Paz es empleo: Clara López

Sin violentar el capitalismo, como izquierda remozada en ejercicio de gobierno, apunta la ministra de Trabajo a la pepa del cambio que la reconstrucción del país apareja: el empleo, motor del desarrollo. Y, al rescate del modelo socialdemocrático cuyo embrión en Colombia mataron los filibusteros del mercado, Clara López anuncia un nuevo trato social entre trabajadores, empresarios y Gobierno. Objetivo, superar mediante políticas concertadas las hondas desigualdades que están en la base del conflicto armado. Espera convertir así su cartera en un verdadero laboratorio de paz.

Mas desigualdad no hay apenas entre empleados y desocupados; la hay también entre los trabajadores mismos: en virtud de la brecha salarial que remunera con 21% menos a la mujer por labor igual o de valor equivalente a la del hombre. En todos los oficios y profesiones. Pese a que la Constitución consagra igualdad de derechos; a que la ley 1496 de 2011 prohíbe discriminar por salario a la mujer y exige idénticas oportunidades para ambos sexos; a que desde 1951 rige convenio de la OIT sobre igualdad de remuneración. Para no mencionar la economía del cuidado en el hogar, no remunerada, que asumen casi en pleno las mujeres, y representa 19,3% del PIB. La discriminación sexista del salario hiere tanto como el desempleo y la informalidad laboral en el país. Demanda acción decidida de la Ministra que en buena hora se la juega por el empleo y ojalá, asimismo, por la equidad de género en el trabajo.

Alternando con oficios domésticos, en Colombia media población femenina trabaja fuera del hogar. Su aporte a la riqueza del país florece con la reducción de hijos por hogar: en los años cincuenta, cuando se acentuó la revolución silenciosa que significó el ingreso masivo de mujeres en aulas, fábricas y oficinas, nuestras mujeres tenían 6,8 hijos en promedio; hoy tienen 2,4. A su relativa autonomía ha contribuido también la multiplicación de modelos de familia, a distancia del ominoso paradigma patriarcal, que con tanto celo cultivan el machismo y la religión. Mas, pese a tan protuberante transformación, aquella liberación es en gran medida engañosa. Porque la discriminación salarial persiste. Y porque, mientras no se redistribuyan tareas domésticas y laborales equitativamente entre los miembros de la pareja, la anhelada emancipación femenina acaba por resolverse en doble jornada de trabajo para la mujer.

Se sabe: precondición medular contra la violencia de género es la independencia económica de la mujer y su libertad de decisión. A tal propósito deben apuntar las políticas del Estado, su energía para imponerse sobre la arbitrariedad y una educación enderezada a sacudir los estereotipos de género que justifican la sobreexplotación laboral de la mujer. Los empresarios, por su parte, han de nivelar salarios, no por condescendencia, sino en acatamiento de la norma. Irrita el hálito de caridad que rodea la llamada responsabilidad social empresarial, coartada de relaciones públicas que escamotea con frecuencia los derechos; y exime al Estado de velar por su respeto riguroso.

Otra dimensión ofrece el instrumento tripartito de negociación de políticas públicas entre los agentes de la economía: sindicatos y organizaciones sociales, gremios de la producción, y Gobierno. Grandes esperanzas despierta la audaz iniciativa de Clara López, prometedora contrapartida al modelo neoliberal que hace agua y tanto ha contribuido a caldear la guerra. De alcanzar sus propósitos en el ministerio, habría ella ofrecido experiencia aleccionadora para la izquierda que prefiere hibernar en su capilla de cristal antes que “contaminarse” con los que, en todo caso, lo arriesgan todo por la paz.

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Pícaros degradan la libertad religiosa

Un enjambre de iglesias que se autoproclaman cristianas para poder consagrarse al despojo de incautos desdibuja un logro extraordinario de la Constitución del 91: tras cien años de Estado confesional católico, la libertad de cultos. Islamistas, budistas, taoístas, judíos, protestantes, cristianos ortodoxos, evangélicos, pentecostales se expresan ahora sin bozal en el país del Sagrado Corazón. En ejercicio de pluralismo que antaño fuera pecado, decenas de confesiones medran hoy entre las 5.600 entidades religiosas con personería en Colombia. Pero este florecer en libertad parece sofocarse bajo el ruido de la liturgia y las audacias mercantiles de muchas iglesias cristianas, no de todas, que nacen en garaje y, a poco, son manzana. O coliseo. Como la Iglesia de Dios Ministerial, en cabeza de doña María Luisa Piraquive, célebre por haber quedado sus finanzas en paños menores: riqueza habida mediante exacción a la grey y delitos que la justicia penal investiga. Gracias, también, al poder que emana de oficiar a un tiempo como iglesia y como partido bajo la divisa de “un fiel, un voto”.

Explosiva aleación de religión y política que países como México y Argentina prohíben. Mas no Colombia, donde fue baluarte de una jerarquía católica eficientísima en poner y quitar presidentes; y no menos activa en las conflagraciones entre partidos, que adquirieron así ribetes de guerra santa. La última, la Violencia de mediados del siglo pasado. Acaso por prurito de imitación, alternan aquellas iglesias cristianas la palabra sagrada con la consigna electoral y con un esmero ejemplar para acopiar óbolos y donaciones y diezmos impuestos a la feligresía. Ejemplo ominoso, el de la pastora Piraquive, terror de sus ovejas que osen negarle el diezmo o el voto. Con los dineros del culto habría adquirido su familia propiedades por más de 13 millones de dólares. La Fiscalía la investiga por presunto enriquecimiento ilícito, lavado de activos, estafa y abuso de confianza al forzar la entrega de bienes y donaciones a su iglesia. Pastorcitas como esta pululan en el país y degradan una conquista esencial de la democracia, la libertad religiosa.

