LEY DE LA SELVA EN PALACIO

Reveladora, la apatía del gobierno frente a la intimidación de las armas y del dinero que ha revivido en el país con ocasión de la campaña electoral. Es en momentos de elecciones cuando la  descentralización de hecho que ha tenido lugar en Colombia asoma abiertamente la cabeza. Pero ella no viene sola. La acompaña una reedición populista del presidencialismo.

Se diría que avanzan aquí tendencias simultáneas a la concentración del poder y los recursos en Presidencia de la República, de un lado, y, del otro, en fuerzas que han impuesto autonomías regionales a la brava. Mientras el gobierno central acapara partidas del presupuesto nacional  y usurpa fondos de ministerios y localidades para distraer la pobreza, las mafias regionales nos van convirtiendo en una federación de Estados en ciernes. Movimiento divergente en apariencia pero gobernado por idéntica ambición de capturar el patrimonio público en beneficio propio, brincándose las instituciones. El Presidente, con el fin de acrecer su popularidad, acaso pensando en la reelección indefinida. Los poderes “fácticos”, para avanzar en la toma del Estado. Y, en la mitad, políticos cosechando en este río revuelto de centralización personalista y descentralización de hecho.

Así el poder central recorte transferencias, varias regiones operan en la práctica como Estados paralelos. Catapultado por el narcotráfico, el fenómeno cristaliza en la Costa, en Arauca, en los Llanos. Dondequiera que paramilitares o guerrillas instauran ejército propio, dominan la economía, administran justicia, controlan finanzas públicas, territorio y población, y cooptan a la clase política de la zona.

A la consolidación de estos poderes contribuyen la ausencia de una estrategia nacional de desarrollo y las leyes que descentralizan pero no integran ni controlan. El patrimonio público es festín de las viejas y las nuevas “fuerzas vivas” de la región. A este modelo aportó también la desarticulación de los partidos en baronías electorales. Sacrificada su unidad, aquellos perdieron la función integradora que habían desempeñado en la nación. Y la elección popular de gobernadores entregó el último bastión de cohesión del Estado unitario. No siendo ya agente del poder central y arrollado por realidades que lo superaban, el gobernador se volvió instrumento de una autonomía mafiosa. Hoy se nos vende la idea de que la unidad del Estado puede emanar por milagro del carisma del Príncipe.

Pero Palacio poco dice sobre las severas anomalías que rodean la campaña en las regiones, montada, precisamente, sobre la amenaza y el asalto a las finanzas del municipio. Según Claudia López, todos los partidos que en 2003 se vieron involucrados con mafias y paramilitares conservan la personería jurídica e inscriben a miles de candidatos, así hubieran incurrido en concierto para delinquir o en fraude electoral. 328 municipios estarían en alto riesgo electoral. Es que el resultado de las elecciones de octubre, bien puede proyectarse después hacia el solio de Bolívar.

Por su parte, el poder central no se descuida. En consejos comunales contrae gastos no presupuestados cuya financiación se improvisa después. Mete la mano en el presupuesto de 2008 para sacar una tajada de 3.5 billones con destino a una inversión social cada día más difícil de separar de la incesante campaña electoral del Presidente.

 Luis Alfonso Hoyos, zar de la inversión social del gobierno, maneja 31 programas.  “Junto a su despacho, se informa, funciona una especie de bunker en el que opera un ´gabinete en la sombra´ integrado por delegados de cada ministerio que resuelven los problemas del sector directamente con él”. Triste condición la de ministros que así degradan su investidura, sometidos a personajes que despliegan todo el poder dentro de la más absoluta informalidad. Reina la arbitrariedad en Colombia. La ley de la selva  impera  en las regiones dominadas por la mafia y al parecer se pavonea también, altanera, por la Casa de Nariño.

