MESA DE DIÁLOGO CON EL URIBISMO

Paso decisivo hacia la paz, un acuerdo con las guerrillas en La Habana será, no obstante, la mitad de la faena. Si se quiere conjurar todo factor de violencia política y propiciar el advenimiento de un país más justo, será preciso acometer la segunda fase de la tarea: negociar con la ultraderecha, representada en el uribismo duro. Se habrá encarado así a los dos extremismos del conflicto armado. A las Farc, por un lado, trocada su infinita capacidad de daño (en particular con el secuestro) por el derecho de ingresar en la política. A la derecha impenitente, por el otro, a donde vinieron a parar narcotraficantes, paramilitares autores de masacres sin fin y sus aliados militares y políticos. Fuerza no menos perniciosa que las Farc,  rebosa el uribismo indulgencia con el delito; pero su ascendiente en sectores considerables de la sociedad no siempre lleva esa impronta. De otro lado, sin el debilitamiento militar que su líder causó a la guerrilla, no estaría ella sentada a la mesa de diálogo.

Se empezaría por dar trato simétrico de justicia transicional a todos los actores de esta guerra: a guerrilleros, paramilitares y miembros de la Fuerza Pública, incursos en crímenes asociados al conflicto. Para no repetir la afrenta de favorecer a unos y a otros no. Como sucedió con el Palacio de Justicia, por cuyos excesos pagan cárcel oficiales del Ejército y ningún jefe del M19. Por lo que hace a reformas sociales y políticas, se impone respetar la movilización popular que las demanda, y garantizar la plural concurrencia de propuestas en el Congreso, escenario natural del proceso que da al cambio figura de ley.

Desde luego, si fuera el Centro Democrático el agraciado en segunda vuelta, resultaría superflua una negociación de “yo con yo”. Entonces deberá permitirse y responder con eficacia a la expresión libre, plena de partidos y movimientos sociales en procura del derecho a la paz, a la reconciliación, a la recuperación de la tierra arrebatada  y la satisfacción de las víctimas, como lo dicta la ley. Al derecho de  edificar una Colombia nueva. Cosecha que en otro escenario hubiera resultado de una mesa de diálogo con el uribismo. Y, en todo caso, entregar al pueblo la decisión última de la paz, pues ésta no podrá ser prerrogativa exclusiva de las minorías beligerantes.

El acuerdo de La Habana no concede amnistía general. Pero ofrecería elasticidad en ciertas penas, siempre al tenor del derecho internacional, con trato igual para todos los señores de la guerra. A muchos financiadores forzosos del paramilitarismo podría exonerárseles de culpa. Piensa Gustavo Duncan que en zonas azotadas por la guerrilla sólo se legitimaría el proceso de paz si las concesiones judiciales que se le den a la guerrilla se extienden a los ganaderos, empresarios, políticos y población civil víctimas de la guerra. No se trataría de legitimar a los paras o a las Farc, sino al proceso de paz.

Gane quien gane la Presidencia, sin una voluntad titánica de concertación que salve abismos entre elites, no podrá el elegido gobernar. Peor aún, podrá  redoblarse esta guerra demencial, aupada desde la cumbre uribista por el odio, el revanchismo y la ciega determinación de prevalecer demoliendo las instituciones democráticas. Ya reaparecen síntomas de involución a un pasado reciente que parecía superado. El anónimo comentarista de una columna donde Andrés Hoyos le pide con argumentos a Zuluaga renunciar, escribe un libelo de vivas a Uribe, el “salvador de Colombia”, y remata: “que mueran todos los guerrilleros y asquerosos perros comunistas de la izquierda”. Es hora de diversificar el diálogo. De devolverles a los enemigos su noble condición de adversarios políticos.

Comparte esta información:
Share

MENTIR, MENTIR, MENTIR

Acuerdo trascendental: las Farc se comprometen a abandonar el narcotráfico y, con el Eln, decretan cese unilateral del fuego para elecciones; pero los cruzados de la guerra reaccionan destilando hiel contra el mandatario que logró la hazaña. Oscar Iván, el primero, en honor a su manguala con el hacker espía de la paz. Como se desprendería de video publicado por Semana donde aparece Zuluaga con su contratista trazando estrategias de campaña con información reservada de inteligencia militar sobre el proceso de La Habana. Espiando secretos de Estado, y no de pasadita incidental, como lo había dicho. El video causó estupor. Quedaba en evidencia el candidato del uribismo como miembro indiferenciado de aquella cofradía, célebre por su sangre fría para manipular, conspirar y mentir.

