El gobierno central vende patrimonio público y usurpa funciones y recursos de otras esferas del Estado para financiar su campaña incesante de propaganda, fuente de popularidad del Primer Mandatario. A propaganda parece reducirse la política social del gobierno. Monopolio de la oficina de Acción Social de Presidencia, “lo social” se ha vuelto dádiva del Jefe de Estado a los pobres. No evoca ya al Estado de bienestar, que funde en una misma estructura seguridad social y desarrollo económico. Más bien recuerda la figura de un Menem, de un Fujimori, aconductados ejecutores de la nueva política social ideada por el Banco Mundial para aletargar la bomba que resultaba de imponer a la brava la economía de mercado –sin sacrificar el modelo. Este le sirve al presidente Uribe para fungir como redentor del pueblo mientras clausura el Seguro Social y privilegia al gran capital.
Por otra parte, el prestigio personal que su imagen de Titán contra las FARC le reporta al Presidente aumenta la confianza en el gobierno central y acentúa la inclinación autoritaria que hoy se observa en el país. Tan generoso apoyo de opinión le permite a la Casa de Nariño extender sus tentáculos sobre todo cuanto en el Estado presente cariz “social”. A Caballero Argáez le preocupa que el gobierno nacional “sustituya con sus programas de gasto público y sus consejos comunales las funciones de inversión y tributación (de) los gobiernos locales”, pues ello atenta contra la autonomía de las regiones.
En un país sin estrategias de desarrollo propio, sin clase dirigente ni partidos respetables, donde las encuestas de opinión marcan la ruta de la acción pública, la política social degenera en asistencialismo y queda librada al azar del primer audaz que sepa echarle mano para usufructo de él y de sus políticos. Al populismo se suma el clientelismo. Politiquería (y seguramente corrupción) con recursos que el gobierno proyecta en 18.5 billones para los cuatro años venideros.
Pero las finanzas locales no son la única fuente que nutre los incontables servicios sociales de Presidencia. Por ejemplo, la nueva ley agraria le entrega a la Presidencia la asignación y protección de tierras para desplazados, y sus recursos. Además, permitiría legalizar predios adquiridos mediante fraude o por las armas; y lavar activos. Así, Presidencia usurpa funciones para las cuales no está preparada, se apodera de fondos ajenos y, frente a anomalías de calibre penal, calla.
El multimillonario Plan Vial empezó a ejecutarse en los consejos comunales, a la topa tolondra, sin llenar los requisitos técnicos y, a veces, en forma dolosa. Festín de asignación de “carreteritas” para contento de la galería, el plan no podía sino desembocar en el escándalo que hoy rodea al Ministerio de Transporte.
El ministro de Protección Social va en grande: clausurará el ICSS y entregará a las EPS privadas los 1.25 billones que el Instituto recibe de sus afiliados cada año, mientras aquellas dejan morir pacientes a las puertas de sus hospitales. De la mano de esta insólita decisión va, claro, el Sisbén, donde el Presidente o sus agentes entregan el servicio a beneficiarios con nombre propio. En medio de sus penurias, adquieren éstos deuda de gratitud personal con el benefactor que así desnaturaliza la universalidad de la política social y la convierte en instrumento de contraprestación política.
En Colombia la proporción del gasto del gobierno central con relación al PIB es del 22%; en América Latina es del 12%. Sin embargo, 13 millones de colombianos padecen miseria extrema. Se combinan aquí con singular maestría populismo y clientelismo. Caudillismo adobado con política de filigrana que despoja a muchos de la ciudadanía, convirtiendo sus derechos en necesidades silvestres sin alcance político. El pueblo colombiano va derivando en ejército de mendigos fijado a la ilusión del “chequecito”, alivio fugaz de sus miserias. En vez de empleo, caridad. Es el modelo.