Maduro, antípoda de Bolívar

¡Qué desfachatez! Este déspota silvestre se siente heredero de Simón Bolívar, el libertador de cinco naciones que devinieron república y, acaso presintiendo al minúsculo Maduro, reprobó el modelo de gobierno del demagogo, del tirano egócrata. Pero, además, el presidente de Venezuela se siente tan socialista como orgulloso de que a la deportada Jesica Urrego se le prohibiera, bajo amenaza de cárcel, pasar de nuevo a ese país a despedirse de su esposo y sus niños. Bolívar ambicionó las libertades civiles y políticas que Maduro viola todos los días. Quiso hermanar los pueblos de la América Hispana, no divorciarlos a garrote en la estampida.

Perdido sin remedio, se inventa Maduro al enemigo capaz de congregar a sus prosélitos en el miedo y en el señuelo de una guerra justiciera. Ahora contra sus hermanos de cuna pues, tras el apretón de manos entre Obama y Castro, se le esfumó el imperialismo yanqui. Moneda siempre manoseada para inflamar nacionalismo en los más crédulos y perorar revolución. Pero entre los motivos escondidos de la mascarada –caos económico, derrota electoral a la vista– sobresale uno que ya toca a escándalo en el mundo: los extraditados narcotraficantes Gersaín Viáfara y Óscar Giraldo comprometerán en su confesión a figuras del Ejército y del alto gobierno de Venezuela, al mismísimo Diosdado Cabello, en supuestos tratos y negocios con el cartel de Sinaloa. Respira ese Gobierno por la herida de sus narcoparamilitares de alto vuelo cuando acusa de tales a los niños, ancianos y mujeres colombianos que en su huida por ríos y trochas cargan a duras penas algún haber y la vida en vilo.

Pero no es Maduro el único que anda a la caza de enemigo. También va Uribe por el suyo, “la Far”. Razón de ser del otro egócrata que ha elevado su sed de venganza a política de Estado. Cabalgando sobre el drama de la frontera propone, patriótico, cortar la participación de Venezuela en el proceso de La Habana. Palo formidable que quiere atravesarle a la paz, cuando el fin del conflicto parece inminente. Y es que sacar a sombrerazos al país que patrocinó como ninguno otro ese proceso es ponerle a la mesa de negociación un taco de dinamita, apostar a malograrlo todo. Las Farc volverían al monte y Uribe se frotaría las manos pues, sin guerra contrainsurgente, pierde este líder su identidad. Se queda sin discurso y sin oficio. Ha ocurrido siempre: las extremas se retroalimentan en griterío patriotero hasta instalarse en su estado natural, la guerra.

Estos señores, a distancia sideral de Bolívar. En la Carta de Jamaica, nuez de su ideario político que este 6 de septiembre cumple 200 años, convocó él a la unidad de los americanos. No sólo en la gesta independentista, sino para enfrentar como un solo haz de naciones a la estrella del Norte. Soñó con un subcontinente como “la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas, que por su libertad”. Un cuerpo de repúblicas con “gobierno libre y leyes benévolas”.

Viernes en la mañana: dos prelados de cabeza cana, gorditos, sonreídos, se confunden en un abrazo y claman por preservar la fraternidad entre colombianos y venezolanos. Son los obispos de Cúcuta y San Antonio. Viernes en la noche: un tal Rodríguez maltrata a la internacionalista colombo-uruguaya Laura Gil por los micrófonos de RCN Radio. La llama “extranjera” con desprecio, en respuesta al llamado de Gil a moderar el tono nacionalista que, en la coyuntura, puede resultar explosivo. No todos en Colombia se sienten, como los obispos y la analista, ciudadanos de la patria grande latinoamericana que Bolívar soñó. Un reto para persuadir a los beligerantes, después de tantos muertos, de las bondades de la paz.

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Padre Llano: “me amordazaron”

Pocas veces había mostrado tanta debilidad la Iglesia. La censura que le impuso en 2012 al padre Alfonso Llano, teólogo eminente, por exaltar la humanidad de Jesús y de María, desnudó de un tirón el pánico ancestral de esta institución a la herejía. La iglesia de Roma compacta a sus fieles por el dogma e impone sus verdades con energía invencible desde arriba. Como dicta en los ejércitos su autoridad el general. Y no tiene alternativa. Sabe que su supervivencia emana de mantenerse unida;  su cohesión y su poder, de apretar con puño de hierro al disidente. Anclada para siempre en los meandros oscuros del Medioevo (no en sus fulgores), lo mismo persigue hoy al padre Llano que ayer, en la apoteosis de la Inquisición, a otro librepensador, el padre Miguel Servet.

