GUERRA FRÍA SIGLO XXI
A la búsqueda de un modelo contra el neoliberalismo en América Latina, Hugo Chávez ha dado en resucitar la anacrónica polaridad capitalismo-comunismo como núcleo de la política actual en la región. El encarnaría a un Bolívar amoldado a la brava al pensamiento de Marx, a los desvaríos de Daniel Ortega, a las infamias de las FARC; el presidente Uribe representaría el polo opuesto como aliado del imperio. Si de imágenes se trata, no le falta razón en el diagnóstico. Como razón le asiste a Alvaro Sierra al señalar que no hay en el subcontinente dos proyectos más antagónicos que los de Uribe y Chávez. Es verdad. Sólo que el escenario principal de la disputa anda en otra parte.
La explotación propagandística de aquella disyuntiva, enderezada a consolidar apoyos para cada uno en su país, no dibuja la realidad de conjunto. El hecho es que Brasil lidera aquí la aplastante mayoría de países que al modelo de mercado y sus estragos responden con una perspectiva de industrialización en el mundo globalizado. Modelo de economía mixta que supone el concurso del empresariado nacional.
Pero no contó Chávez con este apoyo para implantar el modelo. La burguesía venezolana ha producido en la práctica una huelga de inversión y fuga masiva de capitales, desde el momento mismo en que el coronel llegó al poder. Su ley de reforma agraria, no más audaz que la de Carlos Lleras, provocó, sin embargo, la más recia oposición de todos los gremios económicos, compactados en la poderosa Confecámaras.
Chávez debió evolucionar entonces desde el modelo nacionalista y cepalino con el que debutó, libertad económica, propiedad privada y responsabilidad social del Estado comprendidas, hacia el vetusto paradigma que conocemos hoy: una economía inspirada en la autogestión comunitaria, con propiedad colectiva de los medios de producción y reparto igualitario del excedente.
Mas, ante la precariedad del Estado para acometer ese ideal, se crean las “misiones”. Mil programas paralelos al Estado responden como pueden a las necesidades más acuciantes. Si respetables los logros de la política social, no se ha podido superar la improvisación; la informalidad que conlleva el marcarlo todo con la impronta personal del caudillo; la corrupción que se extiende a la par con el deslumbramiento de la “Venezuela Saudita”, cubierta de petrodólares pero sin norte. Se cayó en el pastiche que pone a convivir una economía premoderna con obras de infraestructura faraónicas, bajo el paraguas del militarismo conservador de un autócrata.
La altisonancia del lenguaje revolucionario de Chávez acaso revele una acción desesperada, tras su derrota en el último referendo. Proponía en él “refundar la patria”, con perfiles que evocan los regímenes comunistas desaparecidos en 1989; “limitar y redefinir” la propiedad privada; “acabar” con el régimen capitalista; convertir la educación en instrumento de indoctrinamiento político; crear un poder popular ad hoc, no elegido y controlado por el Presidente que, en adelante, podría eternizarse en el poder, concentrándolo en sus manos, así como la renta petrolera. Curioso rescate del patrimonialismo oligárquico, tan odiado del propio Chávez. Y tan distante del sentimiento que por los tiempos del caracazo lo identificaba con las masas pardas empobrecidas por el ajuste draconiano de la economía y despreciadas por las clases pudientes que se habían inventado una “democracia ciudadana” de su exclusiva propiedad.
Bases hay, pues, para decir que Chávez encarna el viejo comunismo soviético, y Uribe, su contrario neoliberal. Pero no es ésta la polaridad que prevalece hoy en América Latina. Por megalomanía, por estrechez de miras, por obstrucción de su burguesía, el venezolano derivó en un modelo autoritario que, siendo excepción, confirma la regla: aquí domina es la tendencia de izquierda democrática. Es ella la protagonista principal y alternativa de la hora. Así Chávez y Uribe pujen por reeditarnos la Guerra Fría en pleno siglo XXI.