Como si Petro marchara en la caverna y éstos en la izquierda heroica, dirigentes de lo que queda del Polo le declararon al alcalde guerra abierta. Tras cuatro años de mutismo frente a la mayor defraudación que esquilmara a Bogotá; habiendo avalado contratos que entregan a particulares casi todo el producido de Transmilenio, habrían promovido la jornada que colapsó el transporte, paralizó a la capital y degeneró en vandalismo. “El Moir terminó rodeado de ladrones que roban las cajas” del sistema, dijo Petro. Se propusieron ellos debilitar al burgomaestre justo cuando éste se dispone a apretar a los operadores privados, acaso guiado por el criterio de que servicios como el transporte público deben reposar en el Estado. Como se estila en las democracias maduras. O en fórmulas de economía mixta que protejan el derecho ciudadano de las fauces de los negociantes. El detonante fue este pequeño 9 de abril en 9 de marzo, que mezcló ingredientes explosivos: asonada, de un lado, y, del otro, señalamiento del alcalde contra el núcleo duro del Polo, al que le adjudicó responsabilidad en los hechos. Según él, detrás de ellos está “un grupo de la administración pasada que no dijo nada cuando firmaron a 23 años la concesión de zonas integradas de transporte público”. Y elevó la tarifa de los articulados la víspera misma de entregar el mando. Transmilenio se diseñó para 800 mil pasajeros diarios; pero hoy transporta más del doble, con la misma infraestructura. Y la sobrecarga no es responsabilidad de Petro. Resulta de la negligencia de una administración que, por andar en malos pasos, no abrió las nuevas troncales ni reparó las losas de la Caracas.

La semana anterior el alcalde reafirmó su plan de renegociar contratos con los operadores del sistema, bajar tarifas, aumentar la flota de buses y promover la organización de los usuarios del transporte, víctimas de un modelo que hizo agua. Es su idea reducir las utilidades de los privados, llegar a que los buses sean eléctricos, operados por el Distrito y de su propiedad. Se comprenderá por qué se había echado a andar un plan tortuga. Es que el contrato de concesión financia con dineros públicos a un puñado de privilegiados, mientras la ciudad sólo recibe 5% del recaudo. En últimas, Petro se orienta por el principio socialdemocrático de que los servicios públicos —derechos constitucionales de la ciudadanía— deben recaer en el Estado. O en un modelo público-privado sujeto a todos los controles.

Hostilizar al alcalde cuando éste prepara batalla contra los operadores privados es hacerles a éstos el favor. Magnificar con artificios los avatares de la restitución de tierras es hacerles el favor a los despojadores. La rabiosa radicalidad de estos dirigentes, ¿es resentimiento, es revancha, es el pánico que abraza al moribundo? Al garete, buscando a tientas la identidad perdida, rugen y cierran el puño y se reconfortan en el ejercicio de una oposición que exige lo imposible para no tener que habérselas con lo posible. Obstruir. Tal como lo hicieron con la Ley de Víctimas. Tanta altisonancia contra el reformismo radical de Progresistas encubre el más sutil conservadurismo. Corona la máxima de Lampedusa: que todo cambie para que nada cambie. Con exalcalde amigo tras las rejas y el desplome de su votación de 900 mil sufragios a 31 mil, difícil guardar compostura. Serénense los cardenales antes de romper lanzas contra el primer exguerrillero que depone las suyas para acceder por sufragio al gobierno de Bogotá. No sea que terminen por extraviarse sin remedio dando palos de ciego desde la catedral de su menguado poder.

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