Anacrónica, violenta, corrupta, la monarquía del Estado Vaticano perpetúa la sordidez de sus homólogas cardenalicias de la baja Edad Media y el Renacimiento. Desplegando nepotismo, simonía, conspiración, guerra, traición y venganza, sus intrigas palaciegas se resolvían a menudo en asesinato del sucesor al solio pontificio: al poder y las arcas del reino. No ha mucho, en 1978, el papa Juan Pablo I habría muerto envenenado. Como envenenados murieron tantos de ellos en el 900, llamado el siglo negro de los papas. Ahora, según David Yallop, una cofradía de mafiosos, estafadores y fascistas se unía al cardenal Villot, secretario de Estado del Vaticano y al obispo Marcinkus, director del Banco Vaticano, para desaparecer al pontífice que quería desmontar la corrupción en la Santa Sede y reivindicaba una iglesia “pobre para los pobres”. Hoy se huele el cardenal Castrillón un complot de asesinato contra Benedicto. El mundo descubre, atónito, documentos secretos que comprometen a la jerarquía de Roma en intrigas y negocios de calado siciliano; en una conspiración de purpurados que van por el poder cuando Ratzinger denuncia vejez y cansancio. Y se destituye a Ettore Tedeschi, presidente del banco de marras que no cesa de lavarle activos a la mafia. Ya en 2001 le estimaban la lavatija en 50 mil millones de dólares. El domingo 27 de mayo, por vez primera en siglos, el pueblo católico abucheó al papa Benedicto en plena Plaza de San Pedro. Síntoma alarmante de que la jerarquía vaticana –ciega, sorda, manca y muda ante una corrupción descomunal- se tambalea al borde del abismo.
La simonía, que hace cinco siglos dio lugar a la Reforma protestante, sigue intacta. Se compraban entonces con dinero dones sobrenaturales, puestos y dignidades eclesiásticas. Negocio redondo pues se accedía así al exuberante patrimonio de la Iglesia. Alejandro VI, padre de César Borgia, pagó dinerales por su nombramiento. Después se dio a multiplicar su riqueza, a envenenar cardenales, a concebir hijos y a abusar de la suya propia, la casta Lucrecia. Como si el tiempo no pasara, nuestro cardenal López Trujillo habría conquistado tal dignidad llevando al óbolo de San Pedro dinero que recibiera de la mafia. El Espectador (20-4-08), reproduce declaraciones del abogado Gustavo Salazar en el sentido de que el entonces obispo de Medellín habría recibido esos fondos de la mafia: “…salió (López) en limusina, pasó por el centro de la ciudad y llegó hasta el club Unión donde varios capos, además de besarle el anillo, le entregaron un maletín con dólares”. En 1984, el National Catholic Reporter acusó a López de presunta participación en el programa de Pablo Escobar “Medellín sin tugurios”. Discípulo amado de Juan Pablo II, en 2005 le pediría este papa a López prepararse para recibir la silla pontifical. A la preservación de las riquezas de Dios en la tierra sirvió también el celibato de los clérigos, que redundó a su turno en “nicolaísmo” o secreta incontinencia de los curas. Hoy los tonsurados no son polígamos sino pederastas. Como Marcial Marcel, obispo violador de niños, otro protegido del papa que subió a los altares por el flanco de la derecha.
Aún se oye el eco de la iglesia de los Borgia: la sangre fría de clérigos entregados a la realpolitik. Enfermos de ambición y de codicia, su opulencia y la hipocresía que los distingue ofenden a legiones de católicos que no truecan ya la doctrina de Jesús por el cetro y la chequera de sus cardenales. A 50 años del malogrado Concilio Vaticano II, de la “opción social por los pobres” de Juan XXIII, el papa campesino, será la indignación de sus fieles la encargada de arrastrarlos al depeñadero.