Paz sin reversa

Con la desaparición de las Farc perdió Uribe el enemigo sobre cuyo lomo había edificado su reputación de guerrero indómito; para reemplazarlo, camufló entre tules de justicia y patria a un nuevo antagonista: la paz. Mas, pese a sus vacíos, a la reconversión de la violencia en muchos territorios, a la ferocidad de la acometida contra ella en estos años, hoy resulta irreversible la paz. Y apuntalado en el mundo el prestigio del Acuerdo que terminó una guerra de medio siglo con una guerrilla poderosa en su bestialidad. Por eso la carta del expresidente al secretario de la ONU, que desconceptúa por enésima vez el Acuerdo, tiene menos de memorial de agravios que de conjuro. No por decir que “acuerdo no hubo” desaparecen mágicamente su estatuto constitucional y legal, y sus efectos: los miles de vidas salvadas, la desmovilización de 13.000 guerrilleros y la fundición de sus armas, la conversión de los insurgentes en partido legal, el espectáculo de la JEP que emplaza a militares por la ejecución de 6.402 falsos positivos y a las Farc por crímenes horrendos, las decenas de miles de testimonios de las víctimas a la Comisión de la Verdad, materia viva para una historia universal del horror. Y la aplastante mayoría de colombianos que sueñan con una paz completa.

Dice Uribe que, en vez de acuerdo, hubo fractura de la ley para dar impunidad y elegibilidad a responsables de delitos atroces. Olvida que su proyecto original de desmovilización de autodefensas concedía perdón sin verdad, justicia y reparación. Que su Administración auspició la presencia insultante del jefe paramilitar Mancuso en plenaria del Congreso y cogobernó con bancadas de parapolíticos. Al Acuerdo atribuye la instauración de “un Estado criminal alternativo”. Pero este existía desde mucho antes, gracias a la alianza de  narcoparamilitares con políticos, empresarios, funcionarios y militares que en su Gobierno alcanzó todo su esplendor.

Al presidente Duque se le agradece el inesperado viraje por la paz. Pero no se le cree. Mal actor en las artes de la simulación, nos enseñó que su retórica anda lejos, muy lejos de los hechos. De la campaña por hacer trizas la paz, que se resolvió en obstrucción o en ejecución liliputiense de su implementación: casi nulas reforma rural y sustitución voluntaria de cultivos ilícitos; ninguna, en seguridad en los territorios, como que masacres y asesinatos de líderes sociales y desmovilizados escandalizan. Sabotaje a la jurisdicción agraria y pasos de tortuga en actualización del catastro.  Persecución a la JEP y migajas para los programas de posconflicto. Salvo en PDETs, donde Emilio Archila puede mostrar algún resultado decoroso.

Sostiene Camilo González que, por no implementar a derechas el Acuerdo, se recomponen grupos armados con impacto en 250 municipios, persisten el paramilitarismo y la violencia para hacerse con el control del territorio, con los negocios y con el poder. Estaríamos en la encrucijada del tránsito a una etapa histórica sin guerra, pero la violencia se recicla porque no se atacan sus causas de fondo. La imposición oficial de nuevas estrategias de guerra prevalece sobre programas integrales de desarrollo, de democracia y de bienestar para la población.

Y sin embargo, tan vigoroso es el proceso de paz que ha sobrevivido a las más devastadoras cargas de dinamita. En su visita al país remarcó el secretario de la ONU, “la obligación moral de garantizar que el proceso de paz tenga éxito”, pues éste no se contrae al acto de silenciar las armas: apuntó también a eliminar las causas profundas del conflicto y a curar las heridas, “para que las atrocidades cometidas por todas las partes no vuelvan a ocurrir”. ¿Se traducirá en hechos la retórica pacifista que ahora ensaya Duque, o volverá al frente de guerra contra la paz que Uribe y su candidato Zuluaga reclaman?

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Izquierda y Centro: se alborota el cotarro

Unos juegan con los principios y se complacen en la derecha; otros se abocan al reto de verterlos en programas de cambio. Mientras Petro se extravía en un crudo pragmatismo haciendo aliados que disuenan entre “los decentes”, los candidatos de la Coalición Centro Esperanza tendrán que optar por una entre las variantes de libre mercado que todos ellos adoptan: la gama va desde un neoliberalismo cerrero hasta el capitalismo social. Si, como dicen, representan la convergencia del reformismo estructural, no podrán menos que allanarse al modelo de economía de mercado con regulación del Estado. Será respuesta al negro balance del Consenso de Washington, cuya alternativa lanzan hoy las potencias del G7: el Consenso de Cornwall.

