No contento con haber prohijado la más monstruosa defraudación que conociera Bogotá en su historia, Samuel Moreno nos legó el mamarracho colosal del parque Bicentenario, una puñalada contra el parque de la Independencia y su complejo cultural que es patrimonio de todos los bogotanos. No se cansa la ciudadanía de contemplar atónita esta mole de cemento, tan inútil para el transeúnte como lucrativa para el constructor. Si el Consejo de Estado confirma por estos días la suspensión de la obra que el Tribunal de Cundinamarca ordenó el 31 de enero, allanará el camino para ordenar su demolición. Razones de más: que este parque se encuentra en área de influencia de interés cultural para la nación; que las obras se emprendieron sin autorización; que el contrato, leonino, se adjudicó a dedo, sin concurso ni licitación. Pero acaso tamaña barbaridad se explique por la lógica del negocio que le subyace. Negocio montado sobre el sórdido andamiaje de la corrupción administrativa, a la cual tributan por igual el narcotráfico y la blandura de nuestras leyes de contratación pública, sin par en el mundo.

 La tal legislación se cocina desde los años 90 en la olla de la privatización de empresas y funciones públicas en favor de cualquier particular agraciado del poder y generoso para la mordida. Las leyes 80 del 93 y 1150 de 2007  abrieron troneras al abuso de la contratación directa y al venal aprovechamiento de las licitaciones. Por los intersticios de aquella madriguera “legal” se coló la mano experta de los Nule y los Juliogómez; la de seis concejales contra quienes la Fiscalía prepara pliego de cargos; la del entonces alcalde Moreno y su hermano el senador, ambos tras las rejas por presunta defraudación habida en concierto con delincuentes y cuyos alcances revelará Emilio Tapia.

 No despreció Confase, subsidiaria de Odinsa que suscribió contrato para el proyecto del Bicentenario, la laxitud de aquellas normas. Sabía que en Colombia el contratista puede ajustar en el camino el valor del contrato, hacer sus propios diseños y presupuestos, ampliar y modificar costos, alcances y especificaciones. Juan Luís Rodríguez estudió el contrato que le entregó a aquella firma la construcción de un tramo del Transmilenio por la calle 26. Su valor original ascendía a 213 mil millones; pero con las adiciones el costo de la Fase III montó a 334 mil millones. El contrato incluía el llamado parque Bicentenario, agresiva invasión de cemento sobre el parque de la Independencia. Calculado con tarifas de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, el diseño del proyecto no valdría más de 250 millones; su valor terminó en 1.300 millones. Con base en los precios unitarios del IDU para construcción de espacio público, la del parque no valdría más de 11 mil millones; mas con la adición al contrato en 2007, aquella terminaba costando 30 mil millones. El metro cuadrado de parque saldría a $2.500.00, cuando éste cuesta máximo $ 1.900.000. ¿Quién se embolsilla la diferencia? Angurria desmedida: a más del sobrecosto de la obra, Confase amenaza con cobrar otros cien mil millones por suspenderla. Una mirria, dirá, comparada con los 65 billones que según la contralora Morlli le costaron al Estado los contratos mal hechos, adiciones y vigencias futuras, sólo entre 2007 y 2010.

 El Consejo de Patrimonio Distrital le pidió a la Secretaría de Planeación declarar el parque de la Independencia como bien de interés cultural. Espera respuesta. Y la ciudadanía, orden de demolición expedida por un juez. La suerte de este símbolo del grotesco en contratación y en urbanismo pende ahora del Consejo de Estado. Más le cuesta a Bogotá continuar la obra que demolerla.

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