por Cristina de la Torre | Ago 29, 2020 | Paramilitarismo, Tierras, Conflicto armado, Impunidad, Corrupción, Agosto 2020
No es un incapaz; el presidente Duque es eficiente ejemplar de un proyecto de extrema derecha. Con su paciente inacción contra el paramilitarismo y todos sus émulos, logró el regreso de la más espeluznante seguidilla de masacres: 47 en los 8 primeros meses del año. Masacres de antaño reverdecidas hoy, en cuya historia ofreció abundar Mancuso; pero acaso pueda más el laborioso sabotaje de su extradición a Colombia por el propio Gobierno. Se llevaría el homicida para Italia verdades sobre la matanza de El Aro, en la cual habría tenido velas Álvaro Uribe. Por providencia de la Corte Suprema, deberá rendir el exsenador versión libre sobre “conductas que fueron declaradas crímenes de lesa humanidad” en las masacres de San Roque, La Granja y El Aro, y en el homicidio de Jesús María Valle en 1998. Tras la sindicación de soborno a testigos, un delito común, yacería la pulpa de un delito de lesa humanidad: la creación del Bloque Metro, protagonista de los hechos de El Aro, denuncia el exfiscal Montealegre.
Si bien han renacido, no son idénticas las masacres de ayer a las de hoy. Su función era entonces aterrorizar para arrebatarle al campesino su tierra; para imponer una hegemonía de vencedor armado mediante el control del territorio, de la población, de los corredores del narcotráfico. Dos fuerzas nítidamente demarcadas se enfrentaban: la guerrilla, por un lado; y por el otro, el paramilitarismo con ayuda de la Fuerza Pública, de autoridades locales y de particulares con poder. Hoy, la masacre busca aterrorizar para retener las tierras usurpadas; para prevalecer entre una polvareda de grupos armados asociados a negocios ilegales, narcotráfico comprendido; para bloquear los programas de implementación de la paz, sabotear la verdad de la guerra, liquidar el liderazgo social y frustrar todo amago de democracia en la Colombia profunda.
Pero la ferocidad, la sevicia del matar y rematar inocentes perdura y no se sacia. 150 paramilitares se toman el Aro, saquean, violan mujeres, torturan, asesinan a 17 personas en jornada de horror que culmina con el robo del ganado, de las tierras, el desplazamiento de los pobladores y el incendio del poblado. A Elvia Barrera la violan los paras en cuadrilla; la arrastran por las calles, cara al suelo, y la amarran a un árbol para que muera lentamente. También a un palo termina amarrado Jorge Areiza, después de sacarle los ojos y el corazón, cortarle la lengua y los genitales y levantarle la piel.
En Samaniego, el verdugo obliga a la víctima que yace boca abajo en el piso a volverse para mirarlo a los ojos, y descarga el tiro a diez centímetros de su rostro. Once largos días después veremos al presidente desfilar altivo, corazón de piedra, por sus calles, respondiendo con equívoco saludo de reina Isabel al abucheo de sus gentes. El Gobierno atribuye ésta –y todas las masacres– a vendettas entre mafias, llamadas a desaparecer por obra del glifosato. Grosera simplificación que pretende ocultar su criminal omisión, pues sabía de antemano lo que vendría.
Negligencia que raya en lo penal, fallaría el Tribunal de Medellín sobre la omisión del entonces gobernador Uribe, quien también sabía por el alcalde del pueblo lo que corría pierna arriba de El Aro y, sin embargo, lo abandonó a la tragedia que debió evitar. ¿Será que ya desde entonces obraba en Uribe –como parece obrar ahora en sus validos– la fría escuela que justifica “masacres con sentido social”? (“Si la autoridad serena, firme y con autoridad implica una masacre, es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”, escribió Él). ¿Será cada víctima de las masacres que vuelven al país “un buen muerto”, que deba pagar por veleidades de terrorista? ¿Lo son también para Duque?
