Quién iba a imaginar que en Estados Unidos, nido de prosperidad para la fuerza laboral, asomara la rebelión del proletariado que catapultó el comunismo en los archienemigos países de la Cortina de Hierro. El retorno al capitalismo primitivo, su grosera concentración de riquezas y mercados en ese país, ha degradado los salarios y las condiciones de trabajo. Como no se viera en casi un siglo, tras el heroico despuntar del sindicalismo y su declive  a instancias del reformismo. Millones de trabajadores renuncian ahora a sus puestos en oleadas que crecen y, según el profesor Anthony Klotz, prefiguran ya una revolución. Impensable sacudón en el sistema que había cooptado a la clase obrera proporcionándole una vida de comodidades que fue envidia de sus pares en el mundo. Las vacantes no se llenan y una encuesta de Joblist revela que tres cuartas partes de los trabajadores contemplan su renuncia al trabajo. Sólo en agosto, los retiros fueron 4.300.000  (Ver El Espectador, X, 21).

Ante los nuevos signos de la crisis, se juega el presidente Biden por volver al impuesto progresivo, al control del monopolio, a la creación de millones de empleos bien remunerados mediante un plan de tres billones de dólares en obras de infraestructura e inversión social. Por su parte, los países de G20 aprueban un impuesto mínimo global a las multinacionales, y se multiplican las mesas de grandes empresarios que propenden a la humanización del sistema.

Pero el gran capital tiene el corazón dividido. Mientras unos acuden al reformismo para desactivar la crisis, a la manera del New Deal, la plutocracia más retardataria se atrinchera en las bóvedas doradas de RicoMacTrump para disparar contra el Plan Biden en el Congreso. Y los mimados por Reagan con la desregulación de la economía y la reducción de sus impuestos de 70% a 28% se niegan a tributar más. En 2007, Bezos no pagó impuesto de renta.

Para Mauricio Cabrera, el gran enemigo de la democracia capitalista no es la revolución proletaria que trata de acabarla desde afuera sino los monopolios y la concentración del poder económico que la destruyen desde adentro. Mas, como van las cosas, sorpresas podrán verse en ese país: los billonarios más obcecados sabotean la campaña de Biden contra los excesos del modelo que amenaza las libertades económicas y el bienestar de los trabajadores. Pero, en respuesta, éstos parecerían marchar hacia una virtual huelga general por remuneración decente, protección en salud y riesgos laborales, guarderías para los hijos y trato digno de sus empleadores. Al malestar tributa la pregunta existencial, exacerbada por la pandemia, de si se vive para trabajar o se trabaja para un buen vivir. Desde 1965 no se veía un rango tan elevado de aprobación al sindicalismo: 68%.

Por fuerza compara uno aquel desprendimiento con las afugias del desempleo que agobia a los colombianos, todavía en la lid de sujetarse al primer salvavidas que aparezca… si aparece, y por una paga franciscana. Dura paradoja que sobrevive aun al milagro de educarse, cuando el saber no abre caminos de vida digna. Dígalo, si no, un alumno del profesor Miguel Orozco, graduando de grado 11, a la pregunta sobre sus planes: “yo no quiero estudiar. No porque no me guste, sino porque en este país no sirve de nada. Mi papá estudió derecho mientras trabajaba y, ya graduado, ganaba menos que cuando era celador. Como pudo, hizo una maestría que le valió resto. Y ahora, a sus 50 años, ya dizque está muy viejo y nadie lo contrata. Acá estudiar no sirve porque al Gobierno le sirve es que seamos ignorantes y mediocres. Estudiar acá es sólo para alimentar el ego y saber cosas, no para vivir de eso”.

Si se siguiera el llamado del Papa Francisco a cambiar el modelo económico, nadie en Estados Unidos tendría que jugarse el puesto; ni en Colombia, la vida.

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