Ni nueve de abril, ni incendio del país como lo quería Pacho Santos, ni venia de la reserva activa al convite de alzamiento (¿autogolpe?, ¿guerra civil?) de Paola Holguín, ni disolución de la JEP, ni acogida a corte única, ni constituyente a la vista. Y sí, en cambio, 78% de colombianos conformes con la decisión de la Corte Suprema y sólo 17% en contra (Centro Nacional de Consultoría para CM&);  corte a la que el senador inculpado no bajó de “aliada del terrorismo agónico”. Paloma Valencia retoma el insulto en su exaltación del jefe, patriota eximio poco menos que Bolívar. Y se postra de hinojos ante el hombre que decide candidatura presidencial en su partido. Mas el Centro Democrático elude, con rigor, la nuez del problema: qué dice el voluminoso expediente de Uribe. Delinquió él o no.

No se lo pregunta porque la verdad es su coco, y cree conjurar el fantasma cubriéndolo de sahumerios y de flores. El avestruz. Su objetivo estratégico es culminar el viejo anhelo de sepultar la verdad judicial y la verdad histórica. En la Corte Suprema y en la JEP, la primera; en la Comisión de la Verdad y en el Centro de Memoria Histórica, la segunda. Cerrar las cortes, desgarrar la Comisión de la Verdad y, desde la impunidad y la ignorancia de lo acontecido en la guerra, refundar la patria a la medida del Eterno, dios de los ejércitos. Proyecto políticamente improbable en un país donde las fuerzas del cambio arañaron la presidencia hace dos años, si bien con capacidad movilizadora en la campaña electoral que así relanza el uribismo: montada, otra vez, sobre el símbolo del protomacho a quien, por serlo, se le perdona el abultado expediente que lo acosa.

Con material probatorio de 7.000 páginas, halló la corte “prueba indiciaria clara, inequívoca y concluyente” de su condición de determinador, inductor y beneficiario de los delitos de manipulación de testigos y fraude procesal. Testigos que lo implican en la presunta creación de grupos paramilitares. Pero, en indigno, desafiante desacato a la justicia, el mismísimo presidente de la república, su Gobierno y su partido descalifican la decisión de la Corte. Nos matriculan en la peor tradición de las dictaduras tropicales: las de Maduro, Somoza, Ortega, Pinochet, maestros en volver risas y trizas la separación de poderes, el Estado de derecho.

En renovada ofensiva contra la verdad, acusó Juan Carlos Pinzón a la Comisión de marras de tener nexos con la guerrilla. Mucho ha de dolerles cuanto ella registra: de 11.118 testimonios de víctimas, el 38% son de la guerrilla; 32%, de paramilitares, y 15% de la Fuerza Pública. Además, informes de organizaciones y comunidades. Como los acopiados en encuentro de diciembre pasado en Apartadó, cuya conclusión reza: Sin la verdad del modelo violento que despojó al Urabá y el Bajo Atrato, no habrá paz. Natalia Herrera recoge en El Espectador el sentir de comunidades víctimas del modelo empresarial de ganaderos, palmeros y bananeros que allí se montó. Su antesala, masacre, desplazamiento, desaparición forzada, asesinato; dinámica que se extendió por el país entero.  Más de una investigación judicial le adjudica al senador Uribe velas en esos entierros.

Pero no es el uribismo el único en conspirar contra la verdad. La Farc aspira a  decirla a medias en la JEP. Niega haber cometido reclutamiento de menores, no ha reparado a sus víctimas y sigue llamando “error” al horror del secuestro que practicó en masa. La verdad es de todos y todos los responsables deben cantarla. La enhiesta imagen de los magistrados que la revelan, aun afectando a un expresidente, devuelve la esperanza: demuestra que nadie puede torear la verdad indefinidamente, pues termina por estrellarse contra ella.

 

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