ECONOMÍA, EL OTRO DESCALABRO

Tras dos años de sembrar más ilusiones que certezas, el presidente Santos pela cobres que el país resiente como puñaladas. No contento con prohijar el engendro de reforma a la justicia, porfía en un modelo económico ruinoso, ahora agravado por el virus de la enfermedad holandesa. Permite el ingreso masivo de dólares, la consecuente revaluación del peso –sin par en América Latina- y su efecto devastador sobre la producción nacional: sobreabundancia de importaciones efectuadas con el exceso de divisas baratas y desfallecimiento de las exportaciones, es decir, de la fuente de empleo productivo. Nuestra floricultura ha perdido 30 mil puestos de trabajo. Pero en la Cumbre de los G20 en México se preció Santos de que en Colombia rija “una política macroeconómica que está siendo exaltada en el mundo entero”. Pues será allende la patria, porque aquí, su ministro de Hacienda y el director del Banco de la República no consiguieron demostrar tal maravilla en debate en el Senado el pasado 12 de junio. Todo tecnicismo, verbosidad de horas y horas, no pronunciaron una sola vez el vocablo empleo.

Y el hecho es que Colombia sufre de enfermedad holandesa, pues está invadida de mercaderías extranjeras capaces de arrasar con la producción propia, que de momento no puede competir: matan la que existe y bloquean el surgimiento de industrias nuevas. Con importaciones superiores a las exportaciones en un 4% del PIB y tres cuartas partes de éstas en carbón, petróleo y ferroníquel -productos que no reintegran divisas- el país verá destruir su producción agrícola e industrial. Y no reintegran porque, con el prurito deshonroso de crear “confianza inversionista” a cualquier precio, a las multinacionales del sector se les eximió de esta obligación. Se complacerá el Gobierno en decir que el sector minero creció 12.4% en el primer trimestre, pero de ello pocos réditos derivan los colombianos, y menos, empleo. En cambio no es ficción la reducción del 9% en nuestras exportaciones industriales del último mes.

En lugar de divisas reintegradas, se ha formado en Colombia una burbuja especulativa con capitales golondrina que viajan por el mundo buscando los intereses más favorables. A inflarla contribuye la repatriación clandestina o pintada de mil colores de dineros calientes. Pero el ministro Echeverri se declara enemigo del control de capitales. Como en la mano invisible, cree en la bondad natural de todo capital que llegue de afuera. En la avalancha de dólares que producen nuestra enfermedad holandesa convergen también una deuda externa astronómica; las remesas de colombianos expatriados; ingresos por exportaciones menores de café, azúcar, flores y banano; y, desde luego, la inversión extranjera directa, 80% de la cual se concentró el año pasado en el sector minero. Si a todo ello se le suma la riada de productos norteamericanos, europeos y coreanos que nos llegará en las locomotoras de los TLC, se comprenderá por qué Colombia se parece cada día más a Venezuela, hermana en la dolencia que nos aqueja: allá todo se importa, aunque con las divisas que sí reintegran los exportadores de petróleo. A diferencia de Colombia, Venezuela replica el modelo clásico de los Países Bajos, donde apareció el virus en los 70: descubrieron allá enormes yacimientos de gas, lo exportaron, la inundación de divisas revaluó sus monedas hasta comprometer la competitividad de los demás productos. Se desplomaron la producción y el empleo. Si heterodoxos, también nosotros vamos para allá. Si Santos no logra revertir toda la reforma a la justicia; si, además, no remedia los males de la economía, sus sueños de reelección y de paz serán sólo eso: sueños.

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SANTOS POLIFACÉTICO

Tras bambalinas, sin ruido, va levantando Santos el andamiaje jurídico, institucional y político de la obra que lo consagraría en la historia: la paz. Contra viento y marea, ha dicho. Pero a cualquier precio. Se propone ganarle adeptos y neutralizarle enemigos, acá y allá, alternando sin escrúpulos políticas de todos los colores. Así, se la juega en el marco para la paz –redención de guerrilleros y militares que delinquieron en la guerra, y despedida al militarismo de la seguridad democrática. Desafía a la mano negra con una Ley de Víctimas  que reconoce el conflicto armado, repara a los ofendidos y, en elocuente remembranza de la bandera agraria de las Farc, restituye tierras. Sin embargo, orquesta una reforma a la justicia que es sórdida componenda de poderes para comprar la benevolencia de magistrados y parlamentarios en vista de un eventual proceso de paz. En este gobierno o en el siguiente, que lo será de Santos también.