Conforme se consolida el Centro precisamente porque rehúye el abrazo de un oficialismo liberal amancebado con la corrupción, con el gobierno Duque y su partido, Petro le tiende la mano a Luis Pérez, artífice con Uribe, Martha Lucía y don Berna, de la mortífera Operación Orión. Y convida al pastor Saade, célebre por su odio al aborto, a la mujer, a la comunidad LGBTI.

Genio y figura, de suyo arbitrario, el autoendiosado Petro se ríe de la izquierda sacrificada, probada en mil batallas, que ahora lo acompaña en la idea de transformar este país. Y encubre su arrebato electorero con el argumento de la vieja alianza del liberalismo con la izquierda. Como si Luis Pérez fuera Uribe Uribe o López Pumarejo. Como si no hubiera sucumbido el Partido Liberal a la corrupción, a la hegemonía de la derecha en sus filas, a los turbios manejos del jefe.

Poniéndole conejo con la caverna cristiana y con la derecha liberal, arriesga Petro la cohesión de la coalición de izquierda. Sus aliados podrán pasar del estupor a la estampida. Como se insinúa ya: Francia Márquez pidió “no cambiar los valores de la vida por votos”, Iván Cepeda declaró que “las elecciones se pueden perder pero la coherencia ética, no”, e Inti Asprilla remató: “la pela interna que nos dimos en el Verde no fue para esto”. Pero Petro es así: impredecible en política… y en ideas. Si votó por Ordóñez para procurador, si considera a Álvaro Gómez más progresista que Navarro Wolf, se comprenderá que invite ahora al uribismo al Pacto Histórico, a la derecha liberal y a la caverna cristiana.

Más atento a la formulación de un programa económico que responda al anhelo de las mayorías, en el Centro Esperanza Jorge Enrique Robledo, verbigracia, insiste en cambiar el modelo pero dentro de la economía de mercado, con respeto a la propiedad y a la empresa privadas, y sin estatizar la economía. Para él, un efecto devastador de la globalización neoliberal en Colombia fue la destrucción en gran medida del aparato productivo del país: la desindustrialización y la crisis agropecuaria. Un desastre, pues es la industria el gran multiplicador de la productividad del trabajo, base del desarrollo. Con la apertura comercial se sustituyeron la producción y el trabajo nacionales por los extranjeros: el Consenso de Washington desprotegió el capitalismo nacional en favor del foráneo. Ahora, para reemplazar aquel Consenso, las grandes potencias marchan hacia un paradigma alternativo, el nacido del Consenso de Cornwall, en pos de una economía equitativa y sostenible que restituya el papel del Estado en la economía, sus metas sociales y la perspectiva del bien común.

Horizonte claro para transitar hacia un nuevo contrato social, sin que sus promotores deban endosar la iniciativa a la politiquería tradicional, gran responsable de las desgracias que en Colombia han sido. Modere Petro sus ínfulas napoleónicas en el platanal, y acoja el Centro sin ambigüedades el paradigma del capitalismo social.

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz Navidad a los amables lectores.

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Narcotráfico: ricos y pobres en el mismo baile

Ni folclor, ni casualidad. La altanería del nuevorriquismo en la política, en la economía, aun en el alto gobierno, envilece la autoridad y prolonga comportamientos gestados en una vieja alianza de negocios que cambió la fisonomía de la sociedad y del poder del Estado: las tratativas entre el narcotráfico naciente y amplios sectores de las élites. En Medellín se engendraron y se extendieron como pólvora al país entero. Dinero a rodos y violencia encomendada a la Virgen remodelaron la ética del antioqueño –a caballo entre el pragmatismo y la religiosidad– ahora en clave de revancha de quienes emergían rompiendo jerarquías sociales, y de codicia entre muchos que todo lo tenían pero querían más.

Grandes y pequeñas bellaquerías les dan en su cara todos los días a los colombianos, marica. Ya el taxista que arranca veloz con el mercado de una anciana, o el niño bien que recibe mansión por cárcel después de matar a seis transeúntes con su carro. ¡Sí, y qué! Ya el presidente que defiende el negocio sucio de un ministro y la sospechosa torpeza de una ministra que permite robarle $70.000 millones al erario, declara héroes a policías que acaso vengan de disparar contra manifestantes, y se hace elegir con apoyo de un narco llamado Ñeñe. ¡Sí, y qué!

Plantas carnívoras del jardín que tantos antioqueños cultivaron a dos manos con la mafia en los años 80. En abordaje de la historia desde la literatura, pinta María Cristina Restrepo con maestría el fresco de la aventura alegrona que culminó en horror. No hay familia de Medellín que no lo hubiera sufrido, acota la escritora (a Juan Manuel Ospina, Las2orillas). Editada de nuevo, La Mujer de los Sueños Rotos gana vigencia renovada porque, abrumadora como es la novela, imposible de abandonar antes de la última línea, ausculta los recovecos de una realidad que se atornilla con el paso del tiempo.

