¿Viraje de la Andi?

Sorpresa: Bruce MacMaster, vocero de los industriales, amaga distancia frente a la pauta reaccionaria del modelo económico que Duque y su Consejo Gremial sostienen. Critica el “discurso ideológico mal fundamentado que condujo a la destrucción de la empresa nacional”, la doctrina de apertura comercial que engavetó las políticas de desarrollo industrial. ¡Anatema! Anatema también contra Gabriel Poveda Ramos, preclaro historiador de la industrialización en Colombia y defensor del desarrollo durante décadas, desde la planta de producción, desde el aula universitaria, desde la propia Andi. Denuncia Poveda “el puntillazo catastrófico de Gaviria que, por orden del Consenso de Washington, cayó sobre la industria colombiana en 1990” (aciicolombia.org, 2014): una danza macabra, dirá a la letra, de mentes enloquecidas llenas de odio por lo bien hecho durante muchos decenios con el trabajo nacional y sus ahorros.

Retomemos, glosándolo, brochazos de esta historia. Se remonta él a 1904, cuando Rafael Reyes –intervencionista, proteccionista, colombianista– lanza la industrialización. En 1920 Sao Paulo en Brasil, Monterrey en México y Medellín figuran como las ciudades industriales de América Latina. Su impulso mayor fue la virtual desaparición de importaciones durante la Primera Guerra: limpia quedó la arena para producir aquí lo que faltaba. Desde entonces y hasta 1950, se pasó de 40.000 a 150.000 obreros fabriles. A ello tributaron el crecimiento demográfico, la urbanización acelerada, la producción y exportación de café, la electrificación de las ciudades… ¡y la Segunda Guerra! Renació la urgencia de sustituir importaciones. Con grandes falencias (la dependencia tecnológica del extranjero y la timidez para saltar a la producción de maquinaria y equipo) siguió, no obstante, consolidándose la industria, hasta 1990.

Fecha aciaga que desencadenó el desastre. Se privatizaron las empresas y los bancos del Estado. Se desmantelaron las instituciones oficiales del desarrollo económico: ICA, IFI, Incora y la banca de fomento. Se arrasó súbitamente con los aranceles aduaneros. Y se convirtió a la salud en “un negocio crematístico de codicia, sin normas éticas”. Desde entonces, desaparecen fábricas sin cesar o se convierten en importadoras y distribuidoras de lo que producían antes. En 1991, el aporte de la industria al PIB era 24%; en 2014, 11%.

Clama Poveda por devolverle al Estado su función de promotor del desarrollo para crear empleo, transformar nuestros recursos agregándoles valor, elevar el nivel científico y tecnológico del país mediante un desarrollo industrial propio y democratizar la propiedad empresarial. Además, para fundar el ministerio de industria, con capacidad promotora y planificadora. Reconstruir el arancel, exigiendo al sector beneficiado producir mucho y bueno y crear empleo. Reindustrializar a tono con el siglo.

También MacMaster propone trazar una política de desarrollo industrial, con líneas de fomento y crédito para el sector; defender al país de prácticas comerciales desleales, y trazar una campaña envolvente de “compre colombiano”. De porfiar en ello, se sumaría la Andi al cambio que no da espera.

Desde flancos insospechados parece resurgir, pues, gracias al virus, la divisa de sustitución de importaciones. De un proteccionismo moderado, agreguemos, lejos del radical que a los países desarrollados les permitió industrializarse. Mas para Rudolf Hommes, gran animador del Consenso de Washington en Colombia, es éste “un camino equivocado (…) La economía que nos proponen ya sucedió, y no funcionó”. Funcionaba y le cortaron las alas. Se las cortó, diría Poveda, la presuntuosa clase dirigente que suspiraba con la danza de los aprendices de brujo que gobernaron irresponsablemente a Colombia.

 

 

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Andi: ¿por un plato de lentejas?

Reivindicó, ni más ni menos, retorno a la industrialización y se conformó con una fruslería: migajas concedidas por el modelo depredador que casi demoliera en 25 años la economía productiva del país. Había sorprendido el presidente de la Andi, Bruce McMaster, al reclamar una estrategia industrial emancipada de los abusos del libre comercio –impuesto sin simetría entre tiburones y sardinas–; y el restablecimiento del ministerio de Desarrollo, clausurado en 2002 en obedecimiento al dictamen de que la mejor política industrial es no tener política industrial. No duró un suspiro el discurso. A poco, contrastó éste rudamente con la  ovación de su gremio en Cartagena al más conspicuo agente del que Kalmanovitz llama retroliberalismo  (liberalismo retrógrado). El ministro Cárdenas ofreció eliminar aranceles a algunos productos importados de uso en producción industrial. El efecto no irá más allá de mitigar el impacto del incremento del dólar en esas importaciones. Pequeñez de coyuntura, no rescatará de su postración al agro y a la industria.

Si en 1990 la industria aportaba 24% al producto nacional, hoy no supera su participación el 10%. Si entonces creaba el 25% del empleo, hoy genera el 12%. Entre 2000 y 2014, el PIB subió 4,2% anual, pero la industria sólo creció 0,2%. Ahora las importaciones industriales duplican las exportaciones. El déficit de balanza cambiaria alarma, y no deja de crecer. El país se desindustrializa a pasos de gigante. Desde cuando César Gaviria dio en la flor de desproteger la industria propia en forma repentina e indiscriminada, paradigma que siguieron hasta hoy todos los presidentes que le sucedieron. A diseñarlo contribuyó la  Andi, para inaugurar así la mutación de muchos productores suyos en importadores y especuladores con dinero. También participó ella, cómo no, en la negociación de los leoninos TLC, repotenciadores formidables de la apertura que tanto ha enriquecido a importadores y banqueros. Razón potísima para preguntar de qué se queja la Andi, y si el discurso de Mc Master va en serio o es una charada.

Gabriel Poveda Ramos, autoridad en la materia, deplora la suerte de la industria que en el siglo pasado “hizo crecer casi cien veces el tamaño de la economía colombiana… hasta cuando un gobierno sin sensatez lo derogó en 1990”. Colombia, dice, pudo haber sido potencia industrial de nivel medio, pero padece “unas clases dirigentes agobiadoramente inaptas para gobernarla”. Entre 1960 y 1990, la industria se expandió con más vigor, apalancada por el mercado interno y por políticas de fomento al sector. Pero en aquel año fatídico le cayó, en sus palabras, un meteorito gigantesco. Y fue después del cónclave de Washington, donde se decidió estrangular el desarrollo de América Latina con una receta venenosa: derruir la protección arancelaria, feriar las empresas del Estado, liquidar la banca de fomento, privatizar los servicios públicos.

Podrá hablarse de educación y de tecnología, mas de poco servirán éstas sin un modelo que regule el mercado y dé preeminencia a los sectores productivos. Por otra parte, es falsa la disyuntiva entre proteccionismo y fomento, o bien, competencia en el mundo mediante innovación y productividad. Una y otra cosa hicieron los países asiáticos ayer y Brasil hoy, ejemplos aleccionadores. Otro es el dilema: porfiar en el ruinoso patrón que rige, acolitado a menudo por mercaderes que pasan por industriales; o bien, retomar cuanto sirva del pasado para relanzar el desarrollo mediante industrialización concertada y coordinada por el Estado, la economía global en la mira. Y ahorrarse altisonancias de ocasión que se transan por cualquier plato de lentejas.

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