por Cristina de la Torre | Jul 29, 2007 | Partidos, Izquierda, Julio 2007
Si el Polo no destapa ante el país sus debates internos, corre el riesgo de desaparecer como primera fuerza de oposición legal. Una minoría irrisoria, resaca de credos atávicos y soterradas fidelidades a las FARC, podría dar al traste con un capital político inmenso. No sólo por lo que se ha visto – la alcaldía de Garzón, los 2 millones 800 mil votos de Carlos Gaviria- sino por lo que augura: la esperanza creciente de ver consolidarse en Colombia una izquierda capaz de trocar la revolución por la reforma, de gobernar para las mayorías y romper sin vacilar con quienes defienden todavía la lucha armada y justifican veladamente los crímenes de la guerrilla.
Máxime ahora, cuando la Corte Suprema reafirma la imposibilidad de confundir delito común con delito político. Imposible encontrarle sentido político al secuestro, al asesinato, la extorsión o el narcotráfico. El asesinato de los diputados por las FARC es un delito atroz, crimen de lesa humanidad que el Polo cometió el error de no condenar sin reservas cuando el país todo se levantó contra él. Incalculable el daño causado, cuyo primer efecto fue, sin duda, el desgano de la ciudadanía para participar en la consulta electoral de una organización que de buenas a primeras parecía simbolizar el más descarnado militarismo y la tozudez de sectas ciegas a los cambios operados en los últimos 40 años. Reductos de una izquierda ahistórica, petrificada, que quisiera avasallar al contingente mayoritario del Polo y malograr la simpatía de tantos y tantos otros que buscan un auténtico socialismo democrático.
Porque no otra cosa se logra con callar frente al secuestro practicado como arma de guerra. Frente al hecho de que a ELN y FARC se les atribuya la mitad de los 23.144 secuestros efectuados en la última década. Frente a la muerte en cautiverio de unos 600 de sus plagiados. Frente a la revelación de que, sólo por extorsión, los ingresos de las guerrillas pueden sumar 7 millones de dólares al año. O aquella de que sólo en el año 2006 hubo en Colombia 1.107 víctimas de las minas antipersonales sembradas por aquellas.
Al lado de este debate viene el de la organización del Polo, fuerza que desborda ya a los grupos de sus orígenes, para situarse en la arena de las grandes ligas. Y aquí sale a danzar de nuevo el espíritu conspirativo tan afecto a los núcleos de iluminados que desde las sombras de su aislamiento se sintieron más de una vez a las puertas del asalto final del poder. Militantes de ideas fijas organizados en una red de nodos inexpugnables y alerta contra todo peligro de contaminación exterior. En la contraparte, quienes registran el fenómeno del Polo como una suerte de “nebulosa” o movimiento de círculos concéntricos que abrazan sectores amplios de una sociedad cada vez más diversa y compleja, en la perspectiva de bifurcarse entre un populismo de derechas y un reformismo socializante y democrático.
Los partidos de comités, comunistas y burgueses, entraron en barrena hace más de medio siglo. Fueron ocupando su lugar organizaciones más flexibles, abiertas a compaginar intereses y programas variopintos, aunque con afinidades esenciales. Caso estelar, los partidos socialdemócratas de Europa, cuya solidez se funda en una transacción entre socialismo y democracia. Y en su disposición a interpretar realidades impronunciables en blanco o negro.
Discutible, pues, el diagnóstico de Maria Elvira Samper, para quien el Polo ha de escoger entre “construir identidad propia y un partido organizado”, y una dinámica de alianzas electorales. Identidad puede haber en un horizonte de coaliciones sin tener que acudir al expediente conservador del partido de clase o de gremio. Faltaría, claro, un ingrediente esencial: qué piensa el Polo y qué propone.
