Un sentimiento de prepotencia que esconde cobardía mueve el gatillo de guerrilleros y paramilitares, autores del genocidio en Colombia. Machismo, se le llama en criollo. Epopeya enana de insurgentes que se plegaron al narcotráfico y a la guerra sucia; asesinatos en masa de un Jorge 40, personaje siniestro que osaría pasar por héroe de la cacareada Patria.

Héroes de la patria fueron, esos sí,  los pensadores de la independencia fusilados por Morillo y cuyo espacio vinieron a ocupar los poderes provinciales alzados siempre en armas, para dejar su impronta belicista sobre  dos siglos  de República. Nuestra clase “dirigente” se afirmó en el poder militar de hacendados cuya peonada obraba a la vez como fuerza de trabajo, ejército particular y cauda electoral. Los señores de la guerra, hoy Mancuso y Jojoy.

Tal vez sobre este precedente redoblaría aquí su impacto la influencia corrosiva de los totalitarismos fascistas y comunistas. Pesaron los primeros en el espíritu que durante la violencia bifurcó a la dirigencia de los partidos entre liberales afectos al New Deal y simpatizantes de la Falange española. La acción intrépida y el atentado personal de aquellos tiempos parecen reencarnar en el verbo intrépido del ex ministro Fernando Londoño. Y en el ánimo de los lunáticos que hicieron del país un campo santo.

La intolerancia hirsuta del estalinismo-maoísmo-leninismo se enseñoreó sin dificultad de grupos guerrilleros que pronto devinieron sectas fundamentalistas, amigas de una revolución imaginaria e implacables aún con sus propios correligionarios. La juventud de mis días había mirado con respeto a los condiscípulos que abandonaban las aulas para empuñar el fusil, a la búsqueda de un país mejor. De ello, poco quedó.

Si el Frente Nacional obstaculizaba la expresión de opciones políticas distintas de las tradicionales, las guerrillas impusieron la lucha armada como posibilidad única para la izquierda. Y, para rematar,  jefes hubo que descargaron sobre sus combatientes todo el rigor de una autoridad arbitraria. Escribe Jaime Arenas que en la infancia del ELN murieron más guerrilleros fusilados que en combate. La discrepancia ideológica y hasta la tardanza en “acampesinarse” o en coger el paso de la marcha por el monte llegaron a considerarse delitos contra la revolución.

Difícil calcular cuánto pesó esta atmósfera de “auténticos varones” en el padre Camilo Torres para que éste se lanzara, todo ingenuidad e inexperiencia, a morir en el intento de ganarse el arma en combate. En acto de arrojo forzoso, como si se tratara de uno más,  moría Camilo a la vista del jefe, Fabio Vásquez, que increíblemente permitía así el sacrificio de un líder de masas que hubiera emulado con el poder de arrastre de Gaitán.

A Ricardo Lara, segundo al mando del ELN, lo ejecutó un comando de la organización en una calle oscura de Barranca. No le perdonaron a Lara que se hubiera separado de ella para encabezar un movimiento de izquierda legal. Se sacrificó la existencia de una izquierda democrática a la glorificación de las armas, a la ambición de figuración personal y de poder. Pueda ser que hombres como Francisco Galán reviertan esta triste historia en las conversaciones de La Habana.

El dogma de la lucha armada y la combinación de formas de lucha terminaron aupando el militarismo criminal que avasalló al país y que borra diferencias entre la guerrilla y el paramilitarismo. Sin tales referentes no se entendería la naturalidad con que estos ejércitos ilegales secuestran y ejecutan a sus víctimas o las dejan morir de selva. Ni se entendería la orden de la comandanta Karina de matar, porque sí, al hijo de Jaime Jaramillo, Comisionado de Paz de Antioquia. El machismo no conoce género.

Viril es bajar el arma  que apunta a un humano indefenso, por el valor civil y la grandeza que ese acto encierra. Es hora de terminar esta guerra de verdugos y de erradicar el lenguaje beligerante que la alienta. No más guerra de vanidades.

Comparte esta información:
Share
Share