Feminicida, desde la cuna

Parece complacerse nuestra cultura en la violencia que hiere todos los días a las mujeres y los niños. En un país que ha “domesticado” su población más indefensa a fuete y a puñal, la mayoría ni se entera de que éste compite por la corona mundial en feminicidio, y las cifras le resbalan: los cinco últimos años registran 345 asesinatos de mujeres por su condición sexual; sólo en los tres primeros meses de 2017 fueron asesinadas 104 mujeres, según Medicina Legal. La estadística de maltrato infantil y violencia doméstica da escalofríos, mientras el matoneo y la represión en la escuela se atemperan con pereza. Mas, en generalización optimista que tantos quisiéramos dar por cierta, el psicoanalista Guillermo Carvajal saluda gozoso un supuesto derrumbe de la estructura política, social y psicológica que sostenía la pedagogía del miedo infundido por violencia en la educación. Más aún, dizque “Dios desapareció del contexto punitivo”. ¡Dios lo oiga!

Porque ya podríamos esperar el vuelco de una saga milenaria a tiro de una generación. No serán muchos los niños que gocen de educación sin sufrimiento y, en todo caso, ninguno escapa al asedio de padres, curas, maestros, Malumas, publicistas y seriados de televisión que enseñan la feminidad como impotencia y daguerrotipo de muñeca deseable; y la masculinidad como ferocidad, miedo a la ternura y a la furtiva, que es “cosa de nenas”. ADN del aire que se respira desde la cuna, para troquelar relaciones de poder entre padres e hijos, y entre géneros, que sólo se resuelven en brutalidad. Aún en las familias más distinguidas. Y quien creció en la violencia, violencia podrá ejercer después.

Excepciones habrá, claro, como el movimiento de Nuevas Masculinidades. Como padres y colegios que apalancan, contra el medio, una educación en libertad y sentido de equidad. Pero son contados. No existe todavía este “mandato colectivo (instalado) en la mente de casi todos los adultos” que el doctor Carvajal acaricia. Para alcanzarlo, habrá que escarbar antes en las raíces culturales que moldean las relaciones entre hombres y mujeres. Así lo propone en Razón Pública la antropóloga Myriam Jimeno, cuyo texto nos permitimos glosar:

Aquella cultura echa raíces en un pasado remoto y camina lerdo con relación al cambio laboral y educativo de la mujer. Tres ejes culturales parecen explicar la violencia contra ella. Primero, el ideal sublime y eterno del amor romántico; a salvo de contradicciones, encarna la idea que ensambla a dos en uno, dos medias naranjas no admiten diferencias. La mujer deviene aquí propiedad del varón y éste lo mismo premia su sumisión que castiga todo conato de rebelión. Baladas, vallenatos y boleros cantan a la propiedad privada, “para que sepan todos que tú me perteneces, con sangre de mis venas te marcaré la frente”. Otro confiesa: “tuve que matar al ser que quise amar”.

Segundo, se tiene a la crueldad contra la mujer como acto de locura. El agresor resulta justificado en un descontrol humano y presentado como insania su plan deliberado de matar. Por último, la idea de que razón y emoción son ríos separados. Así, se legitima la violencia que da cauce a los celos, a la rabia, al miedo de perder la pareja. La exaltación del sentimiento –escribe nuestra autora– recupera la vieja idea del honor que se defiende con el crimen. Sólo un cambio profundo en esos ejes, agrega, infundido a hombres y mujeres desde la primera infancia les darán eficacia a las leyes contra el feminicidio y equidad a la relación amorosa. “Hay que dejar de criar princesas indefensas y machitos violentos”. No educar el niño a golpes, ni predisponerlo a agredir después a su pareja. Que al feminicida se lo hace desde la cuna.

 

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Tierras: codicia desbordada

Su angurria no tiene límites. No contentos con que se les legalice lo usurpado, los poderosos del campo quieren reducir a fórmula inane el poder de expropiar y de extinguir dominio sobre tierras inexplotadas, que el Ejecutivo ostenta desde 1936. Temiendo su aplicación ahora, se despelucan ellos por reversar la legislación vigente. El coco castrochavista seguirá probando su eficacia como coartada para preservar el acaparamiento de tierra, y agudizarlo, en un país donde 80% de la población campesina se apelmaza en el 5% de la tierra cultivable, para producir el 90% de los alimentos. Pero, en el juego de encenderle una vela al campesino y otra a su enemigo inveterado, el Gobierno le concede a éste gabelas que podrán malograr la reforma. Como la legalización de baldíos usurpados, cuyo trofeo es la Ley Zidres. Y la supresión de la expropiación por vía administrativa, para condenarla a su agonía en la inmovilidad eterna de los juzgados. Cosa distinta haría una jurisdicción agraria creada para desenredar y evacuar rápidamente los procesos.