Comparte esta información:
Share

URIBE: EL MITO HERIDO

Al quinto año de gobierno, la ilusión de una opinión unánime favorable al presidente Uribe acusa sus primeras grietas. Entonces el Primer Mandatario se arrebata, más que nunca, en estridencias vociferantes y amenaza acudir a las masas para rebelarse contra el poder judicial y brincarse el Estado de derecho. Clásico expediente del liderazgo montado sobre una propaganda envolvente financiada con fondos públicos; sobre la adulación plebiscitaria de las masas; sobre la censura de toda crítica al poder, que él asimila a terrorismo. La escena de la Plaza de Bolívar en la que el Presidente humilla a un hombre humilde desde lo alto de su poder, denuncia la despótica rigidez de las verdades oficiales, únicas, inconmovibles, casi divinas. Y evoca la imagen de los caudillos que ensombrecieron la historia de nuestras banana republics.

Lo nuevo, sin embargo, es que otras voces se atreven ya a dejarse oír, a romper el proclamado consenso en torno a la figura presidencial. Aunque mil plumas sigan fieles al poder. Como la de Saúl Hernández,  quien objeta la “perorata efectista (del profesor Moncayo) sobre la pobreza, (la) misma monserga retórica, confusa y amañada que utiliza la subversión para justificar la violencia. (El) ha transformado el discurso humanitario en arenga política para poner en tela de juicio el modelo económico del país”. Es decir: quien hable de pobreza sería un subversivo; el modelo económico no admitiría reparo, aunque obedezca a un mandatario que, disfrazado de pobre, gobierna para los ricos; los derechos humanos, hoy también económicos y sociales, serían ajenos a lo político, si bien el alma de toda constitución democrática, de toda lucha social, son los derechos humanos. ¿Qué es, si no política, la gesta de un hombre que camina mil kilómetros para exigir la libertad de su hijo; qué, el fervor multitudinario que su causa suscita a cada paso? ¿O es que la política es prerrogativa exclusiva del presidente Uribe?

Grosera mordaza que se le pone al pensamiento libre. Si en Venezuela cierra canales de televisión, aquí desconceptúa a quien disiente, así se trate de los ríos humanos que condenan el secuestro y les piden a los bandos enfrentados matizar el discurso monocorde de la guerra.

No contento el gobierno con querer silenciar a más y más colombianos, se insubordina contra la justicia, en el momento mismo en que ésta empieza a meter en cintura la parapolítica. El Presidente desprecia la división de poderes propia de las democracias y se convierte en el primer sedicioso. Acaso para salvar pactos secretos con personajes non-sanctos, puja por que las instituciones se acomoden a su personal interés y voluntad, en vez de someterse él a la legalidad. Con Uribe los principios jurídicos resultan ad hoc: cambian según las necesidades del mandatario y los altibajos de su temperamento.

Para completar, en gracia de su vocación populista, el Presidente anuncia que buscará el respaldo del pueblo a su iniciativa de convertir en delincuentes políticos a criminales confesos, dizque para salvar la paz. Como si no existieran otros recursos jurídicos y políticos. José Obdulio Gaviria insulta a los críticos del gobierno y declara que “el pueblo, que es sabio, (apoya) al Presidente”. “En la lucha contra el terrorismo, escribe, a Uribe sólo lo acompañará incondicionalmente el pueblo raso (…) Ese pueblo tiene un líder que lo conduce a la libertad y la seguridad”. Uribe sería el líder de la nación.

Nada nuevo bajo el sol. Todos los autoritarismos de la modernidad cabalgan sobre el mito de la Patria, de la Nación sagrada. Agitan la bandera del pueblo-uno, correlativa a la imagen del poder-uno concentrado en un gobernante que encarna la unidad y la voluntad populares, así en su intimidad subestime a la plebe. Herido el mito de su popularidad, ojalá el Presidente  no sucumba a la abierta tiranía de las mayorías que ha engendrado al príncipe que no coincide sino consigo mismo. El “egócrata” de Solzhenitsyn.

Comparte esta información:
Share
Share