OSCURO VATICANO

“Era el 12 de junio de 1946. En su sede, mayestático, Pío XII tronó: ‘líderes, padre Maciel, tenemos que formar y ganar para Cristo a los líderes de América Latina y del mundo. Deben ser ustedes un ejército en orden de batalla’. Arrodillado a los pies del Papa, el joven sacerdote mexicano asentía con la cabeza sin atreverse a levantar la vista hacia el vicario de Cristo, que parecía hablar en nombre del mismísimo Dios” (Manuel Vidal). Así recibía Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, esta divisa terrible del aristócrata que, honrando una tradición milenaria del papado, convertía la mitra en espada para prevalecer en el terrenísimo orden de la riqueza y la política.

Descendiente de generales cristeros que dieron guerra a la revolución mexicana, Maciel se consagró a la obra encomendada hasta esparcirla por el Orbe entero. Y ya habría subido a los altares, a donde Juan Pablo II quiso encumbrarlo, si no hubiera incurrido en el pecadillo de pederastia y abuso sexual contra decenas de seminaristas y niños que llevan 30 años clamando justicia en vano. Una minucia. Sus propios hijos, Omar y Raúl, hombres ya, sorprendieron el 5 de marzo a la audiencia de CNN cuando denunciaron el abuso de éste su padre impostor que violentó desde niños su sexualidad. Que el Vaticano reconozca los crímenes de los Legionarios, que no los encubra más ni los deje en la impunidad, reclamaron indignados, el rostro de la madre bañado en llanto. Palabras al viento. Más volátiles ahora, cuando el Papa protegerá  a su propio hermano, Georg Ratzinger, sacerdote también, acusado de haber permitido, por años y años, abusos sexuales de sus curas subalternos contra los niños cantores del coro de Ratisbona. Alemania hierve: 350 casos de pederastia en la Iglesia de ese país han aflorado.

Cuando Maciel quedó expósito, Juan Pablo lo defendió: es “un buen guía de la juventud”, declaró; y al escándalo respondió con opípara celebración de los 60 años de sacerdocio del purpurado manito, a sólo una semana de la notificación de sus crímenes. Nada arriesgaba. Secta fundamentalista, en los Legionarios gobernaba el rigor del silencio. Mas aún si lo que peligraba era el imperio de una organización que, al lado del Opus Dei y Comunión y Liberación, llevaba la batuta de la ultraderecha católica. Auténticos ejércitos del Papa, según Wojtyla, destinados a batallar desde las cumbres del poder, su lema es que la evangelización se juega en la política. Muerto Juan XXIII y asesinado su sucesor -que anunciaba depurar de mafiosos y ladrones a la Iglesia-, jesuitas, dominicos y franciscanos fueron confinados a las tinieblas. Golpe mortal al reformismo del Vaticano II y su opción por los pobres. Ni hablar de la Teología de la Liberación. Bocato di Papa anticomunista, pronto cayó en desgracia ella también. Como bajada del cielo le venía a Juan Pablo la artificiosa asimilación del igualitarismo evangélico con el comunismo cerrero que tiranizaba a su Polonia. Gestor entre gestores de la caída del muro de Berlín, sin el entierro de los curas rebeldes Wojtyla no hubiera cantado victoria. Y, cómo no, si contó con los denarios abundantes del Opus Dei y con el tibio manto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nobel eufemismo de la Inquisición que Ratzinger presidía todavía a las puertas de su papado.

A la vista del imperio que se juega, los crímenes de Maciel –botón de muestra de los muchos de su estirpe que anidan en el seno de la Santa Iglesia- le parecerán al Vaticano una nadería. Deslices de un buen muchacho. Cosa de niños. Ratzinger buscará consagrar a san Marcial. Como inminente parece ser la canonización de san Juan Pablo Magno. Sólo falta la prueba (científica?) de la sanación milagrosa que por mano de este Papa se operó en una monja francesa.

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SEGURIDAD DE URIBE, UN LEGADO GRIS

Señalar sucesores era cosa apolillada de monarcas absolutos. Cuando no pueden ocupar el trono en carne y hueso, sus herederos de hoy se agazapan tras el ungido elevando a directriz del Estado las que fueron políticas de su gobierno. Buenas, malas o perfectibles, éstas son siempre contingentes, y pueden llegar a traicionar el principio que las inspira. Como la seguridad democrática, que el Presidente Uribe pretende eternizar mediante canje de sus votos contra la rendida lealtad  del agraciado, su “genuina convicción y sincero compromiso” con ella. Pero brindar seguridad a los colombianos es norma constitucional desde cuando esta nación se instituyó en república; no nació en 2002, año que algunos tienen por octavo día de la Creación. Rodrigo Rivera, por ejemplo. Pregonero de la disyuntiva  que se le impuso al país  entre el Bien y el Mal, el candidato en ciernes del PIN  propuso un test para medir el apoyo al Príncipe; del examen resultarían dos campos: el de los elegidos y el de los condenados. El juicio final. Tal fatalidad anula toda posibilidad de discernir luces y sombras en una política de seguridad que acorraló a una guerrilla infame, pero aparejó crímenes y violencia contra la sociedad.