Tremenda responsabilidad enfrenta el Polo. Bien hace en tratar de preservar su unidad, pero no hasta el punto de morir en el cadalso del dogmatismo armado y doctrinario. Como ha sido historia repetida en Colombia.
por Cristina de la Torre | Jul 15, 2007 | Conflicto interno, Actores del conflicto armado, Julio 2007
Un sentimiento de prepotencia que esconde cobardía mueve el gatillo de guerrilleros y paramilitares, autores del genocidio en Colombia. Machismo, se le llama en criollo. Epopeya enana de insurgentes que se plegaron al narcotráfico y a la guerra sucia; asesinatos en masa de un Jorge 40, personaje siniestro que osaría pasar por héroe de la cacareada Patria.
Héroes de la patria fueron, esos sí, los pensadores de la independencia fusilados por Morillo y cuyo espacio vinieron a ocupar los poderes provinciales alzados siempre en armas, para dejar su impronta belicista sobre dos siglos de República. Nuestra clase “dirigente” se afirmó en el poder militar de hacendados cuya peonada obraba a la vez como fuerza de trabajo, ejército particular y cauda electoral. Los señores de la guerra, hoy Mancuso y Jojoy.
Tal vez sobre este precedente redoblaría aquí su impacto la influencia corrosiva de los totalitarismos fascistas y comunistas. Pesaron los primeros en el espíritu que durante la violencia bifurcó a la dirigencia de los partidos entre liberales afectos al New Deal y simpatizantes de la Falange española. La acción intrépida y el atentado personal de aquellos tiempos parecen reencarnar en el verbo intrépido del ex ministro Fernando Londoño. Y en el ánimo de los lunáticos que hicieron del país un campo santo.
La intolerancia hirsuta del estalinismo-maoísmo-leninismo se enseñoreó sin dificultad de grupos guerrilleros que pronto devinieron sectas fundamentalistas, amigas de una revolución imaginaria e implacables aún con sus propios correligionarios. La juventud de mis días había mirado con respeto a los condiscípulos que abandonaban las aulas para empuñar el fusil, a la búsqueda de un país mejor. De ello, poco quedó.
Si el Frente Nacional obstaculizaba la expresión de opciones políticas distintas de las tradicionales, las guerrillas impusieron la lucha armada como posibilidad única para la izquierda. Y, para rematar, jefes hubo que descargaron sobre sus combatientes todo el rigor de una autoridad arbitraria. Escribe Jaime Arenas que en la infancia del ELN murieron más guerrilleros fusilados que en combate. La discrepancia ideológica y hasta la tardanza en “acampesinarse” o en coger el paso de la marcha por el monte llegaron a considerarse delitos contra la revolución.
Difícil calcular cuánto pesó esta atmósfera de “auténticos varones” en el padre Camilo Torres para que éste se lanzara, todo ingenuidad e inexperiencia, a morir en el intento de ganarse el arma en combate. En acto de arrojo forzoso, como si se tratara de uno más, moría Camilo a la vista del jefe, Fabio Vásquez, que increíblemente permitía así el sacrificio de un líder de masas que hubiera emulado con el poder de arrastre de Gaitán.
A Ricardo Lara, segundo al mando del ELN, lo ejecutó un comando de la organización en una calle oscura de Barranca. No le perdonaron a Lara que se hubiera separado de ella para encabezar un movimiento de izquierda legal. Se sacrificó la existencia de una izquierda democrática a la glorificación de las armas, a la ambición de figuración personal y de poder. Pueda ser que hombres como Francisco Galán reviertan esta triste historia en las conversaciones de La Habana.
El dogma de la lucha armada y la combinación de formas de lucha terminaron aupando el militarismo criminal que avasalló al país y que borra diferencias entre la guerrilla y el paramilitarismo. Sin tales referentes no se entendería la naturalidad con que estos ejércitos ilegales secuestran y ejecutan a sus víctimas o las dejan morir de selva. Ni se entendería la orden de la comandanta Karina de matar, porque sí, al hijo de Jaime Jaramillo, Comisionado de Paz de Antioquia. El machismo no conoce género.