por Cristina de la Torre | Ago 22, 2020 | Corrupción, Agosto 2020
Si no naufragó EPM con el desastre de Hidroituango, menos sufrirá ahora por un reajuste a la vista del modelo corporativo que la gobierna. Incierta la independencia de miembros de la junta renunciada frente a las firmas responsables de una afectación de $9,9 billones, se menoscabó la confianza entre las partes. Y sufrió el control recíproco entre el propietario público –Medellín– y el administrador privado –notables del empresariado antioqueño– Se desbalanceó el juego de pesos y contrapesos entre actores que en el Estado de bienestar se alían en vista del bien común. El caso no es fortuito, es frecuente vicisitud del modelo.
Mas al reiterado anuncio del alcalde Quintero de devolverle a la ciudadanía por vía judicial lo perdido, respondió la junta con espectáculo de pánico moral. Asistimos a la altisonante indignación de parte del empresariado que vive del recuerdo de la industrialización que fue, pero flaquea cuando el bolsillo de los amigos peligra. Así, el intento de recuperar el equilibrio corporativo en EPM y de reacomodar las cargas se resuelve en crisis. Y los que andan en campaña, Federico Gutiérrez, Luis Alfredo Ramos, Sergio Fajardo, se declaran preocupados por los sucesos e, indiferentes a la tronera que se abriría en las finanzas de EPM y del municipio si no se recupera la plata, arrojan fósiles de la caverna: que el alcalde es lobo con piel de oveja, amigo de ideologías (¡), castrochavista y azuzador de la lucha de clases. Ni piden explicaciones ni quieren saber (¿no saben?) si en Hidroituango se traspasaron las líneas del decoro por favorecer a contratistas amigos.
Según el alcalde, “algunos miembros [de la junta], lo sabe Medellín entera, tuvieron o tienen relaciones muy cercanas con los consorcios demandados”. En efecto, para mencionar sólo un caso, Andrés Bernal fue directivo de Sura, aseguradora en litigio potencial con EPM, mientras oficiaba como miembro de su junta directiva. Fue también directivo de Argos, gran proveedor de cemento y concreto de Hidroituango. En 2014, la junta de EPM declinó acción judicial contra Integral y Conconcreto por enormes sobrecostos en la presa Bonyic en Panamá, dizque por ser estas firmas “aliadas” de EPM. La Contraloría de Medellín reconvino a EPM por su “compadrazgo con los contratistas”. Paulina Aguinaga, concejal del CD, denunció que cuatro miembros de la junta directiva que acaba de renunciar participaron de aquella decisión.
Sobrecostos de billones hubo, dijo Quintero, en muchos proyectos: en Orbitel, en Antofagasta, en Bonyic, en Pore III, en Hidroituango; y “difícilmente alguien respondía”. Ejemplos de intereses cruzados pululan: tres exgerentes de EPM venían de Conconcreto, Integral y Argos: Juan Felipe Gaviria, Federico Restrepo y Juan Esteban Calle, respectivamente. “Cómo esperar, se pregunta Vargas Lleras, que una junta directiva con unos vínculos de amistad o de negocio tan fuertes pudiera tomar la decisión de demandar a Conconcreto, a Coninsa, Integral o Sura. Imposible”.
El gobernador Suárez llama al diálogo. Si en el pasado, dice, pudimos superar la violencia más dura provocada por el narcotráfico y el conflicto, hoy se impone el trabajo armónico de todos: academia, sector público y social, empresariado y ciudadanía. También en el pasado conjuraron ellos, todos a una, la fiebre privatizadora que amenazó a EPM. Ha vuelto el imperativo de sellar el boquete privatizador del más preciado bien público de Antioquia, esta vez mediante vasos comunicantes entre algún directivo de la empresa y sus contratistas. La salida, revitalizar el pacto público-privado que en EPM había alcanzado su más refinado grado de depuración y eficacia. Empezando por nombrar una junta directiva de probada independencia.