Al celebrar esta semana su cumpleaños número 90, recordó Llano sin ambages que el director General de los Jesuitas y el arzobispo de Bogotá le habían amordazado y hurtado la libertad constitucional de escribir. Fue ésta, según el propio sacerdote y escritor, la admonición final de los guardianes de la fe. Lo acusaron primero por acoger la teoría de la creación evolutiva, que disuelve el mito de Adán y Eva. Luego, por defender el derecho de la pareja a regular la natalidad y a emancipar su sexualidad del deber desapacible de la procreación. Tercero, por defender el derecho del católico a darle a su conciencia prelación sobre algún mandato de la Iglesia. Y, colofón final, la dura pena del silencio “por intuir una verdad”: que Jesús fue hijo de esposos unidos corporalmente, María y José; que de esa unión hubo varios hermanos y hermanas. Para no mencionar su justificación del buen morir y del celibato como opción libre del sacerdote.

Quién dijo miedo. Adolfo Nicolás, capo di tutti capi de los jesuitas, le ordenó sepultar su vocación de escritor, lo privó de su libertad de palabra y le exigió guardar silencio. Monseñor Falla, Secretario de la Conferencia Episcopal, sentenció: “el padre Llano ha perdido el horizonte y dejado de lado la fe que se pregona en la Iglesia desde sus inicios, al negar la virginidad de María (y) poner en duda la divinidad de Jesús”. Monseñor Gómez, obispo del Líbano (Tolima), lo sindicó de incurrir en delito de herejía al cuestionar un dogma no negociable del clero.

Siglos ha, en otras latitudes, un acontecimiento entre miles de su especie, resultaría premonitorio: acusado por la Inquisición española y finalmente incinerado por Calvino, Miguel Servet pagó con su vida la osadía de negar el dogma de la Santísima Trinidad. Inquisidores de iglesias rivales, un factor poderoso los unió, no obstante, en este crimen: su odio al sacrílego, al disidente, al humanista. Y el peligro de perder la identidad fundiéndose con el enemigo, pues era el dogma trinitario el único muro que separaba a cristianos, musulmanes y judíos, cuando acercar iglesias, culturas y pueblos era ideal del Renacimiento.

Torquemada, el gran inquisidor español, no ha muerto. Sigue su impronta haciendo estragos en cada baculazo cardenalicio. Pero tal vez en todo esto no haya más que miedo. Miedo, providencial, en el rebaño que se pliega dócil al absolutismo de Roma. Miedo de la jerarquía a la desintegración de la Iglesia entre una baraúnda de ideas encontradas, como sucede a toda institución dogmática que rehúye el pluralismo de la modernidad. Miedo del censor que acalla, a gritos contra el otro, todo presentimiento de su más íntima fragilidad humana. Miedo a fracturar su representación monolítica del mundo y de sí mismo. Por arrogancia, pero también por miedo embozalaron al padre Llano. Cuanto más grita, más acusa la Iglesia su endeblez.

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Andi: ¿por un plato de lentejas?

Reivindicó, ni más ni menos, retorno a la industrialización y se conformó con una fruslería: migajas concedidas por el modelo depredador que casi demoliera en 25 años la economía productiva del país. Había sorprendido el presidente de la Andi, Bruce McMaster, al reclamar una estrategia industrial emancipada de los abusos del libre comercio –impuesto sin simetría entre tiburones y sardinas–; y el restablecimiento del ministerio de Desarrollo, clausurado en 2002 en obedecimiento al dictamen de que la mejor política industrial es no tener política industrial. No duró un suspiro el discurso. A poco, contrastó éste rudamente con la  ovación de su gremio en Cartagena al más conspicuo agente del que Kalmanovitz llama retroliberalismo  (liberalismo retrógrado). El ministro Cárdenas ofreció eliminar aranceles a algunos productos importados de uso en producción industrial. El efecto no irá más allá de mitigar el impacto del incremento del dólar en esas importaciones. Pequeñez de coyuntura, no rescatará de su postración al agro y a la industria.

Si en 1990 la industria aportaba 24% al producto nacional, hoy no supera su participación el 10%. Si entonces creaba el 25% del empleo, hoy genera el 12%. Entre 2000 y 2014, el PIB subió 4,2% anual, pero la industria sólo creció 0,2%. Ahora las importaciones industriales duplican las exportaciones. El déficit de balanza cambiaria alarma, y no deja de crecer. El país se desindustrializa a pasos de gigante. Desde cuando César Gaviria dio en la flor de desproteger la industria propia en forma repentina e indiscriminada, paradigma que siguieron hasta hoy todos los presidentes que le sucedieron. A diseñarlo contribuyó la  Andi, para inaugurar así la mutación de muchos productores suyos en importadores y especuladores con dinero. También participó ella, cómo no, en la negociación de los leoninos TLC, repotenciadores formidables de la apertura que tanto ha enriquecido a importadores y banqueros. Razón potísima para preguntar de qué se queja la Andi, y si el discurso de Mc Master va en serio o es una charada.