Deslumbramiento y seducción recíprocos hubo entre mafia y burguesía, apunta Restrepo: al comienzo, todo fueron halagos, invitaciones, buenas maneras. Era la burguesía antioqueña la que le vendía las casas, las fincas, los cuadros, hasta volverla tan elegante como ella. Pero Jaimison Ocampo, conspicuo ejemplar del nuevo poder en la novela, no tardaría en complacerse en “demostrarles a aquellos riquitos que los habían humillado con el coqueteo y la arrogancia, buscándolos e ignorándolos alternativamente, que ahora los verdaderos ricos eran ellos”, los hijos de los barrios que habían impuesto su ley en Medellín. Si culto a la riqueza había, el sagaz Jaimison develaba su otra faz: todos le tenían miedo a la pobreza; los suyos, por haberla mirado de frente, y los poderosos la imaginaban con la ansiedad de la incertidumbre.

No nos hundimos, apunta Restrepo, porque la propia sociedad se defendió. Parte de ella cayó, pero fueron los ciudadanos del común y grandes industriales los que defendieron la ciudad. Como el doctor Martínez, emblema en la obra de la integridad que no cede, reprochaba a sus yernos “el coqueteo con ese espejismo dorado”. Llegarían ellos a concertar con Jaimison el secuestro de una de sus esposas, aun con riesgo de muerte, para repartirse el rescate con aquel.

Al poder disuasivo del dinero y de la crueldad agregaron los narcotraficantes el de la cooptación de vastas franjas del pueblo, que se lucraron de su chequera generosa cuando periclitaba la industria y el desempleo crecía. Por las venas de la economía toda circuló la nueva savia, y no fue la clase política la última en sorberla. Medellín nunca estuvo dividida entre buenos y malos, apunta la escritora, entre los de El Poblado y los de las Comunas. En todas partes hubo buenos y malos, la ciudad nunca tuvo fronteras imaginarias de corrección. Y ahí vamos. Diríase que en la cadencia vaciada en hierro que bailaron, a una, ricos y pobres.

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Covid en Colombia: riesgo desigual

Todo en este Gobierno se vuelve propaganda. Prisionero de tal inercia, pregona Duque metas de vacunación que, pese a la bonhomía del ministro, acaso no podrá cumplir: aventura 70% de la población atendida (35,7 millones de personas con esquema completo) antes de fin de año. Para alcanzar la meta, precipita la vacunación de niños, menos vulnerables que otras franjas de población dramáticamente aisladas del beneficio, o la priorizada para segunda dosis. A la caza de resultados vistosos, decide vacunar donde es más fácil, no donde es más urgente. Eso sí, oculta que la vacunación en medio país es deleznable y que los grandes damnificados de la pandemia son los estratos inferiores. En atención por pandemia, la brecha entre regiones y entre clases sociales crece con los días, asevera el médico Mauricio Torres. Mientras en Bogotá, Quindío y Boyacá la mitad de la población ha recibido el esquema completo, en Guajira, Chocó, Vaupés y Cundinamarca ronda el 23%; y en Vichada ha llegado apenas al 13,3%.

No cesa el presidente de mandarse flores; pero la cosecha es escasa, cuando no trágica. Dice el DANE que la cobertura de vacunación en Colombia alcanza hoy al 44% de la población; en Chile cubre al 82%, en Uruguay al 76%, y en el modesto Ecuador al 60%. Aquí sobrepasamos los cinco millones de infectados y nos acercamos a los 130.000 muertos, lo que nos coloca en deshonrosa competencia por el podio mundial en mortalidad por covid. En junio registró el país diez veces más fallecidos que la India, un país en graves dificultades para paliar la pandemia.

En Colombia el riesgo de mortalidad por covid es muy elevado. Pero es un riesgo desigual. Ocho millones de personas sin acueducto se ríen con amargura de la medida de lavarse las manos; con amargura se ríen los que en zonas apartadas no pueden pagar transporte para llegar al centro de vacunación. Y millones de personas que viven del rebusque rompen cualquier cuarentena, pues el hambre obliga, y las ayudas del Gobierno no llegan o son migajas. 61,5% de los fallecidos son de estratos 1 y 2, en tanto que de los estratos 5 y 6 procede sólo el 3,4%.

