DE CLIENTELAS Y CAUDILLOS

Populismo y clientelismo millonario convergen en esta campaña para solaz del conservadurismo y de las mafias. La Constitución del 91 quiso neutralizar el clientelismo con la democracia directa, pero ésta derivó en populismo. Y el viejo sistema de favores y contraprestaciones, corazón de nuestra tradición política, se recompuso bajo la impronta del narcotráfico.

El nuevo modelo debilitó el poder público y desactivó a la sociedad. La política social no fue ya iniciativa del Estado a través de sus agencias e instituciones, sino respuesta personal del Príncipe a las necesidades de los más pobres. Maestro del oficio, Uribe ha sabido monopolizar la función social del Estado y sus recursos, y administrarlos como cosa propia, políticamente condicionada, regando chequecitos por doquier, siempre frente a las cámaras. Mientras tanto, la parapolítica metamorfoseó el clientelismo ancestral, de simple intercambio de favores a la coacción de las armas y del dinero.

Ya en los años 80 perdía prestigio el clientelismo. Cuando empezó a extenderse desde el Gun Club hacia los barrios populares, desde el Ejecutivo central hacia la base de la pirámide electoral, retumbó la voz airada de la “gente bien” contra aquel “foco de corrupción”. Y, no bien se convirtió en canal de ascenso social y de promoción de nuevas elites políticas, la dirigencia del país y la intelligenzzia criolla cooptaron el pensamiento único que predicaba las bondades del mercado y desplegaba una campaña que no termina contra Estados, partidos, sindicatos y órganos de representación popular. Contrapartida de tanta lacra debía ser una sociedad integrada por ciudadanos racionales, libres, ilustrados, respetuosos de lo público y regidos por la ley; no por padrinos. En suma, la democracia anglosajona trasplantada a un país de montoneras hambreadas y sin horizonte.

Pero el clientelismo no desapareció. Cobró nuevos bríos y otro ropaje. Con la captura del Estado y de la política por las mafias de metra y motosierra, se agigantaron los defectos del clientelismo atávico y el crimen llegó a campear en la política con asombrosa naturalidad. Si en su momento ayudó aquél a capear los desajustes de la transición hacia una modernidad esquiva y excluyente, hoy es el aparato de partidos cuya nueva dirigencia regional medra muchas veces en la presión armada, en el raponazo de los fondos públicos, en la ilegalidad o en el crimen.

La nueva Carta tampoco modernizó la política ni elevó el sentido de ciudadanía. Mas bien contribuyó a fracturar la sociedad y, en lugar de propender a la democracia económica, amplió la brecha social. Pan caliente para un clientelismo que abruma con platas y becas y tejas y tamales sin fin, financiados ahora con recursos dudosos o producto descarado del delito.

Esta Colombia desintegrada sería también pasto del populismo. Populismo tardío que introdujo Alvaro Uribe, pero ahora bajo el signo del mercado y en provecho de los ricos. Ningún descamisado se beneficiará de él con un empleo que le ofrezca ingreso decoroso y dignidad.

Cuentan que el Príncipe alimenta a menudo sus carnitas, a la hora del desayuno, en compañía de algún politicastro que mueve la más fabulosa maquinaria clientelista guardada con sigilo en un computador de Palacio. Organigrama rococó que incluye hasta el último portero del último resquicio del último municipio donde la coalición de gobierno asienta sus reales. El ágape íntimo será antesala del próximo consejo comunal televisado, ya de miles de súbditos incapaces de desprender sus retinas de la chequera presidencial. Como si se tratara de la chequera misma de Name Terán. El presidente Uribe encarna esta síntesis feliz de caudillismo mediático y clientelismo de filigrana. Pobre democracia.

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El Polo ofrece candidatos de lujo dispuestos a cambiar tan desapacible panorama. Figuras como las de Aurelio Suárez y Carlos Vicente de Roux le darán al Concejo de Bogotá el vigor necesario para consolidar en la capital un desarrollo con democracia y equidad. De Roux ha brillado como el mejor concejal de la ciudad en el período que culmina.

