La agonía de Ingrid y el desamparo de los demás secuestrados han llevado a su clímax el pulso entre el gobierno de Uribe y las FARC. Se camina por el filo de la navaja. O los bandos enfrentados le reconocen a la guerra dimensión política y negocian un acuerdo humanitario, o la confrontación armada termina por crear el clima de opinión propicio a la instauración de una dictadura. Sumarles a las 955 ejecuciones extrajudiciales perpetradas en este quinquenio y al asesinato de cientos de sindicalistas la intención de eliminar intelectuales y políticos de oposición o afectos al gobierno, por defender ideas contrarias, es acercarnos peligrosamente al abismo de los Videla y los Pinochet.
Que el verbo provocador del asesor de Palacio José Obdulio Gaviria halague a los violentos de la derecha no puede justificar una amenaza de la izquierda contra su integridad personal. Tampoco el Ministro del Interior puede asumir como “naturales” los conatos de linchamiento contra Piedad Córdoba (única colombiana que ha logrado liberar secuestrados), por ligerezas políticas que sus malquerientes magnifican sin mirar la paja en el ojo propio. Es que causa alarma la naturalidad con que civiles de ambas orillas cooptan la lógica de la guerra sucia que irrespeta el derecho humanitario y sacrifica la moral a la ley del Talión. Y, por lo mismo, la doble moral de amplios sectores de la sociedad que legitiman la brutalidad de las motosierras en la brutalidad del secuestro. Como si anduvieran sedientos de sangre, transportados en la contemplación de un dios justiciero cuya seducción parece radicar en la firme determinación de despojar a la guerra de toda perspectiva de paz. Paupérrima imaginación política la del Príncipe para cumplir el mandato constitucional de asegurar la paz, prolongando, en su lugar, la carnicería, por mandato indefinido.
En circunstancias tan dramáticas, cobran vigencia renovada las tesis de López Michelsen que Ernesto Samper amplía en el libro El acuerdo humanitario: victoria o solución? Señala este último que, si bien las FARC son culpables del delito de secuestro, el presidente Uribe “es responsable de no haber encontrado con la guerrilla los términos de un acuerdo que hubiera permitido salvar (a Gilberto Echeverri, Guillermo Gaviria, los once diputados del Valle y varios soldados y policías que fueron asesinados)”. El desprecio por el Derecho Internacional Humanitario (DIH), apunta, nos ha conducido a practicar el principio de que las guerras no son para humanizarlas sino para ganarlas.
En esa lógica, que gobierno y guerrilla comparten, a ninguno de los dos le interesaría el acuerdo humanitario. Ni le animarían razones de fondo para menear a muerte el despeje o no despeje de Florida y Pradera. La verdad es que en cualquier lugar de la geografía del país o allende sus fronteras podrían las partes reunirse para negociar. Por otra parte, una cita eventual en predios de esos municipios tampoco comprometería la seguridad democrática. Mueven a risa, pues, los temores del ministro de Agricultura según los cuales las FARC crearían canales de narcotráfico, construirían depósitos de armas y abrirían corredores militares estratégicos en el breve espacio de 180 kilómetros despejados durante 45 días, ante la mirada escrutadora de cientos de observadores internacionales y periodistas del mundo entero.
Con todo, Samper se muestra pesimista, pues no ve en el gobierno intenciones de reconocer la existencia de un conflicto, ni en la guerrilla las de ceñirse al DHI. Pero no baja la guardia, aunque sospeche que el gobierno no persigue una solución sino una victoria. Propone buscar el acuerdo humanitario despejando ese tramo del Valle, con acompañamiento y vigilancia de la comunidad internacional; o negociarlo en el extranjero. Ilusión que sólo la movilización de los partidos y de la sociedad podrán volver realidad. Para soñar, por qué no, en un paso más audaz, la negociación política del conflicto. Antes que régimen de fuerza, defiéndanse la libertad y la vida. Las de Ingrid y todos sus compañeros de cautiverio, para comenzar. Y sea la primera condición derrotar el fetiche del despeje.