Tal vez se atenta lo mismo contra la libertad de prensa en Colombia que en Venezuela o Ecuador. Si los gobiernos vecinos amordazan medios independientes y buscan monopolizar la información, aquí la liberalidad de la legislación de prensa es a menudo una ilusión. Más fuerza cobran prácticas que darían cartilla a cualquier déspota en ciernes: tentativas legislativas de la caverna para imponer censura; agresión de gobernantes contra periodistas que revelan las perfidias del poder; matoneo judicial que provoca autocensura para salvar el trabajo, la pauta o la vida; amenazas; y el asesinato, que en los últimos 13 años cobró la vida de 127 comunicadores. Esta violencia contra la libertad de expresión, que en democracias suscitaría escándalo y protesta, se resuelve aquí en gesto de tedio por el muerto de cada día que “se la buscó”. Sobre todo en provincia. 78% de periodistas del Pacífico, Valle y Antioquia dijeron a Cifras y Conceptos que la inseguridad obstruye su trabajo. Somos pueblo educado en el credo monocorde de curas y valentones y sabios de pacotilla, donde disentir llegó a ser crimen y, terrorismo, el informar o criticar.
Se ha matizado la atmósfera, si, como lo indica la suscripción de gobernadores a la trascendental Declaración de Chapultepec la semana pasada, en defensa de las libertades de información, de opinión y de crítica. Mas, por otro lado, el año pasado se frenó de milagro un proyecto de ley que desmontaba el derecho de acceso ciudadano a la información oficial, y su capacidad de vigilancia y control del poder público por este medio. Peligroso desliz de mentes torvas.
Ha inventariado Venezuela la clausura de 34 emisoras y del canal RCTV, y persecución contra Globovisión, El Nacional y La Prensa, en virtud de leyes que estrangulan la opinión política disidente. En Ecuador, el presidente demandó al diario El Universo por “calumnias injuriosas”. Sus directivos fueron sentenciados a tres años de cárcel y a pagar 40 millones de dólares. Comparable por la jerarquía de la fuente que así agrede a la opinión libre, magistrados de nuestra Corte Suprema de Justicia anunciaron denuncia penal contra la columnista Cecilia Orozco. No toleraban su crítica al relevo del magistrado Iván Velásquez, estrella del juicio a la parapolítica. Orozco ratificó que este cambio se orientaba a “favorecer un específico sector de la delincuencia”.
Ni hablar del virulento ataque del entonces presidente Uribe a Alejandro Santos, director de Semana, cuando éste le inquiriera sobre el escándalo del DAS que se ensañaba en periodistas, en jefes de la oposición y en la Corte que juzgaba la parapolítica. El país siguió atónito la escena por televisión, sabedor de que el verbo incendiario del presidente, capitán de “los buenos” en una guerra entre fanáticos, podría inducir a disparar contra cualquier recluta involuntario de “los malos”. Versión renovada del regenerador Núñez, Uribe no necesitaba expedir una “ley de los caballos” para silenciar periodistas y opositores con prisión, exilio y supresión de sus derechos políticos. Le bastaba seguir la tradición de un país de leyes donde prevalece, no obstante, la ley ejecutada por mano propia. Ya se trate de incendiar periódicos, de criminalizar la libre expresión del movimiento popular y la izquierda legal o de segar la vida del director de El Espectador.
Una opinión pública autónoma del poder es componente esencial de la democracia, y su medio de expresión es la prensa libre, plural, como plural es la sociedad. Negar la libertad de prensa dándole cariz legal a la censura (como en Venezuela) o matando periodistas (como en Colombia) es negar la democracia. ¿Cuál de los dos se acerca menos a la república bananera?