Se bifurca la implementación de la paz: por un lado van actores del conflicto y el tribunal que los juzga, por el otro va el Gobierno. En acto tan categórico como la entrega de armas, por vez primera reconoce la cúpula de la Farc ante la JEP la comisión masiva del secuestro por sus hombres en el conflicto. Crimen abominable que pesa sobre 18.000 víctimas a manos de las viejas Farc, 522 de las cuales murieron en cautiverio. ¡18.000! Un hito en justicia transicional, mientras no intente el nuevo partido justificar el crimen como “retención” del enemigo o como “error” de lamentar. Pero, al tiempo, 500 organizaciones civiles denuncian ante el Parlamento Europeo doble juego del presidente Duque: mientras éste simula acometer la paz, desmonta el Acuerdo. Frena su implementación. En su primer año de Gobierno ha querido imponer una agenda distinta o contraria en materia rural, de sustitución de cultivos y atención a las víctimas.

Tras abordar el caso de los falsos positivos, con el informe de la Farc abre la JEP el primer macroproceso para juzgar a las personas determinantes de secuestro en la vieja guerrilla. El documento se cotejará con información de Fiscalía, Procuraduría, viejo DAS y organizaciones como País Libre. Cada víctima acreditada para el efecto podrá tenerlo, pedir precisiones sobre casos concretos y controvertirlo. El carácter colectivo del informe no elimina la sindicación, juzgamiento y penalización a los responsables individuales del delito. El propio Timochenko reconoció responsabilidad del grupo armado en el secuestro y pidió perdón.

El secuestro, no puede olvidarse, es un ataque devastador contra la víctima: la esclaviza, pisotea su dignidad, la somete a sufrimientos inenarrables hasta arrebatarle su propia humanidad. En horrible evocación de los campos de concentración nazis, vimos los colombianos imágenes de secuestrados de las Farc encadenados, famélicos y cercados, por centenares, con alambre de púas. Andrés Felipe Pérez murió de cáncer a los 13 años, tras dedicar los últimos dos a suplicarles a las Farc que le permitieran a su padre secuestrado verlo unos minutos antes de morir. Se lo negaron. Dos años después moría Norberto Pérez, el padre, asesinado por sus captores en un intento de fuga. El secuestro marcó el punto de inflexión en la guerrilla: muchos rebeldes renunciaron de facto a su condición de insurgentes para convertirse en delincuentes comunes.

Mas ahora, mientras la Farc responde lealmente al compromiso de paz, el Gobierno lo sabotea. Según las organizaciones denunciantes, los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial para los 170 municipios más azotados por la guerra se ven suplantados por una política de seguridad militarista que embolata el objetivo social y económico de la estrategia. El programa de sustitución de cultivos, crucial en reforma rural integral, deriva en apéndice de las políticas de seguridad y lucha antidrogas. Los programas concebidos como herramienta de transformación estructural del campo terminan avasallados por una estrategia de militarización del territorio.

Las garantías de protección a líderes sociales son un estruendoso fracaso. 226 líderes y defensores de derechos humanos fueron asesinados este año, y cada cuatro días desaparece por la fuerza una persona. Para no hablar de la obstrucción deliberada de los trámites que le darían vida al Acuerdo y del cercenamiento de sus recursos en el Plan de Desarrollo. Consecuencia: en muchas regiones se despereza, pavorosa, la guerra.

No, no todos quieren la paz. Se ahonda el abismo entre los actores del conflicto que comparecen ante el tribunal de justicia y reconciliación, y quienes obstaculizan el despegue de la paz.

 

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