Viril es bajar el arma que apunta a un humano indefenso, por el valor civil y la grandeza que ese acto encierra. Es hora de terminar esta guerra de verdugos y de erradicar el lenguaje beligerante que la alienta. No más guerra de vanidades.
por Cristina de la Torre | Jul 1, 2007 | Uribismo, Modelo Económico en Colombia, Julio 2007
El gobierno central vende patrimonio público y usurpa funciones y recursos de otras esferas del Estado para financiar su campaña incesante de propaganda, fuente de popularidad del Primer Mandatario. A propaganda parece reducirse la política social del gobierno. Monopolio de la oficina de Acción Social de Presidencia, “lo social” se ha vuelto dádiva del Jefe de Estado a los pobres. No evoca ya al Estado de bienestar, que funde en una misma estructura seguridad social y desarrollo económico. Más bien recuerda la figura de un Menem, de un Fujimori, aconductados ejecutores de la nueva política social ideada por el Banco Mundial para aletargar la bomba que resultaba de imponer a la brava la economía de mercado –sin sacrificar el modelo. Este le sirve al presidente Uribe para fungir como redentor del pueblo mientras clausura el Seguro Social y privilegia al gran capital.
Por otra parte, el prestigio personal que su imagen de Titán contra las FARC le reporta al Presidente aumenta la confianza en el gobierno central y acentúa la inclinación autoritaria que hoy se observa en el país. Tan generoso apoyo de opinión le permite a la Casa de Nariño extender sus tentáculos sobre todo cuanto en el Estado presente cariz “social”. A Caballero Argáez le preocupa que el gobierno nacional “sustituya con sus programas de gasto público y sus consejos comunales las funciones de inversión y tributación (de) los gobiernos locales”, pues ello atenta contra la autonomía de las regiones.
En un país sin estrategias de desarrollo propio, sin clase dirigente ni partidos respetables, donde las encuestas de opinión marcan la ruta de la acción pública, la política social degenera en asistencialismo y queda librada al azar del primer audaz que sepa echarle mano para usufructo de él y de sus políticos. Al populismo se suma el clientelismo. Politiquería (y seguramente corrupción) con recursos que el gobierno proyecta en 18.5 billones para los cuatro años venideros.
Pero las finanzas locales no son la única fuente que nutre los incontables servicios sociales de Presidencia. Por ejemplo, la nueva ley agraria le entrega a la Presidencia la asignación y protección de tierras para desplazados, y sus recursos. Además, permitiría legalizar predios adquiridos mediante fraude o por las armas; y lavar activos. Así, Presidencia usurpa funciones para las cuales no está preparada, se apodera de fondos ajenos y, frente a anomalías de calibre penal, calla.
El multimillonario Plan Vial empezó a ejecutarse en los consejos comunales, a la topa tolondra, sin llenar los requisitos técnicos y, a veces, en forma dolosa. Festín de asignación de “carreteritas” para contento de la galería, el plan no podía sino desembocar en el escándalo que hoy rodea al Ministerio de Transporte.
El ministro de Protección Social va en grande: clausurará el ICSS y entregará a las EPS privadas los 1.25 billones que el Instituto recibe de sus afiliados cada año, mientras aquellas dejan morir pacientes a las puertas de sus hospitales. De la mano de esta insólita decisión va, claro, el Sisbén, donde el Presidente o sus agentes entregan el servicio a beneficiarios con nombre propio. En medio de sus penurias, adquieren éstos deuda de gratitud personal con el benefactor que así desnaturaliza la universalidad de la política social y la convierte en instrumento de contraprestación política.
En Colombia la proporción del gasto del gobierno central con relación al PIB es del 22%; en América Latina es del 12%. Sin embargo, 13 millones de colombianos padecen miseria extrema. Se combinan aquí con singular maestría populismo y clientelismo. Caudillismo adobado con política de filigrana que despoja a muchos de la ciudadanía, convirtiendo sus derechos en necesidades silvestres sin alcance político. El pueblo colombiano va derivando en ejército de mendigos fijado a la ilusión del “chequecito”, alivio fugaz de sus miserias. En vez de empleo, caridad. Es el modelo.