Gabriel Poveda Ramos, autoridad en la materia, deplora la suerte de la industria que en el siglo pasado “hizo crecer casi cien veces el tamaño de la economía colombiana… hasta cuando un gobierno sin sensatez lo derogó en 1990”. Colombia, dice, pudo haber sido potencia industrial de nivel medio, pero padece “unas clases dirigentes agobiadoramente inaptas para gobernarla”. Entre 1960 y 1990, la industria se expandió con más vigor, apalancada por el mercado interno y por políticas de fomento al sector. Pero en aquel año fatídico le cayó, en sus palabras, un meteorito gigantesco. Y fue después del cónclave de Washington, donde se decidió estrangular el desarrollo de América Latina con una receta venenosa: derruir la protección arancelaria, feriar las empresas del Estado, liquidar la banca de fomento, privatizar los servicios públicos.

Podrá hablarse de educación y de tecnología, mas de poco servirán éstas sin un modelo que regule el mercado y dé preeminencia a los sectores productivos. Por otra parte, es falsa la disyuntiva entre proteccionismo y fomento, o bien, competencia en el mundo mediante innovación y productividad. Una y otra cosa hicieron los países asiáticos ayer y Brasil hoy, ejemplos aleccionadores. Otro es el dilema: porfiar en el ruinoso patrón que rige, acolitado a menudo por mercaderes que pasan por industriales; o bien, retomar cuanto sirva del pasado para relanzar el desarrollo mediante industrialización concertada y coordinada por el Estado, la economía global en la mira. Y ahorrarse altisonancias de ocasión que se transan por cualquier plato de lentejas.

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Polo: ¿y la autocrítica?

¿Por qué sólo Clara López debe explicar si conocía o no el desfalco a Bogotá, mientras pasan de agache todos los líderes del Polo que defendieron en su hora, con conocimiento de causa, al alcalde ladrón? Es ella la candidata, cierto, blanco de rivales siempre hambrientos de papaya en campaña electoral; y representa a su partido. Pero los dirigentes de esta colectividad,  que se dice ajena al caudillismo, deberían a su turno dar la cara. Reconocer su escandalosa blandura ante el saqueo que en una democracia menos precaria hubiera ocasionado levantamiento popular.

Responder a señalamientos de semejante envergadura declarándose víctimas de persecución política es buscar, a la manera del uribismo, coartadas pueriles a omisiones graves. Protestar porque sólo se le hagan al Polo reclamos y no a los beneficiarios de partidos tradicionales en el carrusel de la contratación, es igualarse con éstos en un curioso derecho de pernada en la corrupción. Es arriar la bandera de lucha contra el delito, con la cual ha querido la izquierda distinguirse como alternativa política. Aceptar una supuesta repartija de puestos por la Casa Rojas entre las organizaciones del Polo –como es vox populi que la hubiese- a cambio de apoyo sin condiciones al alcalde Moreno, ¿no era allanarse al clientelismo del que denostaba ese partido y a los desafueros del burgomaestre? Y todo ello – silencios, flaquezas y lucro de algunos allí también- escamoteado con tanto celo, ¿no malogrará el triunfo de López en Bogotá? Esta ruidosa ausencia de autocrítica, ¿no matará en el huevo la formación de una izquierda nueva en Colombia?

Que la politiquería pretenda pasar por inocente y ponga al Polo en la picota pública no autoriza a este partido a eludir su responsabilidad política declarando que “la derecha neoliberal arma falsos positivos periodísticos para frustrar el triunfo de Clara”. No incurrieron sus dirigentes en delito, por supuesto, pero ampararon al rufián –si bien Luis Carlos Avellaneda, Gustavo Petro y Carlos Vicente de Roux habían ya denunciado sus manejos- dizque a la espera del dictado de los jueces. Como si no existiera sanción política y social. Jorge Enrique Robledo se justificó aduciendo que “si alguien delinque, asume una responsabilidad que es individual”. Carlos Gaviria suscribió este argumento y convocó a un debate interno “fuerte y franco”, a demostrar que “el partido no tolera corrupción”. El entonces presidente de esa colectividad, Jaime Dussán, se preguntó – ¡ay!- a qué tanto escándalo si la corrupción era fenómeno generalizado. Y Clara López denunció que “Gustavo Petro (había creado) una comisión de bolsillo para supuestamente investigar a la Administración de Bogotá… Existen pruebas del propósito de las fuerzas más reaccionarias de destruir el proyecto de unidad de la izquierda democrática”. No se pronunció la dirigencia del Polo contra el alcalde Moreno sino cuando ya él estaba tras las rejas. Los hechos les dieron a los denunciantes la razón.