Exultante el uribismo con el golpe de mano que la Corte acaba de asestarle a la implementación de los Acuerdos de Paz, cuyo eje es precisamente la reforma rural, el CD librará una batalla encarnizada contra ella. Asistiremos a la enésima defensa de la concentración de tierras, mientras la derecha armada hace lo suyo en custodia de los predios robados al campesino. Y el país podrá verse de nuevo ante el abismo de la guerra. Misión cumplida. Tras el fragor de la contienda pretenderá seguir agazapado el curubito de los avivatos, miembros prestantes del empresariado y de la política, contra quienes pide acción judicial la Contraloría por haber adquirido ilegalmente 123.000 hectáreas en baldíos destinados a economía campesina.

La prohibición de acumular tierras para no explotar o cultivar a medias mientras se valorizan y no pagan impuestos viene desde 1936. A la luz de la función social de la propiedad, toda la legislación agraria hasta hoy consagra la extinción de dominio para lotes de engorde y predios inadecuadamente explotados. Y expropiación con indemnización, por razones de utilidad pública o de interés social. No se buscó en el 36 cambiar la estructura de propiedad agraria; antes bien, se quiso fortalecer la propiedad privada mediante titulación. Modestísimo alcance que se repite hoy, si se comparan estas iniciativas con las muy liberales reformas agrarias que Europa ejecutó con incautación directa del latifundio y su repartición entre el cultivador medio y el pequeño.

En su tortuosa concertación con los gremios del agro, aceptaría el Gobierno como legal la acumulación de baldíos antes de 1994. Y, además, esos predios sólo configurarían acumulación indebida si el Registro lo hubiese consignado por escrito. Naturalmente, casi ninguna escritura habrá incorporado la nota, y no podrá argumentarse ilegalidad. Será vía expedita para fomentar el acaparamiento y perdonar el robo de las tierras reservadas por la Constitución al campesino que las necesita.

Como van las cosas, en el proyecto que el Gobierno negocia no quedaría espacio para la agricultura campesina. Ni la concentración servirá siempre a proyectos productivos sino a la especulación con la tierra, bien protegida por las armas y por un remedo de catastro rural que no obliga con impuestos. Aboga Alejandro Reyes por “garantizar la propiedad de tierras legales, no de las ilegales”. También se ha dicho que el último recurso para asegurar una reforma rural capaz de desactivar la causa mayor de la guerra será la movilización social y política de todos los demócratas contra la codicia desbordada de quienes llevan siglos haciendo lo que les da la gana.

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El pecado de la democracia directa

El referendo concebido para aplastar a la minoría homosexual, a solteros y mujeres cabeza de familia es fruto excelso de la democracia directa instituida a la ligera, sin salvaguardias, en la Constitución del 91. Y ésta se inspiró, entre otros, en el filón despótico de Rousseau, quien concedió a la voluntad general el mismo poder inapelable y sin esguinces que otros atribuyeron al monarca absoluto. Aquella Carta defendió el pluralismo, la diversidad y el Estado laico, sí. Pero, inflamada contra el clientelismo y los partidos, se extravió en la fiebre de una democracia “participativa” en bruto, cuyo llamado ardía entonces en la región que se sacudía las dictaduras. Fue su primera usufructuaria la autocracia de Uribe Vélez, edificada sobre su Estado de opinión, que se brincó mientras pudo las instituciones y reglas de la democracia. Abrevando en la misma fuente de ideas, vociferaron ahora Viviane Morales y Lucio, en arrebato místico y a la caza de votos, contra la llamada ideología de género, la  homosexualización del país y su venezolanización.

Aquella democracia directa del 91 obraría en cabeza de individuos libres que convergen, dueños por fin de su destino, para adoptar por mayoría decisiones soberanas, esquivando la mano peluda de los partidos. Abundaron los constituyentes de la época en panegíricos a la expresión directa de las masas, en invectivas contra la clase política. Al punto que quisieron erigirse en Asamblea eterna, todopoderosa, y clausuraron el Parlamento para convocar, a desgana, nuevas elecciones. La divisa, armonizar modernización política con el modelo económico que Washington imponía y nuestra Carta cooptó. Tal pauta, empero, en vez de fortalecer la participación política, la debilitó aún más; en vez de desarrollar un sentido de ciudadanía, lo bloqueó; al atacar sus organizaciones, desactivó a la sociedad y la atomizó.