De paso, la tal reforma no le sirve al ciudadano: en vez de multiplicar los jueces para descongestionar la Justicia, cercena su autonomía, abre las puertas a su privatización y formaliza la segregación de las mayorías que, además, no tendrán con qué sufragar el servicio, como se dispuso ahora. Para este trocar en negocio los derechos fundamentales, ¿no bastaba con el ejemplo macabro de la salud? En ejercicio de “gobernabilidad”, el Gobierno reparte caramelos por doquier. A los magistrados de las altas cortes, aunque envenenados –según Jorge Iván Cuervo- pues extendiendo su período los coopta y mina su capacidad de reacción cuando a defender la independencia de la Rama toquen. A la mayoría de parlamentarios les destraba la locomotora de la corrupción y la parapolítica, y éstos retribuirán con creces: le aprobarán al Gobierno todas sus iniciativas, incluidas la ley estatutaria de paz y la que fortalece el fuero militar. Avance notable del gobierno de Unidad Nacional, si se recuerda que el entonces presidente Uribe se limitó a pedirle a su bancada parlamentaria votarle los proyectos “antes de ir a la cárcel”. Mucha gabela maloliente suplantó el cambio que no daba espera. Hay a la fecha tres millones de procesos judiciales pendientes. Seguirán pendientes y crecientes. Entre 1993 y 2011, el número de procesos creció 300%, y la nómina del sector, sólo 17%.

Como otro pilar del andamiaje de paz, el presidente ha integrado en un ente poderoso instituciones consagradas al asistencialismo, a la reconciliación y la integración regional. Si la semana pasada elevó Familias en Acción a política de Estado, es porque ya este programa era parte del billonario Departamento de la Prosperidad Social, conformado, entre otras entidades, por la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas, la Unidad para la Reconciliación y la Unidad de Restitución de Tierras. Para La Silla Vacía, “lo que el Presidente creó fue toda una institucionalidad relacionada con la superación del conflicto”. Enhorabuena.

A falta de verdaderas simientes de paz, por ejemplo estrategias de industrialización y desarrollo (clausuradas para siempre con el TLC); mientras madura en el continente la idea de Santos de eliminar el narcotráfico –motor de la guerra- legalizando la droga, Colombia cifrará sus esperanzas en estos dispositivos institucionales. Le pedirá al Presidente, eso sí, no desnaturalizar políticas como la restitución de tierras con otras de signo contrario. Y en lugar de extraviar la paz en los vericuetos de la componenda con otros, movilizar a la sociedad toda en torno a aquella. Su garantía suprema serán los colombianos en pleno, no la versátil, a veces contradictoria  personalidad del Presidente Santos.

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MATONEO, UN JUEGO FATÍDICO

Localidad de Bosa, Bogotá, 12 de mayo. Freddy Forero, estudiante de once grado, vigila la salida del colegio José Francisco Socarraz. Espera a su hermano. Pero otros colegiales se le adelantan y lo matan a puñaladas. El pequeño Wilmer no tendrá ya quién lo defienda del matoneo de sus compañeros de estudio. Y la madre llora sin consuelo: “alumnos del colegio amenazaban a mi hijo con matarlo –dijo- porque él puso en conocimiento de las directivas una persecución en su contra y amenazas contra una niña embarazada. A mi otro muchacho lo apuñalearon por irlo a proteger a la salida de clases” (El Tiempo, 7-5-12). ¿Emularán estos victimarios después con los universitarios que presuntamente asesinaron a patadas y botellazos a su condiscípulo Andrés Colmenares? ¿Qué historia familiar traen; cuánto criminal exaltado a héroe ven en televisión; cuánta seducción de gobernante que presuma de varón porque ande “cargado de tigre”, los madura en adolescentes homicidas? ¿Alguna afinidad con Javier Velasco (el empalador de Rosa Elvira) agredido desde niño por un padre fiero que llegó a propinarle una puñalada?  Un porcentaje alarmante de matoneo escolar  se resuelve en asesinato. Y otro tanto, en suicidio de la víctima. Epidemia que deja, sin embargo, impávidas a directivas de planteles y autoridades educativas.

Lectores de columna sobre el tema publicada en este espacio el pasado 1 de mayo detallan este escenario de horror. Aunque algunos firmados con seudónimo, acotémoslos también a título de ilustración. Hace años –escribe “Boyancio”- en un colegio de curas  de Bogotá, “un alumno de bachillerato se suicidó porque todos los compañeros, su familia y hasta los profesores lo tenían por pendejo. Sólo recibía burlas, menosprecio y nada de cariño. (Se quitó la vida), pero de nada sirvió, pues los curas del colegio ni se inmutaron. No obstante, una abogada habló del caso en reunión de padres de familia. El rector casi se la come viva y cerró de tajo el debate, pues primero estaba la imagen del Corazón de Jesús que la de un pobre muchacho acomplejado, jodido, injustamente abandonado por la puerca sociedad que le tocó vivir (…). La anterior anécdota me la sé y la cuento con dolor porque ese muchacho era nieto mío…”. Inmoral escamoteo de toda responsabilidad en la desgracia: matoneo desde arriba. Al médico Ramiro Arteta le escandaliza “la indiferencia de los directivos y profesores de los colegios ante el matoneo. Indigna y preocupa tanto silencio, tanta indolencia, ante acontecimientos verdaderamente trágicos que causan dolor y constituyen una vergüenza”.

