Cuando se ve la paz más cerca que nunca en medio siglo, una constituyente de Uribe y las Farc destruiría esta oportunidad irrepetible; peor aún, podría la ultraderecha soñar con trocar esa asamblea en instrumento del golpe de Estado que se estila hoy: el poder por asalto, guardando formas de legalidad. El poder que anhela Uribe para repetirse en él indefinidamente, cada vez más sometidos los poderes públicos a su égida personal y, derrotada toda idea de cambio, dar nuevas alas a la guerra. Y las Farc, ilusas, creyéndose con respaldo suficiente para neutralizar al contendor, se prestarían al juego marchando con los ojos vendados a liquidarlo todo. Primero, los acuerdos sudados en La Habana. La constituyente no sería entonces medio de refrendación de lo firmado sino escenario de nueva deliberación, librada ahora a lobos de la guerra para quienes dialogar y concertar es anatema. Como no sea dialogar y concertar y perdonar sin fórmula de juicio a los paramilitares.

 El uribismo es divisa política por antonomasia del nuevo país que emergió a la sombra del narcotráfico y sus ejércitos; de sus aliados en los partidos, en el notablato regional, en la Fuerza Pública. El haber gobernado con ellos ocho años menoscabó la legitimidad que hubiera asistido a la exitosa cruzada del entonces mandatario contra una guerrilla que sacrificaba sus ideales a la guerra sucia. La llamada seguridad democrática terminó al servicio de sórdidos núcleos de criminales. Como el DAS. Siendo política pública, derivó no obstante en aparato armado de la caverna contra la subversión, que lo eran todos: opositores, cortes que juzgaban a parapolíticos, sindicalistas y, claro, guerrilleros. Endosó el Estado su neutralidad al interés particular de fuerzas emergentes que se sintieron representadas en el propio Presidente. Éste recibió sus votos y los dejó cogobernar.

 El otro fundamentalista de la hipotética constituyente son las Farc. Ellas nacieron, es verdad, pidiendo la tierra que se le sigue negando al campesino, pidiendo reconocimiento político para los marginados y los perseguidos desde la Violencia y el Frente Nacional. Y hoy se allanan a negociar una salida política al conflicto. Enhorabuena. Mas la salida implica no sólo destapar verdades, orígenes y responsables del conflicto armado. Obliga también a las Farc a reconocer sus crímenes contra el pueblo al que dijeron defender y que las emparejan con el paramilitarismo.

 La menguada representación parlamentaria que el uribismo obtuvo el 9 de marzo lo moverá, sin duda, a buscar una constituyente de bolsillo. Y acaso a trocarla en medio para un proyecto autoritario que ya Laureano había intentado, por imitación del corporativismo fascista. Pero hoy el golpe de Estado convencional, sangriento, ha cedido el paso a la estocada que se camufla de legal y, en nombre de la democracia, se propone  instaurar un orden nuevo. Neogolpismo llama Juan Gabriel Tokatlián a esta modalidad de golpe “institucional” encabezado por civiles, que se ofrece como solución providencial a una crisis calificada de insufrible. Caos prefabricado por un uso intensivo de propaganda negra contra el régimen establecido. Hasta justificar la convocatoria de una constituyente.

 El escenario de ingreso al posconflicto no podrá ser esta constituyente de Uribe cortejada por las Farc. Porque no se convocará para suscribir acuerdos moderando antagonismos sino para prolongar el conflicto entre rivales que querrán dar, cada uno, su propio golpe de mano contra una democracia “tan precaria que bien cabe disolverla”. Pero saben que la norma vigente albergaría hasta el cambio más audaz. Tal vez por eso quisiera Uribe remplazarla por un estatuto de extrema derecha.

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