Entre narcotraficantes, paramilitares, usurpadores de tierras, mineros del oro, elenos, disidentes de las Farc y políticos que monopolizan el poder local medran los determinadores del genocidio que decapita a las comunidades en los territorios tenidos por objeto primordial de la paz. Indeseables les resultan los programas de posconflicto porque estorban sus negocios, su disputa del territorio y el control de la población. Sustitución de cultivos, restitución de tierras, curules para las víctimas del conflicto, participación comunitaria en la planeación del desarrollo regional e inversión social en grande para remontar la miseria, amenazan el estado de violencia y de abandono que empodera a aquellos sectores. Pero el Gobierno sólo ve a los gatilleros que se pavonean a menudo en la solapada indiferencia del Ejército. No busca a sus contratistas, a los autores intelectuales de la masacre.

La mitad de los 22 líderes asesinados en los 17 primeros días del año eran campesinos comprometidos con la erradicación de cultivos. Los otros, reclamantes de tierras usurpadas, miembros de Acción Comunal, defensores de Derechos Humanos y del ambiente, aspirantes raizales al gobierno de su municipio. Tras mucho ruego al Gobierno, va el Presidente a Tumaco. Pero, presa de su propia impostura publicitaria, humilla a la gente; y acaba de cerrarle el horizonte. Reparte dulcecitos de mermelada entre los niños, de a uno, ante las cámaras, mientras sus padres arman como pueden el joto de la huida, para sumarse a la marcha de los 4.000 desplazados del municipio. Muchos de ellos pertenecen a las 17.000 familias que erradicaron a mano sus siembras de coca, se quedaron esperando las inversiones del Gobierno en los productos sustituto… y tuvieron que volver a la coca. El Presidente anunció que fumigará esos cultivos en Tumaco. Su proyecto de aspersión con glifosato marcha raudo.

Al parecer, la “paz con legalidad” del Gobierno significa también inacción, complaciente impotencia frente a los gestores de la violencia que azuela a las comunidades y sus voceros, panacea de todos los advenedizos armados que trabajan para los poderosos de ayer y de hoy. O para su propio peculio, como es el caso de neofarcos y elenos. Leyder Palacios, víctima de las Farc que en  Bojayá perdió a toda su familia, líder de su comunidad, denuncia la presencia en su territorio de 600 hombres de las Autodefensas Gaitanistas, 100 del ELN y connivencia de la Fuerza Pública con los paramilitares. No le da crédito el Gobierno y Palacios replica: los únicos que no se dan cuenta de la incursión de los paras son las Fuerzas Militares.

Ausente el Estado en los territorios, ausentes las extremas de izquierda y derecha (ELN y uribismo duro) en el Acuerdo de Paz, más por pragmatismo que por ideología, azuzan  estas fuerzas la nueva violencia. Una andanada mortal contra las comunidades que trabajan por la paz. He allí el patrón común de la masacre de sus líderes: resistencia a la implementación de la paz. Votos por volver a la guerra, para seguir cosechando en la refriega. Y ésta renacerá si los autores intelectuales de la matanza de líderes siguen en la impunidad.

Camilo González, director de Indepaz, propone un pequeño Plan Marshall para los territorios más afectados por el conflicto. Cerrar un gran pacto democrático por la vida entre el Gobierno y todas las fuerzas políticas, parte del cual será el cumplimiento del Acuerdo de Paz. Invita a reconocer la disposición de paz de las comunidades. A abandonar el tratamiento de los territorios como zonas de guerra. Y la creencia de que la matazón de líderes se resuelve militarmente: la solución será social y política, o no será.

 

 

 

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