La tercera parte de los colombianos está haciendo una o, con suerte, dos comidas diarias. Una hecatombe social. Muestra al canto de la pobreza y la indigencia disparadas que este Gobierno contempla altanero desde el podio de los acaudalados a quienes entregó el poder, y cree encubrir con un alud de anuncios que magnifican su mezquindad: 160.000 pesitos, verbigracia, para una franja de las familias más necesitadas. Vale decir, un salario mínimo en seis meses de pandemia, que en decenas de países –latinoamericanos incluidos– se entregan cada mes. Al finalizar este año, la mitad de la población colombiana será pobre, y los miserables se habrán triplicado. Pero no todo es obra del virus: ya en 2019 la estulticia de Duque-Carrasquilla había logrado crear 661.000 nuevos pobres y 729.000 nuevos indigentes. En el año anterior a la pandemia, la pobreza monetaria aumentó 18,4%, mientras los diez millones de colombianos más ricos elevaban sus ingresos.

Un reversazo que nos ancla en la vetusta ecuación ricos-pobres. Fetidez de populismo, acusarán las células olfativas de nuestra dirigencia, mientras exacerba, ella sí, la lucha de clases. La activa con proyectos como el de reforma laboral filtrado esta semana, que despoja a los trabajadores de sus derechos y cercena sus ingresos; largamente madurado, drinks mediante con jefes de gremios que sólo representan a la crema de organizaciones policlasistas. Con tributación favorable a los más ricos y extorsiva para todos los demás. Con nuevos recortes al gasto público. Con la venta de  los bienes más rentables del Estado, como ISA y Ecopetrol. En suma, castigando la demanda agregada, fuente bendita de reactivación de la economía, cuyo desplome explicaría por qué, reabierto el comercio, poco vende. Terminarían muchos productores por suprimir los escasos puestos de trabajo que lograron conservar.

Explica Juan Daniel Oviedo, director del Dane, que gran parte de la reactivación del empleo registrada en agosto no es recuperación del trabajo formal: es que los informales volvieron a salir a batirse en la informalidad de las calles por cualquier ochavo. Y les acompañan nuevos contingentes que ingresan en la informalidad.

Tan aguda la crisis, que el mismísimo FMI, catedral primada del neoliberalismo, invita a los Estados a multiplicar la inversión social financiándola con nuevos impuestos a los más pudientes y a las empresas más rentables. Por su parte el Papa Francisco, a quien los poderosos citan apenas cuando conviene, escribe: “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal”, que sirve al crecimiento, no al desarrollo. Aboga por restablecer el papel del Estado social, por orientar la capacidad empresarial a conjurar la pobreza y a crear empleo.

Mas, he aquí que el muy católico y monaguillo del FMI, Álvaro Uribe, papa negro de la caverna en el poder, se insubordina contra todo el santoral, padre Marianito y virgen de Chiquinquirá comprendidos. En homilía post prisión advierte, dedo al cielo, contra el coco del socialismo, hoy representado en la minga indígena que apuesta a la “toma socialista del Estado”, mañana en el paro nacional. Una y otro, portadores del “riesgo socialista” que confisca, sube impuestos e impone restricciones asfixiantes. Y cierra energúmeno con la consigna de “oponerse al odio de clases del socialismo”.

Otros –la mayoría– piden, con Mauricio Cabrera, intervención del Estado “para combatir este obsceno aumento de la desigualdad, con mayores ayudas a los más pobres y más impuestos a los súper ricos”. Para combatir el hambre del pueblo provocada por omisión desde arriba, edén de la dictaduque y su ala de insaciables acaparadores de oro que pasan por empresarios de la patria: un crimen de Estado.

 

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