igualdad, libertad y paz las que trazan fronteras en el abanico de la política. Si a la ultraderecha la desigualdad se le antoja fatalidad inmóvil, la izquierda busca eliminarla o atemperarla. Se afirma ella en los valores de la democracia: equidad, pluralismo, Estado laico y Gobierno de leyes, no de caudillos autoinvestidos de tales.

Ni la izquierda ni la derecha ni el centro se presentan como opciones puras, homogéneas. En este último rivalizan por ahora progresistas en alianza con partidos contestatarios, para dibujar propuestas de centro-izquierda. Pero también Fajardo niega la disyuntiva entre izquierda y derecha. Parece interpretar que centro es neutralidad, ambigüedad, vacilación, mutismo ante problemas que demandan acometida precisa. Como la de renegociar el TLC, que el Polo, su aliado, ventilaba. Prestada de su otra aliada, Claudia López, concentra energías en la consigna anticorrupción, acaso desdibujada ya por el manoseo de todos, uribismo comprendido, ¡válgame, Dios!

Bien definida, en cambio, la alianza de Humberto de la Calle con Clara López acopla reformismo liberal e izquierda moderada. Fórmula fogueada en viejas lides, no esconde sus propósitos: defender la paz de los embates de la Mano Negra y de quienes prometen “perfeccionarla” destruyendo los acuerdos que pusieron fin a la guerra. Construir un país que rompa la inequidad con un modelo social y económico cimentado en la igualdad de oportunidades; en la industrialización que apunta al desarrollo con pleno empleo; en la solidificación del Estado laico y su preservación contra toda tentación autoritaria.

Mientras vuelve De la Calle al reformismo liberal que no pudo ser, nada en el discurso de Clara evoca la revolución proletaria ni el imperialismo yanqui ni la lucha de clases. Nada en ella evoca a la izquierda tradicional, confiscatoria. Pero sí permite esta convergencia soñar con el modelo socialdemócrata en su versión cepalina, latinoamericana, de Estado industrializante, promotor del desarrollo. ¿Serán posturas tan sensatas las que frenan la indispensable alianza entre coaliciones de centro-izquierda? ¿Será la corrosiva vanidad, indiferente a la catástrofe que un Gobierno de derechas traería? En democracias pluralistas, por imperfectas que ellas sean, el porvenir no es de los extremistas de izquierda o de derecha; es de los moderados.

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¿Avispero a primera vuelta?

En vez de formar coaliciones, parece más probable que once candidatos concurran en solitario a primera vuelta presidencial. Hace unos meses se postulaban 49. Insólito. Mas no es éste el avispero de 2002, cuando hubo más partidos que curules en el Senado: 68 colectividades inscritas y 82 esperando personería jurídica. Polvareda de microempresas electorales que derivó, primero, de la pérdida de mando nacional en los partidos y, después, de la Constitución del 91. Hoy vuelve la dispersión, sí, pero ostentosa en la elección presidencial y con un ingrediente inesperado: hace coquitos la ideología, que se había extraviado en la politiquería y el delito. Terminados el conflicto y el señuelo electorero de las Farc, salen de su encierro los problemas que demandan a gritos solución, estrategias y programas de gobierno que ningún candidato podrá ya burlar. Laudable comienzo de repolitización de la política acicateado por adversarios de la otra orilla y por la sociedad que, tras el infierno de la guerra, se despabila.

La atomización de los partidos se gestó en los 80 con la decadencia de las casas políticas y la desaparición de las jefaturas nacionales que habían cohesionado a los partidos como identidades políticas tan potentes que suplantaron la ciudadanía: antes que ciudadano, se era liberal o conservador. Se instaló en su lugar una federación de barones que se hicieron con el poder en su región;  rompieron las jerarquías de mando; se apoderaron del erario, muchos terminaron mezclados con el narcotráfico o cooptando a guerrilleros y paramilitares para consolidar su dominio. Turbay Ayala perfeccionó el clientelismo como sistema, desde la capital hasta las regiones más apartadas, donde imperaron los barones y su notablato local.

A la atomización de la política contribuyó, acaso sin buscarla, la Carta del 91. Quiso este admirable catálogo de derechos fomentar el surgimiento de nuevas fuerzas políticas. Pero la generosidad de la norma para crear partidos, la circunscripción nacional de Senado, una descentralización precipitada y sin salvaguardias y, sobre todo, la entronización de una democracia que, a fuer de lucha contra el clientelismo, se resolvía en destrucción de los partidos, produjo el efecto contrario. Se fueron los constituyentes del 91 lanza en ristre contra aquellos, hasta poner al país ante el peligro de saltar de un Estado de partidos a una sociedad sin partidos. Pasto para el primer demagogo con ínfulas de caudillo que instaurara por decreto su Estado de opinión. Como en efecto sucedió.

El reconocimiento de todo matiz personalista como partido sin desprenderse de su colectividad desinstitucionalizó la política y desintegró los verdaderos partidos. La circunscripción nacional para Senado, en lugar de ampliar el abanico, dejó a medio país sin representación en la Cámara Alta y prolongó el bipartidismo. El propio De la Calle diría que la diáspora de listas descuartizaba los partidos; y que la Constituyente no le había cerrado el paso a su disgregación.

También el personalismo fractura hoy proyectos políticos llamados a unirse por afinidad en coalición. ¿Acaso Ramírez, Duque y Ordóñez no comparten (de palabra y de obra) una misma vocación de derecha? ¿Acaso no comulgan De la Calle y Fajardo con un mismo principio ético y democrático? Pero éste discrimina a De la Calle. ¿Volará tan alto su ego que termine por cederle el triunfo a la caverna? Hoy repican otras campanas: Colombia merece al estadista capaz de sintonizarse con los grandes problemas del país y de ofrecer respuestas a la altura de las demandas sociales. ¿No será hora de definir candidaturas por voto temático; de premiar no a la avispa que más vuele sino a la que mejores propuestas ofrezca?

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