Argumenta el doctor Torres que las medidas de salud pública no pueden desconectarse de las sociales y económicas con destino a las mayorías empobrecidas. Lo contrario perpetúa las desigualdades. Más aun en la peor crisis social y de salud que haya padecido el país, fatal colofón al acumulado histórico de desprotección en estos ámbitos.

El modelo de manejo de la pandemia denominado PRAS (pruebas, rastreo y aislamiento selectivo) no se ejecutó por parejo en todo el territorio. Ni contempló las particularidades de cada entorno y sus condiciones de vida, determinantes en el proceso de salud-enfermedad. Con pruebas insuficientes y tardías y con el imposible confinamiento de los reducidos al hambre, el programa fracasó.

La pandemia demostró que el sistema de salud en Colombia ofrece cobertura casi universal, pero funciona muy mal para la mayoría. Cuando el cuarto pico muestra ya las orejas, debería el Gobierno apretar su programa en las regiones y entre los pobres. Empezando por ajustar la estrategia de vacunación hacia los más vulnerables. En la mira queda, según Torres, encarar los problemas de fondo cuya solución es eje de la salud pública: protección social, calidad de vida de la población, en particular saneamiento básico y alimentación. Desarrollar un sistema de salud de base territorial con potentes procesos de promoción y prevención, de atención primaria y sólida vigilancia en salud, como lo establece la Ley Estatutaria de Salud. Demasiado pedirle a este presidente tan retrógrado y ajeno a las aflicciones de su pueblo. Si a lo menos democratizara la aplicación de la vacuna, hasta se transigiría con su enfermiza propensión a convertir el humo en bienaventuranza.

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La rebelión del proletariado

Quién iba a imaginar que en Estados Unidos, nido de prosperidad para la fuerza laboral, asomara la rebelión del proletariado que catapultó el comunismo en los archienemigos países de la Cortina de Hierro. El retorno al capitalismo primitivo, su grosera concentración de riquezas y mercados en ese país, ha degradado los salarios y las condiciones de trabajo. Como no se viera en casi un siglo, tras el heroico despuntar del sindicalismo y su declive  a instancias del reformismo. Millones de trabajadores renuncian ahora a sus puestos en oleadas que crecen y, según el profesor Anthony Klotz, prefiguran ya una revolución. Impensable sacudón en el sistema que había cooptado a la clase obrera proporcionándole una vida de comodidades que fue envidia de sus pares en el mundo. Las vacantes no se llenan y una encuesta de Joblist revela que tres cuartas partes de los trabajadores contemplan su renuncia al trabajo. Sólo en agosto, los retiros fueron 4.300.000  (Ver El Espectador, X, 21).

Ante los nuevos signos de la crisis, se juega el presidente Biden por volver al impuesto progresivo, al control del monopolio, a la creación de millones de empleos bien remunerados mediante un plan de tres billones de dólares en obras de infraestructura e inversión social. Por su parte, los países de G20 aprueban un impuesto mínimo global a las multinacionales, y se multiplican las mesas de grandes empresarios que propenden a la humanización del sistema.

Pero el gran capital tiene el corazón dividido. Mientras unos acuden al reformismo para desactivar la crisis, a la manera del New Deal, la plutocracia más retardataria se atrinchera en las bóvedas doradas de RicoMacTrump para disparar contra el Plan Biden en el Congreso. Y los mimados por Reagan con la desregulación de la economía y la reducción de sus impuestos de 70% a 28% se niegan a tributar más. En 2007, Bezos no pagó impuesto de renta.

Para Mauricio Cabrera, el gran enemigo de la democracia capitalista no es la revolución proletaria que trata de acabarla desde afuera sino los monopolios y la concentración del poder económico que la destruyen desde adentro. Mas, como van las cosas, sorpresas podrán verse en ese país: los billonarios más obcecados sabotean la campaña de Biden contra los excesos del modelo que amenaza las libertades económicas y el bienestar de los trabajadores. Pero, en respuesta, éstos parecerían marchar hacia una virtual huelga general por remuneración decente, protección en salud y riesgos laborales, guarderías para los hijos y trato digno de sus empleadores. Al malestar tributa la pregunta existencial, exacerbada por la pandemia, de si se vive para trabajar o se trabaja para un buen vivir. Desde 1965 no se veía un rango tan elevado de aprobación al sindicalismo: 68%.