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PAPA NON-SANCTO

Nunca se desmintió con pruebas. En su lugar, un rosario de descalificaciones públicas a esta columnista. El Presbítero Fernando Gómez la recriminó por querer “mezclar a reconocidos bandidos (…) con pontífices santos y cardenales dignísimos de la Iglesia” (El Colombiano, 2-12-84). Han pasado 23 años de mudez en Roma desde cuando el historiador inglés David Yallop denunció que Juan Pablo II había ocupado la silla de San Pedro gracias al asesinato de su antecesor en conspiración urdida con precisión siciliana por una cofradía de cinco que congregaba a mafioso, estafador, obispo, banquero y cardenal, íntimamente ligados a las finanzas del Vaticano. La suscrita se limitaba a reseñar la obra del británico.

En un segundo libro, vuelve Yallop para revelar, esta vez, la historia secreta de Juan Pablo II. Remite El Espectador a información según la cual este Papa habría preservado aquel poder corruptor y la línea conservadora de la Iglesia que Juan Pablo I se aprestaba a desmontar. Se detiene el autor en las relaciones de Wojtyla con Pinochet, en su moral premoderna (hoy magnificada por Benedicto XVI), en la persecución inclemente de sacerdotes y teólogos que quisieran una iglesia pobre para los pobres.

Mas lo que obstaculiza el proceso de santificación del pontífice polaco es que, muerto Luciani, sus presuntos homicidas, lejos de incriminados, fueron ratificados en sus posiciones de mando. Eran ellos: el cardenal Villot, Secretario de Estado del Vaticano y, según Yallop, el meticuloso extinguidor de toda prueba e indicio, no bien consumado el crimen. El obispo Marcinkus, director ejecutivo del Banco Vaticano, acusado de complicidad en una estafa de mil millones de dólares en 1973. El cardenal Cody, arzobispo de Chicago, quien le sustrajo a la Iglesia casi un millón de dólares para su peculio personal. Michele Sindola, autor de la mayor estafa bancaria conocida por entonces en los Estados Unidos, y acusado en 1982 de controlar el tráfico de heroína desde Sicilia hacia ese país. Sindola les habría pagado seis millones y medio de dólares al obispo Marcinkus y a Roberto Calvi.

Este Calvi, presidente del Banco Ambrosiano, se vio involucrado en el robo de mil millones de dólares y en lavado de activos de la mafia italiana. También filtraba dineros habidos mediante toda suerte de crímenes para la logia “bastarda” P2, con ayuda del Banco Vaticano. Sepultado Luciani tras sus 33 días de pontificado, Calvi habría seguido al servicio de Juan Pablo II, hasta cuando el banquero murió asesinado años después. Villot, Cody y Marcinkus continuaron en sus cargos.

Tal el poder financiero del papado, que hasta Colombia llegó cuando el Banco Cafetero se prestó para intermediar una operación de fiducia con el Banco Ambrosiano de Lima, en momentos en que noventa instituciones financieras del mundo acusaban al Ambrosiano y Roberto Calvi era llamado a juicio. Hasta en la Comisión Tercera de nuestro senado se denunciaron los hechos el 9 de noviembre de 1983: “Alrededor de los episodios del Banco Ambrosiano, declaró, se presentó una serie de crímenes, además (de otros delitos) que son de dominio público”. Los manejos del Banco Vaticano eran vox populi.

Mientras la iglesia Católica va derivando en secta, regentada por un fundamentalismo hermano del “éxtasis de la mojigatería” que Juan Gabriel Vásquez trae a cuento, hastía y ofende esta clerecía purpurada de Marcinkus y Villot. Aristocracia del oro acostumbrada a mandar a baculazo limpio y a enriquecerse sin escrúpulo. Heredera del siglo de la simonía y de los Borgia, cuando las sucesiones dinásticas se definían por envenenamiento; y de sus vástagos modernos, a quienes André Gide, el maldito, dibuja con singular maestría en su novela “Las Cavas del Vaticano”.

Curioso coctel éste de conservadurismo y angurria que concurre a explicar la desbandada de católicos hacia otras toldas o hacia el limbo. Si Yallop está en lo cierto,  no será fácil la ascensión a los altares de un Papa non-sancto

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