por Cristina de la Torre | Ago 12, 2020 | Cuarentena, Derecha, Izquierda, Agosto 2020
Pocos momentos como éste, tan exigente en definiciones políticas, ha enfrentado Colombia. La catástrofe social y económica que estrangula a millones de familias sin ingresos, sin empleo, sin compasión del gobierno que convirtió la pandemia en negocio de banqueros, acelera la recomposición del cuadro político que surgió con la firma de la paz. El caleidoscopio ideológico que ha florecido en estos años tiende a converger en dos tendencias gruesas. Una, de derecha impenitente, viuda del enemigo armado que por antinomia marcó su identidad; viuda ahora también de jefe, amenaza con despeñarse cuesta abajo. Otra, de centro-izquierda, toma la iniciativa en la tragedia y dibuja un horizonte de cambio.
Mientras descuella la derecha en el poder por su ineptitud para sortear la crisis y perseverar en el modelo que redobló el daño de la pandemia, abunda su contraparte en propuestas para la emergencia, los ojos puestos en un cambio estructural. Menos punzante sería el sufrimiento –y la rabia en ciernes– si hubiera sido Duque menos avaro y tardo con las masas de víctimas acosadas por el hambre. A anatema le saben las iniciativas de la oposición ampliada: renta básica por seis meses para los más necesitados; plan de choque para crear empleo; impuesto por una vez a los grandes patrimonios, en reciprocidad por las gabelas tributarias recibidas. Y, a mediano plazo, reforma tributaria progresiva para financiar aquella renta y el derecho real a salud y educación para todos, garantizado por el Estado; reforma rural; protección del ambiente; pasos decididos hacia la industrialización perdida y el pleno empleo. Y, claro, un pacto nacional actuante contra la corrupción, por la verdad, la democracia y la paz. Incapaz de soluciones, encogido en su espíritu de secta, prisionero del notablato que lo rodea, ¿cómo responderá Duque a la protesta callejera que se avecina?
A la par de aquel movimiento de fuerzas, ellas cambian. Derecha e izquierda no son las mismas del pasado. La primera es cada vez menos el tronante buldózer de la Seguridad Democrática en manos del bravucón de la comarca, si bien cientos de sus prosélitos amenazan hoy de muerte al senador Iván Cepeda y, por este camino esperan amedrentar a los magistrados de la Corte. Peligrosa patada de ahogado que el senador Uribe no desautorizará, y que aspira a perpetuar el modo de prevalecer por la violencia. La tara persiste, pero ya desdibujada sin remedio por saturación en la opinión y por el prontuario del caudillo.
Tampoco la izquierda es la misma. Con la desmovilización de las Farc, desapareció la paradoja de Charles Bergquist según la cual Colombia exhibía la izquierda más débil y, a la vez, la guerrilla marxista más fuerte del hemisferio. Para que la izquierda legal y democrática pudiera respirar, digo yo, fue preciso sacudirse el yugo de aquellos déspotas vociferantes que desconceptuaban, fusil en mano, a todo inconforme que no empuñara las armas. Y al lado de la jerarquía Católica, los partidos tradicionales: cohesionadores que fueron de la sociedad, oscilaron entre la ley y la violencia para prevalecer durante siglo y medio, pero entraron en barrena. Disidentes de toda laya –del centro, de la izquierda– disputan sus espacios electorales y llevan la iniciativa programática. Hace un año le propinaron a la derecha una colosal derrota electoral.