Francisco Leal ofrece un balance ponderado de la seguridad democrática. Se entresaca de allí que, sin estrategia eficaz, su primera etapa afectó la capacidad operativa de las FARC, pero los costos humanos y económicos para las Fuerzas Armadas fueron gigantescos. Se improvisaron vastas redes de informantes que terminaron estigmatizando a la población con sus redadas masivas preñadas de abusos y no pocos crímenes. En una segunda etapa, se perfeccionó el uso de la inteligencia militar; hubo coordinación entre las distintas fuerzas y mejor distribución de los recursos; se trocó el énfasis en bajas enemigas por deserciones y capturas, y despegó el Plan  Consolidación de los territorios recuperados. Si el 4 de febrero de 2008, cuando diez millones de colombianos repudiaron en las calles a las FARC, se hallaba esta guerrilla en retirada, en 2009 ella recuperaba la iniciativa con acciones militares en 200 municipios. Lunar macabro de esta política serían los falsos positivos, aupados por la proclividad de los militares a violar los derechos humanos, la presión del Presidente por resultados y el crecimiento explosivo de un pie de fuerza a marchas forzadas agrandado. Tanto escándalo acaba de rubricarse con la solicitud de la Corte Suprema de investigar al General Montoya por supuestos vínculos con las autodefensas.

La fiebre de oro de los  paramilitares absorbió su proyecto antisubversivo originario. Y se disparó con  la ambición de poder de los gamonales, a cuya iniciativa se sumaron paramilitares y narcotraficantes. Estos terminaron delegando el costo de sus ejércitos en el Estado,  mientras reactivaban la guerra y extendían sus tentáculos desde las regiones hasta el Congreso, con la indulgencia de Palacio. Según Miguel Angel Bastenier, la tal desmovilización consistió apenas en “trasladar su negocio de la media jungla al campo abierto”. Leal cuestiona el acento militar de la política de seguridad democrática. El  responde al criterio de que el conflicto no puede resolverse sino a bala, con olvido de las causas políticas de la violencia: la exclusión social, las desigualdades, el problema de la tierra.

Imposible convertir esta seguridad, política de un gobierno matizada de logros, descalabros y crímenes, en política de Estado. Cosa distinta será evaluarla, depurarla y reestructurarla en función del otro mandato de la Constitución: la paz. Que no implica bajar la guardia, sino empezar por desterrar del lenguaje oficial órdenes como aquella de Coronel, acábelo, tranquilo, y me lo carga a mi cuenta.

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¿CESÓ LA HORRIBLE NOCHE?

Respiró media Colombia. Cuando el país se precipitaba hacia la dictadura, sellada con un tercer mandato de Uribe, se interpuso la Corte Constitucional para salvar esta democracia liberal trabajosamente construida  desde 1810. Preñada de vacíos, sí, ella replicó, no obstante, cuandoquiera que la tentación autoritaria asomó su fea cabeza. Mas esta vez podría tratarse de la victoria de una ilusión. Un alto en el proceso arrollador que desde hace tres décadas configura una nueva Colombia, cuyo protagonista  principal es la economía del narcotráfico. Con sus fases de cultivo, producción y comercialización de drogas ilícitas; lavado de activos y  colocación del producido mayor en los paraísos fiscales, este mercado negro permeó todas las venas de la economía nacional,  protagonizó una movilidad social sin precedentes y propuso una forma autoritaria de poder.

El de Uribe es el ciclo más reciente y dramático del nuevo país que en Ralito “refundó” la patria. Concurrieron al pacto los dirigentes de siempre y emisarios de  sectores sociales que habían padecido la humillación de la pobreza y la exclusión, y que ahora pedían pista y poder. Con armas o sin ellas, por los atajos o en sana ley, muchos ricos y pobres en ascenso formaron un contingente sustancial del pueblo cuyos anhelos supo simbolizar Uribe y convertir en savia de su Estado de opinión. Aunque sus medidas económicas ahondaron, implacables, los abismos sociales, Uribe interpretó el ansia general de reducir como fuera a la guerrilla. Y se entregó con rabia a esta misión que midió su temple de líder y lo cubrió de gloria. Pero a un costo elevadísimo. Su política de seguridad cohonestó vilezas que han puesto al Gobierno en la mira de la justicia internacional.

El parmilitarismo puso el grueso de los 150 mil muertos que el conflicto cobró en el último cuarto de siglo. Sobre todo desde cuando las Convivir derivaron en fuerza armada de las mafias, mientras éstas ejecutaban una contrarreforma agraria, a sangre y fuego. Los que no murieron en el despojo de tierras, huyeron como fantasmas a mendigar en las ciudades: hoy suman cinco millones. Ni hablar de los 2.200 falsos positivos del ejército. La estrategia de desmovilización del paramilitarismo no se hubiera truncado a medio camino, de haber desmontado las estructuras militar, política y económica que le valieron a la mafia el poder en las regiones. Y en el Congreso, como bancada uribista por interpuesto político. Ella es mayoría entre los 65 parlamentarios  investigados, a contrapelo de la Casa de Nariño, por nexos con el crimen. El Gobierno se cuidará de llenar sus sillas con la parentela que les sucederá, en retribución por los votos recibidos. Uribe preservará este fortín hasta consumar el proyecto histórico de la nueva Colombia que lo ocupa como su mentor insuperable. También hasta el Ejecutivo brincaron las elites de esta movilidad envolvente, que se sientan a manteles con cierta oligarquía, condescendiente con “la guacherna” cuando de plata se trata, piponcha mientras la pobreza en Sucre es del 70% y consentida del Príncipe que tiene a su país con el más alto desempleo en el continente. Olivos y aceitunos fundidos en uno para lucrarse del Estado y del negocio que pinte, sea santo o non-sancto.

Acaso la envergadura del fenómeno trascienda la circunstancia de una reelección (o de dos), y entonces habrá uribismo para rato. A no ser que más colombianos despierten del letargo para retomar la senda de la democracia que la Constitucional ha señalado. Que, agrietado el mesianismo, renazcan los partidos. Que digan cómo vencer el conflicto y el desempleo y la miseria, y se muestren tan dispuestos como Uribe a desvelarse por lo suyo. Entonces podríamos decir que cesó la horrible noche.

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