Enemigo jurado de los partidos y del sistema representativo fue Rousseau,  heraldo de la voluntad general. Si Hobbes concibió el Estado como poder único, soberano, indivisible y absoluto, el ginebrino le confirió los mismos atributos a la voluntad general. Ya desde el Estado, ya desde la sociedad, ambos militan con la divisa absolutista: el pueblo-uno, corolario del poder-uno, tan caros a dictadores que vemos desfilar, con botas o sin ellas, en nuestros días. Como comprobamos, acá y allá, que la voluntad general así concebida es voluntad unívoca, implacable y ciega a la diversidad de la sociedad contemporánea. Presupone aquella una sociedad uniforme, que asegura su cohesión y acalla el conflicto con el postrer recurso de Rousseau: la religión civil.

No fue civil la que Calvino impuso en Ginebra por votación directa, la mano en alto, del pueblo-uno en plaza pública; pero Rousseau formularía el mecanismo después. Como lo sería la imposición de la particular fe religiosa de Morales para dictar la moral, la ley y el ejercicio del poder en un Estado laico; para quitar y poner derechos fundamentales por capricho. Confesa añoranza del representante Carrasquilla, que querría gobernar con la Biblia y no con la Constitución.

Tocqueville advirtió sobre la tiranía de la mayoría; como antídoto propuso descentralizar el poder y multiplicar partidos y organizaciones sociales. Por oposición a la voluntad general de Rousseau, previno también contra las tendencias niveladoras, homogenizadoras de la igualdad en la democracia. En suma, peca la democracia directa porque avasalla a las minorías, lacera su ciudadanía y puede conducir al totalitarismo. O, a lo menos, a una dictadura electiva, ataviada como democracia del aplauso. O como populismo refrendario, que es perversión de la democracia directa.

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Ley de tierras, contra viento y mentiras

Tras la oferta uribista de volver añicos el “maldito” Acuerdo de Paz podrá escudarse la oposición armada a la reforma rural que buscaría formalizar la propiedad en el campo, dar tierra pública al campesino y forzar la producción en tierras inexplotadas. Tímido intento liberal que asoma periódicamente desde hace 80 años, para desfallecer con la misma regularidad aplastado por una derecha cerril y violenta empotrada desde la edad de piedra en el poder. En la intrincada rebatiña de ELN, paramilitares, Bacrim, mafias y una disidencia de las Farc por territorios y negocios que fueron de esa guerrilla, se refocilan también los enemigos más bravíos de la devolución de tierras, ejércitos anti restitución comprendidos. Y acaso terminen estos por disparar asimismo contra la ley agraria que será avenida principal hacia la paz.

Ni alarmismo ni retórica, que el embate podrá escalar a genocidio. Defensoría del Pueblo y ONU cifran en centenares los dirigentes sociales, de derechos humanos y de izquierda asesinados o amenazados de muerte en el último año. El Cinep confirma la expansión del paramilitarismo, autor en ese año de 550 víctimas de asesinato o amenaza; de 83 ejecuciones extrajudiciales, 44 heridos, 9 desaparecidos y 12 torturados. Y centenares de casos permanecen en la sombra. 72 son los líderes de restitución de tierras asesinados.

Como ambientando acciones ejemplarizantes, avasalla la caverna el debate razonado sobre la ley rural, para potenciarlo como táctica de la mentira, cuya eficacia probó el 2 de octubre pasado. En impecable contravía de la realidad, le atribuye al proyecto el propósito de colectivizar la tierra y de entregársela a las Farc. Un editorial de La República lo señala como “venezolanización del campo”. Tanto crédulo dispuesto a comulgar con ruedas de molino; tan desangelada batalla del Gobierno por la estrategia madre del posconflicto podrán hasta salvar a la ultraderecha del ridículo.

Despojada la controversia de sus deformaciones más groseras, una idea nuclear se saca en limpio: el proyecto de ley armoniza la entrega de tierra al campesino con garantías jurídicas al empresario del campo. Aunque en el proceso de conciliación reparos van, reparos vienen, desde la izquierda, desde la academia, desde los gremios de empresarios. Para unos, el proyecto legaliza el despojo y favorece una mayor concentración de la propiedad, en detrimento del campesino. Para los empresarios, la ley pone en riesgo la propiedad privada. Según Yamile Salinas, el proyecto permite la acumulación ilegal de baldíos y menoscaba el derecho de la sociedad a conocer la magnitud del despojo. Otros resintieron falta de garantías de indemnización en procesos de expropiación; y objetaron el poder que el Gobierno se daba para expropiar y decretar extinción de dominio. Éste modificó el proyecto en función de esa crítica.