De otro lado, en abierta rebelión contra el Estado laico que la Carta del 91 consolidó, más de un líder de iglesia cristiana aboga por subordinar el poder público a sus particularismos religiosos. El pastor Edgardo Peña, verbigracia, protesta contra “una especie de fanatismo laico [y una] liberalización desbalanceada del pensamiento en quienes orientan la opinión o detentan el poder político”. Y, en involución a la educación confesional que ya el Gobierno de Álvaro Uribe había iniciado, invita Peña a “proteger las instituciones educativas que defienden la fe […] de quienes desestiman o incluso aborrecen la moral y los valores extraídos de la espiritualidad genuina”.

Tres siglos y medio tuvieron que pasar para que alumbrara aquí mejor el candil liberal de la Revolución Inglesa: la simultánea instauración del pluralismo religioso y el pluralismo político. Fue el camino para conjurar las guerras de religión que devastaron a Europa, para independizar el poder político que en ellas se jugaba e instaurar el Estado laico, garante del libre juego de iglesias y partidos en la sociedad civil. La Carta del 91 dio un paso de gigante en esa dirección. Liberó al país de concordatos con la Santa Sede que lo acercaban a una teocracia. Lo que no evita, por supuesto, intentonas de acá y de allá, de los Ordóñez y los Peña, por volver a las cavernas de la Regeneración. Se impone la defensa del Estado laico y de su corolario natural: la libertad de credos y liturgias, hoy desnaturalizada por pícaros que fungen de pastores.

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“No soy capaz de votar por la guerra”

Dijo una dama de Medellín, llevándose la mano al corazón. Así se sumaba ella, entusiasta seguidora del expresidente Uribe, al contingente en expansión de colombianos sacudidos por el imperativo moral de ahorrarle a su país otros 300.000 muertos. Otros se inclinarán, aun desde orillas opuestas a la del Centro Democrático, por sacrificar esta oportunidad irrepetible de conjurar la contienda, en el altar de una paz perfecta, impracticable, sublimada en la propaganda de los paladines que no mandan a sus hijos al frente de batalla. Muchos en la base del uribismo se dejarán arrastrar de buena fe por el señuelo de una “paz sin impunidad”, fraguado en la aversión de la gente hacia las Farc. Pero hacen sus dirigentes maromas para tratar de ocultar lo inocultable: votar contra el acuerdo de paz es votar contra la desmovilización de las Farc; contra su renuncia a las armas y su incorporación a la vida civil. Es, en últimas, votar por la contrapartida inevitable de la paz posible: la continuidad de la guerra.

Guerra de crueldades y sevicia que desafían la imaginación. De escuelas paramilitares que enseñan a descuartizar hombres vivos, con motosierra o machete. De incinerados en el horror de Machuca, en incendio provocado por voladura del oleoducto por el ELN. De 27.000 secuestrados, casi todos a manos de guerrillas. De 25.000 desapariciones forzadas, más del doble de las que registraron las dictaduras del Cono Sur. De masacres selladas con huida de los que no alcanzaron a mirar atrás para dar un último adiós a sus muertos.

No se libra esta guerra entre combatientes, señala el Grupo de Memoria Histórica, en cuya obra nos apoyamos aquí: su blanco privilegiado fue el campesino inerme. En él se ensañaron los armados para sembrar el terror, subyugar a la población, provocar desplazamiento masivo, apropiarse la tierra y controlar el territorio. Debió ser guerra de exterminio, pues trataron a la población como prolongación del enemigo. Si paramilitares, masacre y tierra arrasada. Si guerrilleros, secuestro. Si miembros de la Fuerza Pública, asesinato selectivo. Degollamiento, descuartizamiento, decapitación, empalamiento fueron medios de violencia y crueldad extremas, especialidades del paramilitarismo.

A la masacre se acudió para causar terror y sufrimiento intenso; para fracturar relaciones y vínculos sociales, para destruir la identidad y la cultura de la comunidad. Doblemente dolorosa, cuando las víctimas fueron niños. Como los 48 que perecieron entre las 102 personas caídas en la iglesia de Bojayá. La desaparición forzada es delito atroz que oculta un asesinato; tortura sicológica para la familia, prolonga el padecimiento en la incertidumbre y la imposibilidad del duelo. Por su parte, el secuestro es barbaridad contra la libertad y la dignidad de la persona. De miles de secuestrados no volvió a saberse: se convirtieron en desaparecidos. La violencia sexual busca degradar a la mujer y  humillar, en ella, al enemigo. De desplazamiento, ni hablar; en este rubro, es Colombia  campeón mundial. En el peor momento de su tragedia, el pueblo de San Carlos, víctima de todas las violencias, vio reducir su población de 25.000 habitantes a 5.000.

Más allá de cualquier pretexto jurídico, espíritu de venganza o embuste, el plebiscito que se avecina podrá ser un grito de rebeldía contra el horror. Fiesta para congratularse por los muertos que ya no serán. Epifanía, si triunfa de la sinrazón; de la desvergonzada evocación por la bancada uribista del régimen ominoso que vistió de negro sus banderas. Cada día menos colombianos se sienten capaces de votar por la guerra. Y esta comprobación devuelve la esperanza.

Blogcdlt.wix.com/cristinadelatorre

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