Aunque Obama no ganara la  Presidencia de los Estados Unidos, habría protagonizado el desenlace de una revolución racial impensable hace 50 años en una democracia que porfiaba todavía en sojuzgar a su población negra. Si en tiempos de Luther King ésta debió batallar por sus derechos, hoy goza de las mismas libertades y prerrogativas de los blancos. Así perviva algún sentimiento de repulsa al negro y éste siga ocupando, en general, los niveles más bajos de la escala social y sufra de pobreza, a veces extrema. Pero Obama encarna la utopía de igualdad convertida en realidad. Y su discurso rompe fronteras. Alexander Ulloa, activista de las negritudes en Colombia, declaró: “Obama nos ha dado autoestima (…) Ha cambiado la manera del negro de mirarse a sí mismo”.

El de Obama no parece ser fenómeno episódico. Sugiere un punto de inflexión en la política estadounidense, de repercusión comparable a la dura historia que le precede. Vienen a la memoria la guerra de secesión y la liberación de los esclavos que rubricó el ingreso pleno de los Estados Unidos a la democracia. Al menos formalmente, pues los linchamientos de negros en el Sur fueron cosa de todos los días y confirmaron que la guerra civil, lejos de resolver la segregación racial, la había agudizado. Se abolió la esclavitud, pero no el problema racial.

Nada hubiera cambiado sin el movimiento negro que debutó en 1955 con el boicot al transporte público en Montgomery, donde era rabiosa la costumbre de negarles los asientos a los de color. Paso inicial de una marejada que crecía con la determinación del Presidente Kennedy de extender a los negros los derechos civiles. En 1963, año de su asesinato, no había en Alabama, Mississippi y Carolina del Sur una sola escuela integrada. En Alabama, epicentro de la discriminación racial del Sur, empezaron a multiplicarse las protestas, brutalmente reprimidas por la fuerza pública. En una sola manifestación hubo 3.300 detenidos. Nunca se supo cuántos fueron los de la manifestación de 200 mil personas frente al monumento de Abraham Lincoln en Washington. Robert Kennedy recogió las banderas del mandatario sacrificado y también murió asesinado.

Con la aprobación de la ley de derechos civiles en 1964, recrudeció la violencia. El Ku Kux Klan actuaba en la sombra, pintada la cruz en el pecho y el tiro siempre certero. Hasta el Norte llegó la protesta, a menudo como anarquía, en medio de incendios y saqueos. En una semana de locura en 1965 hubo en Los Ängeles 35 muertos y más de mil heridos. Así, de motín en motín, se afianzaba el Poder Negro. Su momento estelar, el de los atletas norteamericanos que ganaron todas las medallas en los Juegos Olímpicos del 68 y acapararon, el puño en alto, la mirada incrédula del mundo entero. Imagen imborrable de las Panteras Negras.

Tras recibir el premio Nobel de Paz en 1968, moría asesinado Martin Luther King, artífice de la revolución negra cuyo legado recoge Obama, así en la palabra como en el color de la piel. No reivindica ya el “país de las maravillas” también para los niños de color sino la unidad de la nación, en sus diferencias, y alrededor de la paz.

Pasó a la historia la teoría de Stephens, Vicepresidente de la Confederación durante la guerra civil de 1860, según la cual la esclavitud, la subordinación a la “raza superior” es natural, una verdad física, filosófica y moral. Acaso también la de Luther King contra la segregación, “una insensatez económica y una imbecilidad política; pero, sobre todo, una inmoralidad”.

Obama simboliza el paso decisivo hacia la igualdad de la raza negra en Estados Unidos, mientras se configura una nueva minoría: la de los hispanos, con el muro de infamia que mandó levantar el Presidente Bush para segregar a los mexicanos y a los de parecido jaez.

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