 A este convenio histórico sobre drogas se suman los ya suscritos en reforma rural y ampliación de la democracia, para decirnos que el fin de la guerra no es ilusión sino puerto a la vista jamás vislumbrado en medio siglo. Que las reformas acordadas desbordan el interés exclusivo de las Farc, pues interpretan el anhelo general de justicia y equidad. Que son propuestas de sello liberal, antípoda de la rúbrica “castro-chavista” que la derecha ultramontana ha querido imprimirles, por ver de repetir uribato en la casa de Nari. Y no sólo con el fin de eternizar la guerra sino de revitalizar con nuevas cargas de odio y ultraconservadurismo los expedientes de aquel despotismo purulento. Anacrónico patriarca de estos trópicos, quiere Uribe reinstalarse  en la silla de Bolívar para ridiculizar la democracia; perseguir a sable limpio, en nombre de Dios, a sus contradictores, a sus jueces, al pueblo si reclama lo suyo; y enriquecer a sus compadres con un capitalismo premoderno. Para perpetuar su idea de patria, cavernaria y violenta.

 No es otra la contraoferta agazapada tras la leyenda negra que el uribismo ha tejido con esmero para demonizar los acuerdos de La Habana. Se desgañita diciendo que son una cloaca de impunidad, que en ellos abandona el comunista Santos al país en brazos de las Farc. Con tan frenéticas tergiversaciones busca también ahogar en ruido el prontuario del gran jefe que acumula 250 demandas. Y el probable de Zuluaga, por espionaje y traición a la patria.  La verdad del proceso de paz es otra y sus detractores lo saben, pero se inventan la suya propia. Mienten por oficio.

 En materia de drogas, habrá sustitución masiva de cultivos por planes integrales de desarrollo rural con participación de la comunidad; lucha redoblada contra las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico y al lavado de activos; compromiso de las Farc de romper todo vínculo con el fenómeno, de contribuir al desminado de los campos; y enfoque de salud pública al consumo de drogas. El programa forma parte de la reforma rural acordada, enderezada a dar tierras recuperadas de la ilegalidad al campesino; a fortalecer su economía, articulándola con la agroindustria y los mercados. El acuerdo político amplía la democracia y la inscribe en un modelo de integración territorial. Aspira a romper el vínculo entre política y armas: que nadie recurra a las armas para defender sus ideas políticas, y que nadie lo mate por hacerlo.

 La paz no es el demonio que la ultraderecha nos vende. Es  la oportunidad para apalancar reformas elementales largamente represadas.  Es la vocación de cualquier democracia sensata. Pueda ser que no triunfe la insensatez de reelegir a Uribe en la persona de Zuluaga –si porfía-,  conspicuos animadores de la guerra. Acaso no les importe a ellos que ésta traiga otros 220 mil muertos. Al fin y al cabo no son sus hijos los que se juegan la vida en el frente de batalla.

Comparte esta información:
Share

CLARA LÓPEZ: NUEVOS AIRES

Ni revolución del proletariado, ni imperialismo yanqui, ni lucha de clases: nada en la terminología de Clara López designa o evoca a la izquierda ululante, confiscatoria que desapareció hace rato en medio continente y no se disipa en Colombia del todo. Pero la ponderación en la palabra no le impide a López distinguirse como la única candidata que apunta al cambio de modelo económico y social. Y su tono no parece ser cosa formal. No va ella en pos del castro-chavismo –como lo insinuó algún orate del uribismo. De su crítica sin atenuantes al estatus quo adobada con ocasionales referencias al humanista Gandhi, al arrepentido Stiglitz, a Carlos Lleras, mentor del modelo cepalino en Colombia, se infiere la búsqueda de nuevos aires.

 Mucho sugiere que el suyo es un modelo de transformaciones de fondo matizado con elementos entresacados al experimento socialdemocrático del Estado promotor del desarrollo en la América Latina de los años 60. Tal como se dibuja hoy en el perfil de su nueva izquierda, con Brasil, Uruguay y Chile a la cabeza. En la región saltó esta fuerza de la insurrección a la elección y al frente amplio democrático. Pero bebió también del alzamiento popular contra la aplanadora del ajuste neoliberal. López propende, como aquella, al pleno empleo mediante la industrialización y el desarrollo en el campo, puesta la mira en la justicia social y en una radical disminución de las desigualdades. Con respeto a la propiedad privada. Con restitución al Estado de su función redistributiva, y su iniciativa para orientar la economía y regularla.

 Según ella, el modelo económico que nos impusieron por la puerta de atrás de la Carta del 91, acentuado por 35 reformas posteriores,  fracasó rotundamente. Fue la negación de un admirable catálogo de derechos. Su producto más vergonzoso, el desempleo, que el Gobierno no consigue ocultar inflando estadísticas con desempleados a los que considera ocupados si trabajan desde una hora a la semana. López convoca a todas las fuerzas sociales y productivas, a empresarios y trabajadores, a la brega por el pleno empleo. El motor del desarrollo –dice- es el aparato productivo nacional.

 De donde propone renegociar los TLC, porque éstos someten los productos colombianos a una competencia demoledora que liquida la industria nacional y nuestro aparato productivo, cuyo eje es el agro. “Si se aprueba el TLC con Corea –advierte- se quiebra la industria automotriz colombiana (…) al país le costará 200 mil empleos. Las empresas del sector han empezado a licenciar trabajadores, porque con los TLC resulta más barato importar los vehículos que producirlos”. Dicho y hecho: hace cinco días cerró la Compañía Colombiana Automotriz y la Mazda emigró a México.