Pero la ultraderecha presenta por su anverso la verdad. Desde el podio de pastor en auditorio de iglesia, preside Uribe la convención de su partido; y, en delirio de dios y patria, insta al rebaño a seguirlo en su carrera ciega contra el tratado de paz; en marcha de vencedores contra el enemigo de la sacrosanta propiedad. Evocan Ordóñez y Lafaurie su concentración de un año atrás en apoyo de los llamados compradores de buena fe de tierras arrebatadas a sus dueños. Interpelado se sintió a su vez Aníbal Guerra, falso propietario de predio ajeno quien, a una con alias El Patriota, juró defender con su vida hasta el último centímetro de esa tierra. Merodeaban hombres con leyendas contra la restitución de tierras. Cómo destruirán éstos los acuerdos; como defenderán la tierra usurpada: ¿argumentando? ¿orando? ¿disparando?

 

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No más pactos de silencio

No, no hay que devolverse hasta la Colonia. Si le reconocemos a la verdad histórica poder esclarecedor sobre la guerra, debemos seguir el hilo de la madeja hasta su raíz más próxima y reveladora: la violencia desatada por las dictaduras conservadoras de mediados del siglo XX contra el partido rival. Víctima suya –y del abandono del notablato liberal– fue Pedro Antonio Marín, jefe a la sazón de autodefensas liberales a las que debió convertir después en Farc, al mando del ahora apodado Tirofijo. La Violencia fue cuna del conflicto que se reeditó más adelante en clave de Guerra Fría. Despojo de tierras, desigualdad o exclusión política, violencia oficial, expulsión del campesinado y terror contra la población inerme sobrevivieron casi inalterados hasta hoy, tras breve hibernación a comienzos del Frente Nacional. Verdad es que el narcotráfico y la modalidad de guerra contrainsurgente le imprimieron nuevo sello a la vieja contienda. Pero ello no impidió que el exaltado de derechas y promotor insigne de la Violencia, Laureano Gómez, reencarnara en Uribe Vélez. Compromiso primero de la verdad histórica será descorrer el velo que se cierne sobre la Violencia. Y no callar esta vez, pues el silencio humilla la las víctimas, alimenta el odio y el deseo de venganza.

La mayor ferocidad de la Violencia tuvo lugar en el Gobierno de Gómez; en él, la política toda se resolvió a tiros, a corte de franela y a llamados de Monseñor Builes a matar liberales, pues pertenecer a esa bandería era pecado mortal. Ya Ospina había trocado a Ejército y Policía en fuerzas al servicio de su mandato, con la sibilina misión de reducir, por física sustracción de materia, el contingente electoral del liberalismo. Se acogieron los jefes de las primeras a la amnistía de Rojas, para caer asesinados, uno a uno, tras entregar las armas. No así Marín, quien fortaleció su autodefensa contra la dictadura. Lo movía también el resentimiento hacia la propia dirigencia liberal que, en pacto con la élite conservadora abandonaba a su resistencia armada. Lo movía, sobre todo, la lucha por la tierra para el campesino. Pepa del que fuera después programa agrario de las Farc, emparentado con las propuestas de reforma agraria de López Pumarejo y Carlos Lleras. No vivió Tirofijo para ver plasmada esa bandera en el Acuerdo de paz suscrito por las Farc con el Gobierno de Santos. Ni el sometimiento de sus huestes a una justicia que también a esta guerrilla le exigirá verdad sobre las atrocidades cometidas.

Allende la verdad judicial que podrá imponer penas individuales acá y allá, cuenta la verdad histórica. Memoria de acontecimientos protuberantes que ridiculizan nuestra rosada historia de Colombia, amasada con héroes de barro, con fanfarrias a purpurados y valentones, con silencios interesados en la autocomplacencia de los verdugos-vencedores. Y no es de caer en el anverso moralista de los Henao y Arrubla para volver buenos a los malos y malos a los buenos, que de bueno y de malo tiene a un tiempo la condición humana. Muchos victimarios lo fueron arrastrados por imperativos de necesidad o de legítima defensa. No fue lo mismo pagar a paramilitares para defenderse del secuestro que asociarse con ellos para masacrar campesinos y quedarse con sus tierras. Pero la verdad histórica apunta a identificar a los responsables políticos de la carnicería, y sus medios de acción. Llámense directorio de partido, trama de prelados, orden de Gobierno, conjura de generales o de jefes guerrilleros. Verdad sobre la guerra de hoy y sobre su hermana carnal, la Violencia. Condición inescapable de paz que podrá traducirse en acuerdo civilizatorio de todos los colombianos: nunca más un pacto de silencio.

 

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