Por sus dotes intelectuales, por su probada competencia como gobernante, por la integridad de su persona, Clara López es la mejor candidata posible de la izquierda. Pero ella y su partido enfrentan el desafío de la autocrítica, si aspiran a ganar la Alcaldía y a preservar el proyecto de una izquierda democrática: el reto de reconocer el colosal error colectivo de transigir con el sujeto que desvalijaba a Bogotá. Acciones al canto: comprometerse con instrumentos a toda prueba para proteger sus arcas. Y sacudirse a los indeseables que rodean su candidatura. Más daño hace tapar los errores que desnudarlos limpiamente. Máxime cuando el país entero los conoce.

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Escombrera y Orión: ¿quién responde?

Mientras el general Montoya habrá de comparecer ante la Fiscalía por exceso de fuerza en la ejecución de la operación Orión, que realizó a dos manos con “don Berna” y pobló de cadáveres la Escombrera, escurren el bulto los mentores del Gobierno Central que emitieron la orden. El expresidente Uribe parece agazaparse, frentero, tras las estridencias de su sabotaje a la paz. Pero la toma brutal de la Comuna 13 de Medellín en 2002, debut de la seguridad democrática y mayor acción militar urbana en la historia del conflicto, se ofrece como prueba de fuego para la verdad en el desenlace del proceso de La Habana. Porque, en sevicia y en número de víctimas, es crimen abominable: se contaron por centenas los detenidos, los desaparecidos, torturados, desmembrados y enterrados en secreto en la fosa común más grande del mundo, la Escombrera. Casi todos, civiles inermes.

Ahora, por vez primera en tres años, se declaran las Farc dispuestas a reconocer la parte del horror que les cabe en esta guerra y a someterse al dictado de los jueces; pero sólo si la contraparte política reconoce la suya y también se pliega a justicia restaurativa. Condición elemental cuando de negociar se trata con una guerrilla a la que no puede imponérsele rendición, puesto que no ha sido derrotada. Tampoco Álvaro Uribe lo logró. Si bien querría él otros ocho años de tierra arrasada, escenario propicio al valentón que embolata su responsabilidad en operaciones “patrióticas”, como esta de Orión.

1.500 soldados y policías, 800 paramilitares del Bloque Cacique Nutibara, helicópteros, tanques y francotiradores se tomaron la Comuna y del asalto resultaron 300 enterrados adicionales en el campo santo de marras. La Dirección de Justicia Transicional calcula en 105.000 los sepultados NN en unos 2.000 cementerios clandestinos. La acción se adelantó “por disposición del Gobierno Nacional, con apoyo de la Alcaldía de Medellín y de la Gobernación de Antioquia”, según el general Leonardo Gallego, a la sazón comandante de Policía. Ninguna autoridad ha confesado que el plan involucró a las autodefensas, pero éstas participaron, aterrorizaron, coparon la zona y asumieron el control de la Comuna.

Mucho estaba en juego. No sólo el control político y social del territorio, cuando el paramilitarismo acababa de hacerse en elecciones con la tercera parte del Congreso, se preciaba de haber desempeñado papel decisivo en la elección del nuevo presidente y entraba en su época dorada. Es que la Comuna 13 linda con el corredor montañoso que une al suroeste de Antioquia con el Golfo de Urabá, salida apetecible para tráfico de armas y exportación de cocaína. En Medellín se impuso “don Berna” sobre las guerrillas, el Bloque Metro y la Terraza. Fue rey del transporte y depositario de la seguridad en la ciudad, al parecer por delegación del gobierno local y en ejercicio de la ominosa “donbernabilidad”. Mediante pacto tácito con el jefe narcoparamilitar –profusamente denunciado en la prensa de la época– el entonces alcalde Sergio Fajardo supuestamente le habría cedido al capo el control de la delincuencia mientras bajaba la guardia contra su organización. Versión renovada de la alianza Ejército-paras en la toma de la Comuna 13.

El proceso de paz se aboca a su estadio decisivo: el de enfrentar la verdad, todas las verdades y la responsabilidad de todos los que han jugado en esta guerra. Es antesala de justicia, reparación a las víctimas y garantía de no repetición. Emblema de espanto, tan sobrecogedor como la masacre de las Farc en Bojayá, Colombia y las víctimas necesitan saber quién responde por las atrocidades de la operación Orión y la Escombrera.

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