El referendo concebido para aplastar a la minoría homosexual, a solteros y mujeres cabeza de familia es fruto excelso de la democracia directa instituida a la ligera, sin salvaguardias, en la Constitución del 91. Y ésta se inspiró, entre otros, en el filón despótico de Rousseau, quien concedió a la voluntad general el mismo poder inapelable y sin esguinces que otros atribuyeron al monarca absoluto. Aquella Carta defendió el pluralismo, la diversidad y el Estado laico, sí. Pero, inflamada contra el clientelismo y los partidos, se extravió en la fiebre de una democracia “participativa” en bruto, cuyo llamado ardía entonces en la región que se sacudía las dictaduras. Fue su primera usufructuaria la autocracia de Uribe Vélez, edificada sobre su Estado de opinión, que se brincó mientras pudo las instituciones y reglas de la democracia. Abrevando en la misma fuente de ideas, vociferaron ahora Viviane Morales y Lucio, en arrebato místico y a la caza de votos, contra la llamada ideología de género, la homosexualización del país y su venezolanización.
Aquella democracia directa del 91 obraría en cabeza de individuos libres que convergen, dueños por fin de su destino, para adoptar por mayoría decisiones soberanas, esquivando la mano peluda de los partidos. Abundaron los constituyentes de la época en panegíricos a la expresión directa de las masas, en invectivas contra la clase política. Al punto que quisieron erigirse en Asamblea eterna, todopoderosa, y clausuraron el Parlamento para convocar, a desgana, nuevas elecciones. La divisa, armonizar modernización política con el modelo económico que Washington imponía y nuestra Carta cooptó. Tal pauta, empero, en vez de fortalecer la participación política, la debilitó aún más; en vez de desarrollar un sentido de ciudadanía, lo bloqueó; al atacar sus organizaciones, desactivó a la sociedad y la atomizó.
Enemigo jurado de los partidos y del sistema representativo fue Rousseau, heraldo de la voluntad general. Si Hobbes concibió el Estado como poder único, soberano, indivisible y absoluto, el ginebrino le confirió los mismos atributos a la voluntad general. Ya desde el Estado, ya desde la sociedad, ambos militan con la divisa absolutista: el pueblo-uno, corolario del poder-uno, tan caros a dictadores que vemos desfilar, con botas o sin ellas, en nuestros días. Como comprobamos, acá y allá, que la voluntad general así concebida es voluntad unívoca, implacable y ciega a la diversidad de la sociedad contemporánea. Presupone aquella una sociedad uniforme, que asegura su cohesión y acalla el conflicto con el postrer recurso de Rousseau: la religión civil.
No fue civil la que Calvino impuso en Ginebra por votación directa, la mano en alto, del pueblo-uno en plaza pública; pero Rousseau formularía el mecanismo después. Como lo sería la imposición de la particular fe religiosa de Morales para dictar la moral, la ley y el ejercicio del poder en un Estado laico; para quitar y poner derechos fundamentales por capricho. Confesa añoranza del representante Carrasquilla, que querría gobernar con la Biblia y no con la Constitución.
Tocqueville advirtió sobre la tiranía de la mayoría; como antídoto propuso descentralizar el poder y multiplicar partidos y organizaciones sociales. Por oposición a la voluntad general de Rousseau, previno también contra las tendencias niveladoras, homogenizadoras de la igualdad en la democracia. En suma, peca la democracia directa porque avasalla a las minorías, lacera su ciudadanía y puede conducir al totalitarismo. O, a lo menos, a una dictadura electiva, ataviada como democracia del aplauso. O como populismo refrendario, que es perversión de la democracia directa.