DERECHA SAGRADA

Más de uno se escandalizó. El padre Alfonso Llano, un pensador que supo aterrizar la teología hasta el hombre, esperanza de renovación en la Iglesia Católica, no sólo había mordido el polvo derrotado por  una jerarquía cerril que lo amordazó, sino que se volvía  ahora más papista que el Papa: abierto mentor de la derecha. En extremismo propio del hereje converso que quiere salvar su alma en la mano que lo estrangula,  el ilustre prelado escribió (El Tiempo, marzo 10) que le alegraba ver a Raúl Reyes y a los de su calaña, enemigos de la Patria, “tendidos en medio de la selva”; que se hiciera justicia, pues teníamos derecho a “eliminar a los enemigos de la paz”. Aunque dijo sentir dolor también,  rubricó su argumento con una sentencia lapidaria: “privar de la vida a un ser humano es delito grave que, en justicia del Talión, merecería ser privado igualmente del derecho a la vida”.

Vista la polvareda que levantó, emulando a algún asesor de Palacio, una semana después califica a sus críticos de “defensores del asesino” que se aprovechan de un lapsus linguae para ponerlo a decir lo que no dijo, sólo para terminar  diciendo lo que ya había dicho. Y saca a danzar la razón que lo matricula en la moda de aplaudir todo cuanto el Príncipe haga,  bueno o malo,  sin parar mientes en la ley o en la justicia. Como la insólita decisión de premiar a un asesino con una millonada y, encima, exonerarlo de culpa. Un respaldo del 84% al Presidente, sostiene, significa que, “ante un ataque aleve y mortal, hay que recurrir a la legítima defensa”. Allende la legitimidad de ese principio, autodefensas se llaman aquí las organizaciones que apadrinan o practican, motosierra al cinto, el genocidio, aún cuando no sea para defenderse. El presidente Bush la denominó ataque preventivo, estrategia sui generis que al norteamericano le permitió invadir a Afganistán e Iraq, y al nuestro, incursionar en territorio del Ecuador para ponernos a las puertas de un grave conflicto internacional.

Esta doctrina anda pifiada. Según Natalia Springer, no se delinque en nombre del bien,  ni se ataca para prevenir la violencia, ni se irrespeta la legalidad internacional cuando conviene. Tampoco, diría yo, se le puede erigir a la mayoría un pedestal, pues no siempre tiene ella la razón. Recordará el padre Llano que una mayoría clamorosa del pueblo se regodeó en la crucifixión de Jesús, así como  el júbilo unía a la concurrencia en el circo romano cada vez que un león despedazaba en la arena a un cristiano. Tal vez en ello va el martirio que conduce a la santidad: en la soledad y la indefensión infinitas de la víctima.

De seguro al padre Llano lo anima la buena fe. Pero su viraje ideológico, a tono con el estilo de baculazo en redondo que despliega su superior, el Cardenal Primado, alimenta por fuerza la corriente arrolladora  que ha convertido a Colombia en un país de derecha, sin par en el continente. Salvo excepciones como la de Monseñor Castro, intérprete de una buena cauda de católicos, la Iglesia ha vuelto a ser bastión del oscurantismo y del autoritarismo. No es casual. En acto inaugural de su pontificado, Benedicto, la frialdad del acero en su mirada florentina, reduce al silencio a un teólogo del Caribe que osó exaltar la figura humana de Jesús. Y, desde la Congregación para la Defensa de la Fe, antes llamada Oficina de la Inquisición que Ratzinger presidía, éste se da a perseguir  herejes,  Hans Küng, el más grande, por querer rescatar la doctrina social de la Iglesia. De lo mismo le daría la Curia colombiana al padre Llano, al vetar la publicación de su último libro.

La Iglesia extiende este frenesí purista a su paradójica manera de competir con las religiones y sectas que les roban a sus fieles, encerrándose en un nicho de tinieblas. Frente a las nuevas opciones, no menos conservadoras pero más receptivas -cuando no operan como  multinacionales del negocio de la fe-, la Iglesia  de Roma se propone recuperar identidad de cuerpo como ejército de Cristo, en vez de disputarse masas amorfas y blandas. Volver a la rancia tradición de los valores “eternos”, en una comunidad menos numerosa pero presta al combate. A la batalla religiosa y política. Repitiendo la historia de Colombia, Dios y Patria, términos tan socorridos del Padre Llano y el presidente Uribe,  marchan al unísono, la espada siempre al frente. Botas y sotanas, la derecha sagrada.