El acercamiento al centro político ha disuelto prejuicios en ambas partes. Urge ahora convertir afinidades en programa común de una coalición de corte socialdemócrata para las elecciones de 2022 y el gobierno que les siga. Acaba de revelar Invamer que la intención de voto sumada por Petro, Fajardo y De la Calle alcanzaría el 65% de sufragios. Es la hora del centro-izquierda.
por Cristina de la Torre | Ago 6, 2020 | Paramilitarismo, Agosto 2020
Ni nueve de abril, ni incendio del país como lo quería Pacho Santos, ni venia de la reserva activa al convite de alzamiento (¿autogolpe?, ¿guerra civil?) de Paola Holguín, ni disolución de la JEP, ni acogida a corte única, ni constituyente a la vista. Y sí, en cambio, 78% de colombianos conformes con la decisión de la Corte Suprema y sólo 17% en contra (Centro Nacional de Consultoría para CM&); corte a la que el senador inculpado no bajó de “aliada del terrorismo agónico”. Paloma Valencia retoma el insulto en su exaltación del jefe, patriota eximio poco menos que Bolívar. Y se postra de hinojos ante el hombre que decide candidatura presidencial en su partido. Mas el Centro Democrático elude, con rigor, la nuez del problema: qué dice el voluminoso expediente de Uribe. Delinquió él o no.
No se lo pregunta porque la verdad es su coco, y cree conjurar el fantasma cubriéndolo de sahumerios y de flores. El avestruz. Su objetivo estratégico es culminar el viejo anhelo de sepultar la verdad judicial y la verdad histórica. En la Corte Suprema y en la JEP, la primera; en la Comisión de la Verdad y en el Centro de Memoria Histórica, la segunda. Cerrar las cortes, desgarrar la Comisión de la Verdad y, desde la impunidad y la ignorancia de lo acontecido en la guerra, refundar la patria a la medida del Eterno, dios de los ejércitos. Proyecto políticamente improbable en un país donde las fuerzas del cambio arañaron la presidencia hace dos años, si bien con capacidad movilizadora en la campaña electoral que así relanza el uribismo: montada, otra vez, sobre el símbolo del protomacho a quien, por serlo, se le perdona el abultado expediente que lo acosa.
Con material probatorio de 7.000 páginas, halló la corte “prueba indiciaria clara, inequívoca y concluyente” de su condición de determinador, inductor y beneficiario de los delitos de manipulación de testigos y fraude procesal. Testigos que lo implican en la presunta creación de grupos paramilitares. Pero, en indigno, desafiante desacato a la justicia, el mismísimo presidente de la república, su Gobierno y su partido descalifican la decisión de la Corte. Nos matriculan en la peor tradición de las dictaduras tropicales: las de Maduro, Somoza, Ortega, Pinochet, maestros en volver risas y trizas la separación de poderes, el Estado de derecho.
En renovada ofensiva contra la verdad, acusó Juan Carlos Pinzón a la Comisión de marras de tener nexos con la guerrilla. Mucho ha de dolerles cuanto ella registra: de 11.118 testimonios de víctimas, el 38% son de la guerrilla; 32%, de paramilitares, y 15% de la Fuerza Pública. Además, informes de organizaciones y comunidades. Como los acopiados en encuentro de diciembre pasado en Apartadó, cuya conclusión reza: Sin la verdad del modelo violento que despojó al Urabá y el Bajo Atrato, no habrá paz. Natalia Herrera recoge en El Espectador el sentir de comunidades víctimas del modelo empresarial de ganaderos, palmeros y bananeros que allí se montó. Su antesala, masacre, desplazamiento, desaparición forzada, asesinato; dinámica que se extendió por el país entero. Más de una investigación judicial le adjudica al senador Uribe velas en esos entierros.
Pero no es el uribismo el único en conspirar contra la verdad. La Farc aspira a decirla a medias en la JEP. Niega haber cometido reclutamiento de menores, no ha reparado a sus víctimas y sigue llamando “error” al horror del secuestro que practicó en masa. La verdad es de todos y todos los responsables deben cantarla. La enhiesta imagen de los magistrados que la revelan, aun afectando a un expresidente, devuelve la esperanza: demuestra que nadie puede torear la verdad indefinidamente, pues termina por estrellarse contra ella.