Inocultable, la rabia del presidente Uribe al proponer una zona de encuentro con las FARC para negociar la liberación de secuestrados. Tanta irritación  denuncia la batalla que libra contra su propio corazón y contra sus convicciones de soldado. Y el temor de comprometer su proyecto político. Cuando el país espera un gesto de grandeza, él parece asumirlo como una claudicación.

Pesará en él, sin duda, el recuerdo incancelable del padre asesinado por esa guerrilla. Aunque otros motivos explicarían también la tacañería de la oferta y su falta de realismo. Uribe nada concede. Condenada al fracaso de entrada porque en una negociación no se puede pedir sin dar, la iniciativa parece calculada sólo para  impresionar de momento a gobiernos extranjeros. Mientras tanto, busca preservar a toda costa la imagen heroica de la seguridad democrática, pasaporte seguro hacia un tercer período presidencial.

Advierte el Primer Mandatario que la zona de encuentro no podrá dar vuelo político a la contraparte, pues ello menoscabaría su estrategia de seguridad. Falso dilema que contrapone seguridad  a humanitarismo. Para los secuestrados la seguridad democrática consiste,  precisamente, en el intercambio humanitario. Los cien millones de dólares destinados a recompensar guerrilleros que entreguen plagiados, verbigracia, son un torpedo contra la propuesta misma de la zona de encuentro. Si, pero no. Borra el Presidente con el codo lo que escribe con la mano, como traicionado por una voz interior que, en todo caso, se deja oír en la inflexibilidad delirante y ramplona de su ministro de Agricultura.

La publicitada oferta no parece tan enderezada a salvar vidas como a prevenir una sindicación de complicidad por omisión en el padecimiento de las víctimas. O en la muerte de Ingrid –el cielo no lo quiera-, símbolo de todos los secuestrados, que desfallece ante la mirada glacial de Tirofijo, alias “don Manuel”, planta carnívora de la selva que morirá de edad y sin gloria tras convertir un sueño de justicia en mar de sangre.

El Vicepresidente convoca un levantamiento de la sociedad civil para que las FARC devuelvan a los secuestrados “sin ningún tipo de contraprestaciones”. Según él, la vida de Ingrid no está en manos del Presidente ni del gobierno sino de la sociedad. Verdad es que la ciudadanía y los partidos deben dar todo de sí al propósito de presionar la libertad de las víctimas. Pero el Estado no puede soslayar la responsabilidad contraída con los asociados, so capa de “empoderar” a la sociedad civil, descargando sobre sus hombros funciones que competen al poder público y que éste, por ineptitud o por oportunismo, no asume. Ya tenemos suficiente de consejos comunales, parodia de democracia directa que delega en la gente un poder engañoso porque no permite deliberar y, menos, decidir; pero que al gobierno le sirve para sacudirse obligaciones y, de pasada, crear la impresión de que el pueblo es el que manda.

La política de seguridad democrática ha devuelto confianza, sí, pero nos está costando un ojo de la cara. Y la pobreza, factor prominente del conflicto que ha colocado a los secuestrados en el límite de su resistencia, no cede. Al Estado le cuesta 100 veces más reclutar un soldado, que a las FARC, un guerrillero. Más de 600 millones le representa capturar, dar de baja o desmovilizar a un insurgente. José Fernando Isaza y Diógenes Campos señalan que en 2007 el presupuesto militar llegó al 6.3% del Producto Interno Bruto, cuando en Estados Unidos no pasa del 4%, y en los países europeos de la Nato  apenas bordea el 2%. Se calcula que para el año entrante el 81% de los cargos públicos pagados por la nación corresponderán a tareas de defensa, seguridad y policía. Más de la mitad de los sueldos y salarios que dependen del presupuesto central serán para el Ministerio de Defensa, y el 65% de la inversión total del gobierno recaerá en equipo militar.

En la base del reclutamiento militar del ejército, la guerrilla y los paramilitares, están el desempleo y el ansia de reconocimiento, entre jóvenes que de su infancia sólo recuerdan abandono, humillación y  privaciones. No los mueve a ellos la  patria ni la revolución. ¿Por qué  la inversión pública no contempla también un  modelo de desarrollo con empleo? ¿No es eso seguridad democrática? ¿O es que aquella no puede traducirse sino en balas? ¿Hasta cuándo seguirá la nación aprisionada entre un príncipe belicoso, lleno de ira, y una guerrilla sanguinaria?

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