Alvaro Uribe cosecha los frutos de tres robles que la Constitución del 91 sembró: la descentralización, la democracia “participativa” y la cruzada contra los partidos. Gracias a ellos, podría quedarse en el puesto indefinidamente. Sin salvaguardas que previnieran el abuso de la democracia directa, este mecanismo terminó abriendo la tronera de la opción plebiscitaria que nos acerca, más y más, a la autocracia. Una  concepción de soberanía popular como voz del caudillo por cuya garganta habla Dios, terminará por suplantar las más caras conquistas de la democracia moderna. A este fin habrá contribuido la animadversión hacia  los partidos que animó el espíritu de aquella Carta. Máxime cuando prevalecía la idea  -jamás desvirtuada- de que narcotraficantes y políticos se habían conjurado para asesinar a Galán. Pero sin partidos, se sabe, las sociedades se debilitan y pueden convertirse en pasto de dictadores. Tampoco se previó que la descentralización, librada a su espontáneo movimiento centrífugo, sin lazos que preservaran una mínima unidad orgánica entre el centro y la periferia,  abriría el boquete por donde se coló el crimen desde las regiones hasta el Congreso y el Gobierno Nacional.

Uribe quiere quedarse en la Presidencia contra viento y marea. Con la Constitución, sin ella, o contra ella, si fuere necesario. Todavía en el plan A, el de hacer aprobar el referendo en el Congreso, no escatima recursos. Le pone ultimátum a su bancada para que vote la conciliación de textos. O la abruma de ofertas: puestos y contratos en Invías, en Bienestar Familiar, en el Fondo de Regalías, según denuncia Juan Manuel Galán. Cohecho a la vista, que ahora cobijaría a docenas de parlamentarios. Rodrigo Rivera,  crítico del primer referendo y de la primera reelección, hoy oficia en el bando del poder, faltaría más. En grosero chantaje a los congresistas de marras, les recuerda su responsabilidad de votar según “la voluntad popular (…). El pueblo –dice-, que quiere ser escuchado, estará atento para premiar o reprochar en las elecciones de 2010 a nuestros representantes en el Legislativo”. Los invita a insubordinarse contra la Corte. Como lo hiciera Sabas Pretelt desde  su silla ministerial, con ocasión de la primera reelección de Uribe: depositó la decisión en el “veredicto popular” y no “en una prohibición constitucional”. Ni hablar del argumento que a la sazón esgrimió José Obdulio Gaviria, para quien se trataba de impedir que llegara al poder un “burócrata sin carisma”, o un “líder inferior”. A un fracaso del Plan A, entraría el Plan B. El de la consulta popular convocada, a la Zelaya,  por el propio mandatario que aspira a reelección, al tenor del 104 de la Carta. Varios estudiosos ven en esta opción un golpe de Estado amparado por la aritmética de las encuestas.

El manoseo a los partidos o su hostigamiento viene de atrás. Ya desde 2001 se opuso Uribe a la reforma que pretendía fortalecer a los partidos. En lo que coincidía con la vieja cantinela de Alvaro Gómez (¡y de la izquierda!), quien aspiraba a que éstos desaparecieran  bajo el peso de su propia atomización personalista. No en vano lleva 7 años gobernando con esa fuerza política. En cambio Galán pensaba que verdadera democracia sólo habría sobre una base de partidos vigorosos. El inmolado reivindicó también la democracia representativa, la división de poderes, el gobierno de las leyes por encima del gobierno de los hombres, la alternación en el poder. Pasos de animal grande se adivinan en Colombia. Para detenerlo, nunca resultó tan revolucionaria la democracia liberal.

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