 Para López, no habrá paz sin atacar las causas de la guerra. Preciso será frenar los modelos que restringen el progreso de las personas y producen desigualdad e inequidad, con una política industrial en defensa del aparato productivo del empresariado nacional; y una política rural consistente que garantice la seguridad alimentaria, la soberanía del trabajador del campo y su competitividad.

 Nota discordante en el abanico de candidatos porque armoniza con el sentir de tantos colombianos que se sienten burlados por la clase política, Clara López sorprende con una propuesta capaz de jalonar el desarrollo que gobiernos, importadores y banqueros enmochilaron hace décadas. Su iniciativa podría obrar como uno entre otros puntos de convergencia en la constitución de un Frente Amplio de izquierda, centro y fuerzas sociales que sea pivote político de las reformas de posconflicto. Votar por Clara será votar por el cambio que conduce a la paz.

Comparte esta información:
Share

LA SOMBRA DE LAUREANO

Unos, Uribe y sus amigos, encarnan a Laureano en la consigna “calumniad, calumniad, que de la calumnia algo ha de quedar”. El otro, Santos, comparte con ellos amigos impresentables como J.J. Rendón y Germán Chica, que al parecer reciben dinero de la mafia. Y ambos, Uribe y Santos, se disputan a dentelladas el favor del viejo PIN, tenido por fortín de la parapolítica. Pero en el fondo del fangal se juega una apuesta de dimensiones colosales: la guerra o la paz. Apunta el Presidente a cerrar un conflicto de medio siglo entre contendientes sanguinarios que se ensañaron en la población civil. Y el uribismo, a consolidar por las armas el ascenso de la Colombia que ha emergido mayormente al amparo del crimen, la ilegalidad y la violencia.

Con tan malas compañías –jotajotas, Musas, Pines- mina Santos la credibilidad de su emblema de paz. Por frivolidad y politiquería, da papaya. El Centro Democrático actúa en cadena y se la devora entera. El senador del Ubérrimo sindica al Presidente de recibirle a Rendón dos millones de dólares de la mafia. No aporta pruebas. Pero, maestro en propaganda negra, sabe que convulsiona así al país en vísperas de comicios. Fernando Londoño se explaya en sindicaciones de calado mayor. En su columna de El Tiempo, llama al Jefe de Estado truhán, delincuente,  le adjudica el propósito de matar a Álvaro Uribe y de asesinarlo a él. Tampoco éste presenta pruebas. Pero, familiarizado de cuna con el ideario y las formas de lucha de Laureano –falangista confeso- y de los rugientes Leopardos, facción filofascista del conservatismo, confía en agudizar así la conmoción en la opinión.

Conforme avanzaba la Revolución en Marcha de López Pumarejo –reformas agraria y tributaria, separación entre Iglesia y Estado, educación laica, promoción del sindicalismo-, escalaba el dirigente conservador, uno a uno, todos los peldaños que condujeron a la Violencia: del verbo intrépido a la acción intrépida y de ésta al atentado personal, hasta coronar en la guerra civil. Dizque para conjurar al demonio liberal, tronó el caudillo godo en 1940: “¡Llegaremos hasta la acción intrépida y el atentado personal… y haremos invivible la república!” Silvio Villegas remató: “Las masas desencantadas de la actividad democrática terminarán por buscar en métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados”.

Tras ocho años de incitar con la palabra a la violencia y ahora, en la inminencia de una elección dramática de Presidente, Uribe y los suyos echan mano, sin medirse, de la calumnia y el insulto a la persona de sus adversarios. Paso que podría mover el gatillo de algún magnicida intrépido para perpetuar esta guerra sin retorno, paraíso de la república invivible.  Óscar Iván aporta su granito de arena. Engancha en su campaña a un Hacker fanático de la ultraderecha colérica, eficiente espía de las conversaciones de La Habana. Y todos a una propalan especies dantescas de aquel proceso, de fácil recibo en un país que odia más a las Farc que al narcotráfico, tan pródigo en irrigar dinero acá y allá, en empujar el ascenso social de legiones de colombianos hartos de pobreza y exclusión. Groseros embustes que buscan malograr la desactivación del conflicto, frustrar las reformas que el país anhela, y redoblar la guerra.

Advierte el fiscal Montealegre sobre una “guerra sucia de la ultraderecha colombiana contra la solución negociada del conflicto”, contra la democracia y el Estado de derecho. Como el nacionalsocialismo –agrega- que se gestó en grupos violentos entregados a desinformar y echar a rodar rumores falsos, así peligrosos grupos de neofascistas operan en Colombia, de la mano de agentes de la inteligencia militar, para sabotear la paz. La sombra de Lauareano.

Comparte esta información:
Share
Share