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TAMALES Y TEATRO

Ante el Festival Iberoamericano de Teatro, con obras de primer orden en el mundo, las artes escénicas de Colombia parecen desvanecerse en sombras. Y no es que la creación universal conspire contra lo propio. Lo nuestro, cuya era dorada debutó con la incursión del teatro moderno en los años 60, zigzagueó su propia historia y muchos piensan que ahora anda en capilla. Un Berliner Ensamble, una Royal Shakespeare Company, un Peter Brook dejan expósito, por contraste, el estadio final de nuestro teatro en este medio siglo.

El teatro colombiano navega hoy en tres direcciones: una, experimenta formas y lenguajes a la búsqueda de una dramaturgia autóctona, con olvido de los autores que vencieron los siglos y la geografía. Abundan en ella audacias de mochila pero sin un genio capaz de depurar propuestas y volverlas arte. Un segundo bloque, el de los grupos profesionales de elevada factura estética que lograron remontar la crisis, como La Candelaria y el Teatro Libre, alternan obras clásicas y de vanguardia. Pero la avalancha, fácil, lucrativa, es la del teatro comercial; involución al vodevil que dominó la escena   en los 40, aunque con el toque de los nuevos tiempos: revista musical, reality show y telenovela llevada a las tablas, mientras los grandes actores de teatro, cansados de privaciones, emigran hacia la televisión. Entre los talentos que debieron abandonar el escenario, duele el caso de Gustavo Angarita.

Acaso recuerde él los tiempos del teatro El Buho, hacia finales de los 50, cuando se pasa del teatro de aficionados al profesional. Llegan a formarse doce grupos estables, a la altura del mejor teatro argentino y chileno. Enrique Buenaventura, Santiago García, Carlos José Reyes, Jorge Alí Triana, Ricardo Camacho crean escuela, y un movimiento que arranca de su aldea al teatro colombiano. A ello contribuyó –y de qué manera- el Festival Internacional de Manizales. El teatro universitario crece como la espuma. Se agita por entonces el mundo desarrollado  contra el industrialismo, la guerra de Vietnam y el Estado autoritario, y por la revolución del Ché en América Latina. En rara simbiosis de contracultura y revolución cultural china, aguijoneado por el imperativo del arte comprometido en un país de desigualdades sin nombre, nuestro teatro se vuelve panfleto. Convierte la estética en consigna política, y las obras de autor en “teatro burgués”.

Se impone la creación colectiva como camino único para explorar nuestras raíces y problemas. Pero esta técnica, sin suficientes directores y dramaturgos que le dieran norte y vuelo estético, enemiga del teatro de repertorio, derivó en polvareda de pequeños narcisismos. Una virtud habría de reconocérsele: la ruptura con el pasado que oprime, pero mientras ofrezca el relevo de la norma consagrada. Pueda ser que entre tanto iconoclasta se vaya dibujando un horizonte nuevo, capaz de redescubrir, también, la universalidad de La Marquesa de Yolombó de Carrasquilla y el colombianísimo sabor del Tartufo de Molière.

La epifanía del Iberoamericano nos reafirma como país de contrastes. Mientras el teatro colombiano ensaya salidas para construir una dramaturgia nacional, el público brinca de la comedia ligera a lo más granado del teatro mundial. Mas, algo deja el contacto con este festival. Del laboratorio de experimentación frenética van surgiendo propuestas sorprendentes como la de Patricia Ariza, o las de los grupos Matacandelas y L’Explose.

En suma, si de arte se trata, perseguir lo propio implica derrotar el parroquialismo disfrazado de postmodernidad. Algo va del tamal y el vallenato al Gran Teatro de todos los tiempos.

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Emociona el masivo pronunciamiento de la sociedad  contra la violencia y en apoyo de los millones de víctimas abandonadas del Estado. Menos numerosa esta movilización que la de febrero, pero más calificada: aparecieron en ella los dolientes de carne y hueso y se atrevieron a gritar que ya no aguantan más. Y Uribe ahí, ausente.

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