Nunca se sabe. De pronto resucita la reforma a la justicia en pos de la mano peluda que, haciendo pistola, se le quedó a aquella por fuera de la tumba. Entonces veríamos a los 1.300 primeros excarcelados encabezar campaña por una constituyente que nos salve de la hecatombe. Que, bandera de la moral en mano, le devuelva a Uribe la presidencia y plasme, por fin, el sueño dorado de la patria refundada. Ya se alistan a ganarle la partida a la Corte Constitucional y al referendo, únicos capaces de asestarle al estropicio la estocada final. Su primera carta, convertir en cataclismo la fetidez de los poderes públicos que intoxica el ambiente. Montarse en la ira ciudadana para derribar todas las instituciones, en particular el control jurídico de la política que 1991 consagró. Y, en alarde profiláctico, cerrar el parlamento. Golpe de mano pleno de logros: bajo sus ruinas quedarían sepultadas la corrupción que en el gobierno anterior alcanzó dimensiones inéditas, leyes como la de Víctimas que son el coco del uribismo y toda medida que apunte a la paz.

Usufructuario privilegiado de la democracia directa que la Carta del 91 introdujo, Álvaro Uribe la convirtió en populismo plebiscitario al servicio de un proyecto dictatorial. Ahora querrá mangonear el pronunciamiento de la ciudadanía que por vez primera escapa a la manipulación de los políticos, a la conversión de los derechos en pequeñas caridades del Benefactor de rosario y charreteras que hoy llora la viudez del poder. Y para recuperarlo, no vacila en traicionar su lucha de años por el adefesio que también sus seguidores acaban de aprobar en el Congreso. Obra del uribismo fue el acto legislativo 01 de 2011, matriz de la reforma de marras. Pero ahora aprovecha el limbo jurídico para justificar la convocatoria de una constituyente. Se le apareció la Virgen. Suertudo, Uribe ganaría por punta y punta: si sobrevive la reforma –o disposición parecida-, ésta librará de ataduras penales y de todo escrúpulo a su avanzada política para activar una constituyente que, en vista del horror, vuelva a barajarlo todo. Si se hunde definitivamente, tendrá el expresidente razones poderosas para reconstruirla por el camino de la constituyente. Un detalle faltaría: explicarle a la Virgen y al país sus relaciones con el General Santoyo, llamado a juicio en Estados Unidos por supuestos vínculos con la tenebrosa Oficina de Envigado.

En regímenes presidenciales, clausurar congresos es cosa de dictaduras. Lo fue en el Perú de Fujimori. Lo fue en la Colombia de 1949, cuando Laureano Gómez ganó la presidencia como candidato sin adversario, al amparo de la dictadura conservadora que había disuelto el parlamento. Lo sería también ahora si prosperara la iniciativa de Miguel Gómez, nieto imitador del jefe azul. Aboga este vástago del uribismo por una constituyente que vuelva a “ordenar todo, ojalá con una nueva carta política, (pues) el Estado está en crisis”. Y revocar el Congreso para “renovar las elites políticas”. Renovar con quién, ¿con José Obdulio?

La impetuosa protesta de la sociedad, que noqueó a la reforma de la justicia, es novedad en Colombia y esperanza de cambio en la política. Efervescencias fugaces como la Ola Verde enseñaron que el poder ciudadano se organiza en partidos y en movimientos que se dan una divisa; y candidatos capaces de derrotar en elecciones el enorme lastre de caudillismo, de corrupción y de crimen que hoy arrastran los partidos. Hundir esta reforma y desnudar la componenda entre poderes que le dio sustento, fue victoria de la ciudadanía. Otra batalla le sigue: hacerle pistola al orangután de la constituyente, instrumento de la derecha extrema.

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