Por fuerza compara uno aquel desprendimiento con las afugias del desempleo que agobia a los colombianos, todavía en la lid de sujetarse al primer salvavidas que aparezca… si aparece, y por una paga franciscana. Dura paradoja que sobrevive aun al milagro de educarse, cuando el saber no abre caminos de vida digna. Dígalo, si no, un alumno del profesor Miguel Orozco, graduando de grado 11, a la pregunta sobre sus planes: “yo no quiero estudiar. No porque no me guste, sino porque en este país no sirve de nada. Mi papá estudió derecho mientras trabajaba y, ya graduado, ganaba menos que cuando era celador. Como pudo, hizo una maestría que le valió resto. Y ahora, a sus 50 años, ya dizque está muy viejo y nadie lo contrata. Acá estudiar no sirve porque al Gobierno le sirve es que seamos ignorantes y mediocres. Estudiar acá es sólo para alimentar el ego y saber cosas, no para vivir de eso”.

Si se siguiera el llamado del Papa Francisco a cambiar el modelo económico, nadie en Estados Unidos tendría que jugarse el puesto; ni en Colombia, la vida.

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CPI en Colombia: pausa condicionada

En tres años se situó la JEP a la cabeza del aparato judicial que enfrenta graves crímenes contra los Derechos Humanos, en un país donde el recurso al horror desafía la imaginación de las más sanguinarias dictaduras. Y pese al ataque inclemente de este Gobierno y de su partido contra el tribunal de justicia transicional que es eje del Acuerdo de Paz. Tal la trascendencia del trabajo de la JEP y su prestigio en el mundo, que la Corte Penal Internacional (CPI) permuta una investigación previa de 17 años al país por el compromiso del Gobierno de respetar, fortalecer y proveer al órgano de justicia transicional y desarrollar en toda su dimensión y potencialidad el acuerdo de La Habana. Es, a un tiempo, reconocimiento de la legitimidad constitucional y legal de la JEP, de los derechos de nueve millones de víctimas, y tenaza a las veleidades de la derecha contra el modelo de verdad, justicia y reparación: se obliga el Gobierno a rendir cuentas regularmente al supremo tribunal mundial de su quehacer contra la impunidad y sus avances en implementación de la paz. De no hacerlo, volverá la CPI a intervenir.

Vigoroso el soporte que termina por blindar a la JEP: en casos emblemáticos de crímenes de guerra que comprometen a cúpulas por emisión de órdenes o por cadena de mando, imputa cargos a uniformados de alto rango en el Ejército –generales comprendidos– por 6.402 falsos positivos; y al Secretariado de las extintas Farc, por la comisión de 21.000 secuestros y 18.000 casos de reclutamiento de menores. Nunca antes había llegado tan lejos la justicia, ni se viera sometida por ello al bombardeo de un expresidente que, por salvar el pellejo propio y el del turbio círculo que lo rodea, así feria hasta el honor.

En su conocida rapidez para atrapar cada oportunidad de autobombo, califica Duque la pausa de la CPI como prenda de confianza en su Gobierno: se apropia méritos ajenos, precisamente los de la JEP y La Corte Suprema, blanco consuetudinario del fuego uribista y del suyo. Ha buscado hacer trizas la paz, y contra la JEP malgastó un año de debate en el Congreso por seis objeciones que interpuso enderezadas a disolverla. Y calla cuando la Fiscalía de su amigo invita sin razón a precluir investigación contra Uribe por manipulación de testigos con motivo de presunta participación suya en la creación de grupos paramilitares.

El solo seguimiento de masacres, secuestros, desapariciones, desplazamiento forzado, falsos positivos y promoción del paramilitarismo abre un abanico abrumador en esta Colombia que funge como la democracia más antigua y estable de la región, libre de dictaduras (salvo la civil de Ospina-Laureano y la militar de Rojas entre 1949 y 1957). Acaso resulte inferior en crueldades la dictadura declarada de Venezuela, paso siguiente de la CPI. País hermano gobernado casi de largo durante un siglo por autócratas de charreteras aupados por la doctrina del “gendarme necesario” de Vallenilla Lanz, cuya capital se tuvo por “el cuartel” de la Gran Colombia mientras a Bogotá se le ungió con la cursilería de “Atenas suramericana”. Tal vez ni Gómez ni Pérez Jiménez ni Chávez ni Maduro igualen en carnicería a ciertos gobiernos nuestros –de la Violencia a la Seguridad Democrática– presididos por eminencias civiles que desde una democracia precaria emulan a los dictadores.

Ahora el Gobierno tendrá que garantizar los derechos de las víctimas y no podrá obstaculizar el ejercicio de la justicia transicional. El movimiento Defendamos la Paz le exige al presidente Duque honrar la palabra empeñada a la CPI y pedirle a su partido retirar los tres proyectos de ley contra la JEP que cursan en el Congreso: dos para modificarla y uno para disolverla. Será una prueba ácida, entre otras previsibles, para seguir o no en pausa condicionada.

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