Renovación no habrá. Menos aún si ya Ratzinger dejó montado el aparato del cónclave que designará a su sucesor. Con mucho, el nuevo papa moderará el encubrimiento de la jerarquía a la pederastia y su hostilidad hacia los jueces que vigilan el lavado de activos del banco Vaticano. Pero endurecerá la nuez de la crisis: el pensamiento único de la Iglesia, mentís del politburó de Roma al espíritu compasivo y libertario del Concilio Vaticano II. Lejos de reconocer la pluralidad de tendencias en el catolicismo –réplica de la pluralidad de los evangelios- Ratzinger se aferra a la fuente de su poder absoluto, el monolito inmutable. Siempre aplicado a depurar la Iglesia como institución dogmática, el llamado del papa a la unidad no persigue otra cosa que seguir purgándola de indeseables. De los que abogan por una iglesia para los pobres, o por el derecho a pensar con neurona propia sin quedar destripados bajo el rojo mocasín de Roma. Como ha sucedido con cientos de teólogos. Hans Kung, verbigracia, y nuestro padre Llano, castigado por señalar la dimensión humana de Jesús. Vergüenza para el superior de los jesuitas que le puso el bozal.
A sus guerras contra la Teología de la Liberación, contra el relativismo (según el cual la moral no es absoluta sino que depende de las circunstancias) y contra el “laicismo” (el Estado de derecho), Wojtyla y Ratzinger suman su negación violenta del derecho a protegerse del sida con condón, el de las mujeres al aborto terapéutico, el de los homosexuales a casarse entre sí, el de los enfermos a un buen morir. Arando sobre la dimensión pública de la moral privada, no ha mucho instó el papa a “hacer política sin timideces” con esas cadenas. El peso muerto de su dogmatismo hunde el barco de la Iglesia mientras la grey emigra. Al parecer, el brillo intelectual de este papa consistió en retroceder a las tinieblas del medioevo, meca de la derecha que desde hace cuarenta años volvió a mandar en Roma a baculazo limpio, sin ver que el mundo es otro y nuevos los anhelos de los fieles. Dígalo, si no, la rehabilitación del arzobispo Lefebvre, viejo defensor de Francisco Franco y del dictador argentino Videla, y mentor de la secta retrógrada que da cobijo a nuestro procurador Ordóñez.
Huele a demagogia la apelación de última hora de Benedicto al Vaticano II. La despótica imposición de sus arcaísmos a la Iglesia toda contradice el principio conciliar de unidad en la diversidad y de vuelta al Evangelio. Como lo contradice la persecución a la Teología de la Liberación, hija dilecta del concilio que hace medio siglo puso la mira en los desheredados. Miles de sacerdotes sufrieron sanciones, cárcel y, no pocos, la muerte, mientras dirigía Ratzinger el Santo Oficio de la Inquisición, entonces rebautizado Congregación para la Doctrina de la Fe. En El Salvador se alió el Vaticano con la dictadura sanguinaria que asesinó a monseñor Romero. Y en 1985, Ratzinger condenó al silencio al teólogo brasileño Leonardo Boff, figura cimera de la Teología de la Liberación en América Latina. En adelante, no podría volver a enseñar, predicar, escribir o hablar en público. Boff abandonó los hábitos, pero siguió en la iglesia de Jesús, “la de los pobres, enfermos y despreciados del poder”. Aunque desde el asesinato de Juan Pablo I en 1978 cayó en desgracia la proyección social del Evangelio, revivió el más ingrato oscurantismo y, en honor a la tradición de simonía del papado, los negocios del Vaticano fueron orgía sin barreras.
Nada augura cambios sustantivos. Una mayoría de cardenales afectos a Ratzinger prolongará la hegemonía de la derecha en el Vaticano. Y ya nada detendrá la desbandada de católicos hacia otra fe. Por ejemplo, hacia la Teología de la Liberación.