Pero el matoneo no se contrae a la escuela: anida en el hogar, se proyecta hacia el aula, torna a la familia y se expande, por fin, a los ámbitos todos de la vida social. “Paisajecoraje” conjuga la “cultura del protomacho” con la laxitud moral que deriva del todo vale, de la vindicta, del ojo por ojo y diente por diente. Es “la violencia y la intemperancia que se incuban desde los primeros años en el entorno hogareño, donde el niño es testigo y víctima de toda clase de agresiones físicas y verbales”. Y “Dalpin” remata: “Cómo no vamos a encontrarnos en esta postración con 60 años de violencia pura, una de las inequidades más altas del mundo, un sistema socio-económico excluyente. Y lo que no es causa sino síntoma: (Somos) el segundo país con más enfermos mentales del mundo, después de Estados Unidos”. No todo va, pues, en los jueces. Repare en ello la senadora Gilma Jiménez, tan proclive al linchamiento de “bestias” y “alimañas”. La justicia castiga pero no ejerce venganza. Se cuida de obedecer al ardor ciego que quema, precisamente, al fanático que mata y matonea.

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LA IGLESIA ANTE EL ABISMO

Anacrónica, violenta, corrupta, la monarquía del Estado Vaticano perpetúa la sordidez de sus homólogas cardenalicias de la baja Edad Media y el Renacimiento. Desplegando nepotismo, simonía, conspiración, guerra, traición y venganza, sus intrigas palaciegas se resolvían a menudo en asesinato del sucesor al solio pontificio: al poder y las arcas del reino. No ha mucho, en 1978, el papa Juan Pablo I habría muerto envenenado. Como envenenados murieron tantos de ellos en el 900, llamado el siglo negro de los papas. Ahora, según David Yallop, una cofradía de mafiosos, estafadores y fascistas se unía al cardenal Villot, secretario de Estado del Vaticano y al obispo Marcinkus, director del Banco Vaticano, para desaparecer al pontífice que quería desmontar la corrupción en la Santa Sede y reivindicaba una iglesia “pobre para los pobres”. Hoy se huele el cardenal Castrillón un complot de asesinato contra Benedicto. El mundo descubre, atónito, documentos secretos que comprometen a la jerarquía de Roma en intrigas y negocios de calado siciliano; en una conspiración de purpurados que van por el poder cuando Ratzinger denuncia vejez y cansancio. Y se destituye a Ettore Tedeschi, presidente del banco de marras que no cesa de lavarle activos a la mafia. Ya en 2001 le estimaban la lavatija en 50 mil millones de dólares. El domingo 27 de mayo, por vez primera en siglos, el pueblo católico abucheó al papa Benedicto en plena Plaza de San Pedro. Síntoma alarmante de que la jerarquía vaticana –ciega, sorda, manca y muda ante una corrupción descomunal- se tambalea al borde del abismo.

La simonía, que hace cinco siglos dio lugar a la Reforma protestante, sigue intacta. Se compraban entonces con dinero dones sobrenaturales, puestos y dignidades eclesiásticas. Negocio redondo pues se accedía así al exuberante patrimonio de la Iglesia. Alejandro VI, padre de César Borgia, pagó dinerales por su nombramiento. Después se dio a multiplicar su riqueza, a envenenar cardenales, a concebir hijos y a abusar de la suya propia, la casta Lucrecia. Como si el tiempo no pasara, nuestro cardenal López Trujillo habría conquistado tal dignidad llevando al óbolo de San Pedro dinero que recibiera de la mafia. El Espectador (20-4-08), reproduce declaraciones del abogado Gustavo Salazar en el sentido de que el entonces obispo de Medellín habría recibido esos fondos de la mafia: “…salió (López) en limusina, pasó por el centro de la ciudad y llegó hasta el club Unión donde varios capos, además de besarle el anillo, le entregaron un maletín con dólares”. En 1984, el National Catholic Reporter acusó a López de presunta participación en el programa de Pablo Escobar “Medellín sin tugurios”. Discípulo amado de Juan Pablo II, en 2005 le pediría este papa a López prepararse para recibir la silla pontifical. A la preservación de las riquezas de Dios en la tierra sirvió también el celibato de los clérigos, que redundó a su turno en “nicolaísmo” o secreta incontinencia de los curas. Hoy los tonsurados no son polígamos sino pederastas. Como Marcial Marcel, obispo violador de niños, otro protegido del papa que subió a los altares por el flanco de la derecha.

Aún se oye el eco de la iglesia de los Borgia: la sangre fría de clérigos entregados a la realpolitik. Enfermos de ambición y de codicia, su opulencia y la hipocresía que los distingue ofenden a legiones de católicos que no truecan ya la doctrina de Jesús por el cetro y la chequera de sus cardenales. A 50 años del malogrado Concilio Vaticano II, de la “opción social por los pobres” de Juan XXIII, el papa campesino, será la indignación de sus fieles la encargada de arrastrarlos al depeñadero.

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