Decepciona. No responde al anhelo general de cambio del modelo, ni para el Gobierno será, por tanto, el otro salvavidas al lado de los acuerdos de paz. Panderetas aparte, la propuesta de reforma a la salud que el Presidente radicó el martes pasado tiende a reafirmar la vocación privatizadora de la Ley 100 que convirtió la salud en cueva de ladrones. Descentraliza el servicio, sí; unifica beneficios y, con la creación de un fondo único de carácter público, quisiera devolverle al Estado el control de los recursos del sector. Pero en vez de poner a raya a las EPS, fuente principal del pantano en que se hunde la salud y usufructuarias del desvío de billones, el proyecto les “redefine” funciones sin desmedro de su poder. Así, las ventajas de un modelo mixto de convivencia y control recíproco entre los sectores público y privado podrán terminar embolatadas en el privilegio de los particulares que trocaron en negocio la salud.

El proyecto suprime la intermediación financiera directa de las EPS, mas ahora –como gestoras de salud- les entrega la organización del sector en redes regionales, el control de cuentas de los hospitales, y el poder de ordenarle al flamante Fondo estatal qué giros emite o retiene por servicios prestados a los 12 mil hospitales, clínicas y proveedores. La bicoca anual de 30 millones de cuentas y auditoría sobre 600 mil consultas, cirugías y laboratorios. Más aún, les permite mantener integración vertical en atención básica con sus hospitales. Tronera por donde se escurrió un torrente de dineros de salud hacia el bolsillo de las EPS. Seguirán ellas ejerciendo como aseguradoras en los niveles especializado y especial, vale decir, como intermediarias financieras. Y en tal condición seguirán, por pagar incapacidades y licencias de maternidad. Bien a tono con el literal x del Capítulo I del proyecto, según el cual los recursos  de la salud “son públicos hasta que se transfieren de Salud-Mía a los agentes del sistema”.

Exultando prerrogativas, las gestoras (mayormente EPS privadas) formalizarán contratos con las clínicas y hospitales que integran la red de salud en el área de gestión respectiva. También deberán “auditar las facturas por servicios prestados, realizar el reconocimiento de los montos a pagar y ordenar los giros directos desde Salud-Mía (a los prestadores de salud) y a los proveedores de medicamentos y dispositivos médicos”. Otro bastión de poder, ahora las EPS podrán gestionar, hacer seguimiento y control de la información administrativa, financiera y médica propia y de los hospitales y clínicas que pertenezcan a su red.

A una ley ordinaria de semejante envergadura debe precederla un estatuto de principios y estrategias que den marco y sentido a la definición del servicio médico y al modelo por seguir. Al lado de la presente, el Congreso debate una ley estatutaria que concibe la salud como derecho fundamental garantizado para todos por el Estado y financiado con recursos públicos. De donde no podría volver a desprenderse el paradigma mercantilista y discriminatorio que ha prevalecido en estos 20 años. Acaso mas bien un modelo mixto donde el Estado preserve la iniciativa y el control en la sustancia, y la empresa privada se ofrezca como complemento, limpiamente remunerado. Por lo demás, entre políticos y negociantes permanecería abierto un ojo escrutador de doble vía.

 La iniciativa oficial da demasiado a las EPS: éstas estructuran la red, se organizan verticalmente, envían los pacientes a sus hospitales, controlan la información, vigilan sus propias cuentas y ordenan sus propios pagos. El poder todo. Venga una ley que consagre al Estado como garante supremo del derecho a la salud. Sin meter gato por liebre.

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